21 septiembre 2012

La isla misteriosa (Final)


Terminada la lectura de aquella fantástica historia, quedé paralizado por la emoción; pocas veces me había sentido así. El mar fue tragándose el sol mientras yo seguía sentado en la arena, en medio de aquella playa desierta, mirando el horizonte, pensando que todo lo que acababa de leer existía tan sólo en este viejo y  marchito manuscrito, y ahora en mi memoria. Que si  no lo hubiera encontrado,  seguiría siendo una historia perdida, en un lugar y un tiempo que no nos pertenecía. Con un horizonte distinto, casi mágico e infinito, donde la imaginación no encuentra límites, donde lo real se confunde y transforma en algo parecido a un sueño.
Pero algo no encajaba y daba vueltas en mi aturdida mente. Unas preguntas no cesaban de rebotar contra las paredes de mi atribulada cabeza: ¿Qué había empujado al señor García a escribir el relato de lo sucedido en aquella desconocida isla,  meterlo en una botella, y lanzarlo al mar? ¿Por qué esta historia no tenía final? ¿Es que nunca pudieron abandonar la isla?  Todas preguntas sin respuestas.
Luego pensé: ¿Y si no lo escribió él, sino alguien interesado en despertar la curiosidad de otras posibles víctimas? Methmoon, por ejemplo. Nunca lo sabremos. Así que finalmente me levanté, me sacudí la arena del pantalón, guardé el manuscrito en el bolsillo de mi chaqueta, y me di  un último gusto mientras las olas arrastraban sobre la playa guirnaldas de algas oscuras, y repasé mentalmente de vuelta a casa, esta fantástica aventura que  el señor García, biólogo del barco Nuestra señora de los Dolores,  mantuvo al otro lado del mar, hacía ya ochenta años, sin saber, o  sin querer saber, cuál fue el definitivo  motivo que le empujó a lanzar al océano una botella con una historia inacabada.

Fin.

La isla misteriosa (IV parte)


Después de la copiosa comida, el vizconde Arnaud du Grandmanoir se disculpó, nos dijo que debía ausentarse un momento, y nos dio permiso para pasear por los jardines del imponente castillo. El capitán, junto con el señor Meléndez y Rodríguez se alejaron en una dirección, y la señorita Mendoza y yo, por otra.

La señorita Mendoza podría ser soltera, pero, desde luego, no era fea. De hecho, era extraordinariamente atractiva. Había algo de inocente en su cara, a pesar de que debía de estar cerca de los treinta años. Estaba dispuesto a apostar que era todavía virgen. Probablemente leía muchas novelas de amor y creía que los hombres en general eran una especie de caballeros andantes que luchaban por qué resplandecieran la verdad y la justicia. Estaba claro que  no había aprendido todavía que el trabajo de caballero andante era una pérdida de tiempo y una tarea que nadie solía agradecer.

 -¿No se siente mejor, señorita Mendoza?-le pregunté-.

-Un poco, pero no me gustaría quedarme sola aquí.

-¿Por qué? Es un hermoso lugar, aunque muy extraño, lo admito.

-Eso es exactamente: Es demasiado hermoso. Antes de que me rasgase el vestido yo estaba pensando que en un lugar así una chica debería…no sé…debería vestirse como en un cuento de hadas, con tules y gasas y un sombrero con un velo.

-Jajaja, ya lo entiendo... pero entonces tendría un batallón de Don Juanes peleando por usted.

Ella se rio.

-Y yo me incluyo -añadí mirando sus hermosos ojos y cogiendo su mano cariñosamente-.

-¿Es una promesa señor García?

En ese momento vi que ella, al mirar por encima de mi hombro vislumbró algo que la impresionó. Se separó de mí y corrió hacia un arbusto que se encontraba detrás de mí.

 -¡Oh señor García, qué bonito! Míre – dijo,  mostrándome un fastuoso vestido con tules y gasas y saltando de alegría-. Ya tiene una dama a la que proteger y por la cual luchar. Una princesa de sangre real -remató entusiasmada-.

Yo estaba estupefacto. No me lo podía creer. No comprendía de donde había salido el vestido. Pero en aquel momento mirándola a ella, tan feliz, tan bella, no me importó, y le dije:

-Usted es todas esas cosas, y muchas más. Será aun más bonita cuando lo lleve puesto.

De pronto vi como cambiaba su cara. Ya no saltaba, ni estaba tan alegre.

-Señor García, estoy asustada.

-Escuche, no sé cómo,  ni por qué…  pero el vestido está ahí, me gustaría verla con él. ¿Por qué no se lo pone?

-Está bien…pero quédese ahí…y no mire-dijo escondiéndose tras el arbusto-.

-Señorita, soy biólogo, mi profesión me ha acostumbrado a todo.

A los pocos segundos se mostró ante mí. Más hermosa que una rosa azul. Parecía una auténtica princesa. Yo la miraba cautivado por su belleza cuando oí algo.

-Espere, no se mueva, he oído  a alguien o algo moviéndose-le dije-.

-No diga esas cosas, me asusta.

-Una princesa no debería asustarse, teniendo un valeroso caballero que la protege.

De pronto, de entre la espesa  arboleda surgió un corcel con apuesta presencia. Se detuvo frente a nosotros.  Sus riendas estaban sujetas por un caballero ataviado con armadura negra. Mientras el caballo  relinchaba, seguramente espoleado violentamente, el caballero arremetió lanza en ristre contra mí.

-Esas cosas no pueden ser reales. Las alucinaciones no hacen daño. Vuelva a donde estaba y no se mueva -le dije interponiendo mi cuerpo entre ella y el caballero negro que galopaba amenazante hacia nosotros-.

-Noooo…nooooo…Dios mío….no puede ser...no puede ser balbuceaba llorando, la señorita Mendoza.

Al oír los gritos y sollozos, el capitán, el señor Meléndez y Rodríguez volvieron a toda prisa, y vieron como el misterioso caballero ataviado con armadura negra me atravesaba con su lanza de par en par. El capitán disparó tres veces su pistola, acertando de lleno al jinete, y éste cayó al suelo más tieso que la mojama.


-No puede ser…no puede ser -decía la señorita Mendoza, llorando sobre mi pobre cuerpo inerte-.

-Hemos perdido todo contacto con el barco, estamos atrapados, el señor García ha muerto. ¿Qué más puede pasar? Ahora estamos seguros de que aquello a lo que nos enfrentamos es tremendamente real -sentenció el capitán-.

-Es culpa mía, nunca debió suceder…es culpa mía, soy una irresponsable -decía llorando la señorita Mendoza-.

El capitán debió pensar que había llegado el momento de hacerse con el control de la situación. Le sonrió con sequedad la agarró de los brazos y murmuró:

-Señorita Mendoza, tenemos problemas, y necesito que todos estén alerta. ¿Está claro?

-Está bien señor. Lo siento -dijo ella secándose las lágrimas de las mejillas en un claro signo de fortaleza emocional-.

Justo entonces, el señor Meléndez que estaba inspeccionando el cadáver del caballero negro, gritó:

-Capitán, capitán…vea esto señor….

El capitán se acercó.

-¿Qué le parece? –Preguntó Meléndez mostrando el rostro descubierto del misterioso jinete-.

-No lo comprendo-dijo el capitán al ver la cara amarillenta del vizconde Arnaud du Grandmanoir- pero antes de abandonar esta isla, lo haré.

-Es como un maniquí, capitán, no puede estar vivo. -añadió Meléndez-.

-Comprendo.

Miró a la señorita Mendoza y dijo:

- Usted es científica, era la ayudante del señor García… ¿cual es su explicación?

Ella se acercó, tocó la cara del Vizconde que yacía muerto sobre la hierba  y apretó los labios con aire de desaprobación.

- Es blando, desde luego, pero no es un tejido humano señor, más bien se parece a una funda celular,  más fina por supuesto.

-Quiero una valoración exacta señorita Mendoza.

La joven se mordió el labio inferior. Adivinaba que él no se sentía muy impresionado de momento.

 -No estoy segura, pero diría que se trata  de un artefacto mecánico…tiene la estructura celular básica de las plantas e incluso de los arboles que hay aquí.

-Interesante -murmuró con sequedad- ¿Quiere decir que se trata de una planta?

-Lo que pienso señor es que todo lo que vemos son copias multicelulares, las plantas, la gente…todos están siendo fabricados.

El la miró sorprendido y desconcertado.

-¿Por quién? ¿Y  por qué? ¿Y por qué esas cosas en particular?

-No lo sé capitán. Lo que sé con seguridad es que actúan como sujetos reales, tan buenos y tan malos como ellos.

-Muy bien -declaró en tono autoritario-. Ya he oído su  teoría. ¿Qué es lo que piensa usted de todo eso, señor Meléndez?

El hombre se encogió de hombros. Luego se oyó gritar a Rodríguez:

-Capitán…Capitán…

Él levantó la vista, y al ver los gestos que éste hacía, se acercó.

-¿Y el cuerpo del señor García? -preguntó el capitán al llegar al lugar-.

-No está,  ha desaparecido, señor. Por eso le he llamado.

-Eso no puede ser, empiezo a estar harto. ¡Maldita sea!  ¿Qué pasa aquí, eh? -dijo mirando a la señorita Mendoza-.

-Capitán…Capitán…mire -dijo Meléndez, señalando el claro del bosque-.

-¿Qué pasa ahora?

-El caballero negro también ha desaparecido, señor.

-¡Maldición!  Señorita Mendoza, es usted la única científica de que dispongo. ¿Puede usted explicar eso?

La joven se enderezó y lo miró preocupada.

-Señor, en este momento mi análisis podría parecer poco científico.

-¡La muerte del señor García es un hecho científico, señorita!

-Hay una remota posibilidad pero es muy remota y va a parecerle increíble. Verá señor, cuando apareció aquel Don Juan, el que se propasó conmigo,  yo pensaba en un paseo romántico cogido de su mano. Ahora mismo, cuando surgió este caballero con armadura negra estaba pensando en lo romántico de los cuentos de caballeros y doncellas. Cuando al señor García se le aparecieron el enorme conejo blanco con chaleco y la niña rubia él, según me dijo, pensaba en el cuento de Alicia en el país de maravillas. Señor Rodríguez, ¿usted en que pensaba en el momento que encontró el castillo?

-Yo…estaba pensando en…en… ¡coño!... pensaba en castillos…castillos medievales, con almenas y puentes levadizos.

-¿Entiende capitán? ¿Ve donde quiero ir a parar?-dijo ella mirandolo-.

-No me lo puedo creer…entonces…lo que pensamos…cualquier cosa que pensamos o deseamos….

El capitán estaba agitado. Caminaba de un lado para otro intentando ordenar sus pensamientos, y de pronto, dijo:

-Señor Rodríguez, señorita Mendoza, señor Meléndez, concéntrense, no hagan preguntas es una orden. Y que nadie hable, que nadie respire. Que nadie piense. Concéntrense solo en una cosa, solo una. Concéntrense.

En ese momento una luz general invadió el lugar, y de detrás de unos arbustos surgió una figura de aspecto seráfica. Era un hombre maduro con el pelo blanco y una amplia sonrisa. Llevaba una túnica y una toga de color blanco alba con bordados de palmas de oro. Al darse cuenta el señor Rodríguez de esta presencia extraña y viendo que los demás absortos en sus pensamientos no se habían percatado de la misma, carraspeó ligeramente para llamar la atención.

-Ejem…ejem…Capitán…capitán…

El capitán se giró y vio acercarse esa misteriosa persona.


-¿Quien es usted? -preguntó-.


-Me llamo Methmoon, soy el encargado de este lugar, capitán Cortés.

-¿Conoce mi nombre?

-Por supuesto, y el de todos. El señor Rodríguez, el señor Meléndez,  la señorita Mendoza-dijo señalando a cada uno de nosotros-. Acabamos de descubrir que no lo han comprendido-añadió-. Estas experiencias eran para distraerles.

-¿Distraernos? Le llama distracción a lo que nos ha pasado -dijo el capitán-.

-Tranquilos,  nada de esto es permanente. Aquí solo tienen que imaginar lo que desean…antiguos deseos que tienen por cumplir, nuevos, cualquier cosa, miedos, amor, triunfos…cualquier cosa que deseen puede suceder.

La señorita Mendoza se quedó un momento pensativa y dijo:

-Se trata de un parque de diversiones, capitán.

El la miró sorprendido.

-Por supuesto. Esta isla fue construida para que nuestra raza viniera a jugar -añadió Methmoon.

-¿Su raza? ¿Jugar? –Preguntó atónito el capitán-.

-Si, jugar, señor -interrumpió la señorita Mendoza-. Cuanto más compleja es la mente, mayor necesidad hay de la simplicidad de un juego.

-Exactamente, es usted muy perspicaz señorita -dijo Methmoon-.

-Aun así no puedo explicarme la muerte de mi biólogo, el señor García –replicó visiblemente cabreado el capitán-.

-Posiblemente porque nadie ha muerto, capitán…mire -dijo la señorita Mendoza señalando con la mano a su derecha.

-¡Señor García! -exclamó sorprendido el capitán-.  Pero…pero, ¿no estaba usted muerto?

-Eso creía yo también, señor. Me llevaron debajo de la superficie para hacerme unas reparaciones. Es increíble, tienen una compleja fábrica allí abajo. No lo creerá, pero pueden construir cualquier cosa inmediatamente.

-¿Y, como explica esto? –Preguntó la señorita Mendoza señalando a las dos preciosas chicas que me acompañaban cogidas de mi brazo-.

-Ejem…bueno…verá…yo, estaba allí abajo...pensaba en un pequeño cabaret que conozco en Barcelona…y… en dos chicas del coro que conocí…y…bueno, aquí las tiene…ejem…pero eso no es importante, lo importante es que estoy vivo, ¿no?

-Yo también estoy viva, a ver cuando se da usted cuenta…señor García -contestó ella separando a mis dos acompañantes de forma poco cordial y cogiéndome por la cintura.

-Ejem…sí, claro,  usted también está viva señorita Mendoza….ejem... Bueno chicas supongo que aquí se acaba todo…

Todos sonrieron, inclusive el capitán. Había quedado claro que la señorita Mendoza no quería competencia y así lo dejó patente.

-Sentimos que algunos de ustedes hayan pasado un mal rato -dijo Methmoon-.

-Dice usted que su gente construyó todo esto… ¿Y quiénes son su gente?

-Tengo la impresión de que su raza aún no está preparada para comprendernos, capitán.

-Estoy de acuerdo -dije yo, asomándome al abismo profundo de los ojos de la señorita Mendoza-.

En ese momento, sonó un ruido crispeante y espectral. Era la radio que volvía a funcionar.

-Diga, aquí el capitán.

-Aquí el alférez Hernández. Las comunicaciones vuelven a estar restablecidas, señor, ¿necesitan ayuda?

-No, todo está en orden alférez Hernández. Ya le contaré.

Methmoon, el encargado de la isla miró al capitán y le dijo sonriendo:

- Si quieren y toman precauciones, esta isla  podría ser un lugar de diversión ideal para su gente… ¡si lo desean, claro!

Yo asentí con la cabeza y dije:

-Creo capitán que es una buena idea.

Él sonrió brevemente y dijo:

-Alférez…comiencen a desembarcar, y diga a los miembros de la  tripulación que se preparen para las mejores vacaciones que jamás han tenido…capitán, corto y cierro.

(Continuará...)

19 septiembre 2012

La isla misteriosa (III Parte)


Hacía ya unas cuantas horas que caminábamos en dirección a un colosal volcán que sobresalía por encima del horizonte de esta misteriosa isla en medio del mar antártico. Los rayos del sol caían con violencia sobre nosotros, como un vapor de luz deslumbradora que cegaba la vista y agobiaba el cerebro con su trémulo brillo.
 Parecía que la  fuerte interferencia que anulaba nuestras comunicaciones emanaba de su interior;  este volcán era como una emisora de radio natural, o eso pensaba yo.
El capitán no contemplaba nada de esto.  No había dicho palabra, ni siquiera para ordenarnos nada. Cosa preocupante. Es como si no albergase esperanzas de ver de nuevo el mundo conocido. Por fin abrió la boca y me dijo:

-Señor García vuelva a comprobar todos los canales.

-Los he comprobado capitán, pero no hay respuesta. Con el debido respeto solicito permiso para descansar un poco. Estamos todos agotados.

-Apoyo la petición del señor García -dijo Meléndez-.

-¿A que estamos esperando?-añadió la señorita Mendoza-.

-La decisión debo tomarla yo -replicó el capitán-.  Tengo que responder de la seguridad de todos ustedes y este lugar no es seguro. Señor García, describa sus descubrimientos geofísicos de este volcán -dijo señalando la cumbre humeante-.

-No he detectado ningún tipo de vegetación peligrosa, tiene una elevada temperatura, grandes columnas de humo, vida animal nula,  y la atmósfera tóxica en su interior resulta absolutamente mortal para cualquier forma de vida conocida hasta ahora.

-¿Cuanto tiempo pueden resistir ahí adentro un grupo de personas sin protección?

-No demasiado.

-Capitán, Mire -dijo Rodríguez señalando una flecha y un  mensaje escrito con piedras blancas a pocos metros del sendero angosto por el que caminábamos-: “Bienvenidos y felicitaciones”.

- ¿Es una broma?-pregunté sorprendido-.

-Escuchare cualquier teoría señor García…cualquiera-me dijo el capitán-.

-Una cosa resulta evidente en esta isla existe vida-contesté-.

-Tiene razón, vamos a seguir este  camino-dijo señalando la flecha. Rodríguez, vaya delante.

Llevábamos unos minutos siguiendo el nuevo sendero cuando Rodríguez gritó:

-Capitán… señor García…  mire.

-¡Dios mío! ¿Qué es esto? ¿Dónde estamos? –dije yo desconcertado-.

Ante nosotros se levantaba una alta y gruesa muralla. De trecho en trecho, se intercalaban torreones, y al pie de la misma y rodeándola un foso con agua. Era un castillo medieval. En el centro de la muralla se veía un puente levadizo. Estaba bajado pero una pesada reja rematada abajo en puntas cerraba el paso. Al aproximarnos, se elevó para permitirnos entrar. Eso hicimos. En medio del patio de armas se levantaba la torre principal: la Torre del homenaje,  la que servía en la edad media  de residencia del señor y cumplía con las funciones más destacadas del castillo, albergando las estancias personales.
Nos dirigimos asombrados a la puerta de la torre. El capitán cogió el enorme picaporte y la abrió.
Nos quedamos mirando, paralizados,  al hombre que estaba de pie en la gran sala, y a mí el corazón me dio un vuelco. Aquél  hombre era un tipo bajo y bastante rechoncho, vestido  con un manto pesado, tipo alifate, hecho con pieles de comadreja y una túnica de cara seda coloreada, decorada con tiras bordadas sobre los puños y mangas. El hombre levantó la vista, tenía la cabeza cubierta por un sombrero de ala ancha y una sonrisa de oreja a oreja.

-Bienvenidos a un pequeño remanso de paz en mi tormentosa y pequeña isla de Volcano. Deben de perdonarme la manera en que les he atraído aquí, pero cuando he sabido de su desembarco,  la verdad es que no he podido resistirme.

-Soy el capitán Cortés, del barco Nuestra señora de los Dolores -contestó secamente el capitán-.

-Ah, así que usted es el capitán de estos valientes caballeros. Reciba mis más efusivas felicitaciones. No saben cuanto les agradezco a todos ustedes esta visita. Es absolutamente maravilloso.

-¿Quien es usted? -pregunté yo confundido-.

-Vizconde  Arnaud du Grandmanoir. A sus servicios señores,...mi casa es su casa.

Moví la cabeza, me acerqué a la oreja del capitán y le murmuré en voz baja:

-Fíjese en todo lo que nos rodea, capitán; la época, esta sala de cuento de hadas con sus paredes redondas, cortinajes de terciopelo grueso, los muebles, el vestuario: estos objetos existieron en la tierra hace muchísimos años, ¿como ha podido reproducirlos tan fielmente?

-Pues muy fácil -contestó el misterioso personaje,  demostrando su fino oído-  he estado observando los avances de su activa historia.

-Lamento decirle que ha estado observando los avances de hace 700 años -replicó el capitán con ironía-.

-¿De veras?… ¿he cometido un error en el tiempo? Un descuido imperdonable. Yo solo deseaba que se sintieran como en casa.

El capitán frunció el ceño, clavó su mirada en el Vizconde e intentó decir algo:

-Vizconde Arnaud du Grandmanoir, nosotros…

-Oh, por favor, puede llamarme señor Vizconde a secas –interrumpió él,  sonriendo-.

El capitán carraspeó.

-Señor Vizconde ¿puede decirme por qué nos ha hecho venir hasta aquí?

-Verá Capitán, acabo de terminar mis estudios sobre su curiosa y fascinante sociedad. Han llegado aquí en el momento más oportuno. Hábleme de sus campañas, de sus batallas…sus misiones de conquista…

-¿Nuestras misiones de conquista? -Interrumpió el capitán atónito-. Nosotros somos pacíficos, cuando batallamos es porque no queda otra alternativa…

-Jajaja…Esa es la versión oficial, ¿no? –replicó él-.

-Le ruego…no, le exijo que desbloquee las comunicaciones y nos deje regresar a nuestro barco -añadí yo-.

-Ah, no, eso ni lo sueñen. Deben quedarse a almorzar conmigo. Tienen que contarme todas las atrocidades y asesinatos que cometen en el campo de batalla. ¿Saben que ustedes son una de las pocas especies que todavía se matan entre sí?

Miré pensativo al capitán, le cogí del brazo para acercarlo a mí, y le dije al oído:

-Este tío está más loco que un marciano, capitán. Se cree un caballero de la Francia medieval.

-Ya lo veo ¿Tiene algún plan especial en mente, señor García?

Yo asentí con la cabeza y dije:

-La verdad es que sí. Vayamos a por él , le pateamos el culo y lo mandamos de regreso a su mundo. Estamos en superioridad numérica.

El se quedó un momento pensativo.

-No cometamos tonterías. Nunca ha compensado hacerse el héroe. Este tipo debe poseer un poder especial. No se hace aparecer un conejo gigante, una niña rubia,  un Don Juan y un castillo medieval en medio de una isla perdida en el océano antártico si no se tiene algún poder extraordinario. No tenemos elección. Vamos a seguirle el juego, de momento. Seamos amable.

-Supongo que tiene razón - asentí yo de mala gana-. Pero si ese plan falla, ya sabe...

El misterioso personaje por su parte, haciendo caso omiso de nuestros murmullos miró al capitán y dijo:

-¿Vous parlez français mon capitaine?

-Un poco, viví en Francia durante unos años.

-Ah, Monsieur, vive la gloire, vive Bayard. Sabe, admiro mucho al Chevalier Bayard.

-Interesante -murmuró el capitán con sequedad-. Bien, permítame que le presente a nuestro biólogo, el señor García, el oficial de comunicaciones, señor rodríguez, y nuestro timonel, el señor Meléndez.

En vista de mantenerla alejada del punto de mira y de la atención de este presunto loco, el capitán obvió presentar a la señorita Mendoza.

-Ajá… ha estado usted muy descuidado en sus obligaciones sociales capitán; no me ha presentado a la parte más encantadora y atractiva de la expedición-dijo acercándose a ella con una sonrisa delatora y maliciosa.

-Está bien. Este es el Vizconde Arnaud du Grandmanoir –dijo el capitán  mirando a la señorita Mendoza y señalando con la mano al Vizconde.

-Señor Vizconde  a secas-interrumpió él-.  pero si lo prefiere puede llamarme el escudero solitario de Volcano…señorita....

-La señorita es la ayudante de nuestro biólogo: la señorita Mendoza –añadió el capitán  secamente-.

-Aaah –replicó él cogiendo su mano- posee los ojos de una diosa y la belleza de Elena, la  que lanzó miles de naves y quemó las torres  destronadas de la inquebrantable Troya. Rubia Elena, su perfume me inunda la cabeza y siento una excitación desconocida; hágame mortal con un beso -añadió acercando sus labios a los de ella-.

La señorita Mendoza hizo una mueca de desdén.

- Ejem...ejem…esta señorita no tiene nada que ver con Elena, ni con Troya, señor Vizconde -replicó el capitán mientras extendía  una mano y la cogía por la muñeca para alejarla de él.

El Vizconde miró el rostro de la señorita Mendoza, siguió su mirada, y suspiró sonoramente.

-En fin, bienvenidos a mi humilde isla, doctos y honorables caballeros…y señorita-dijo inclinándose-.

El capitán lo miró con aire interrogante y dijo alzando la voz:

-¡Ya está bien! ¿Esta bromeando, verdad? Estamos atrapados en su isla, sin poder comunicarnos con nuestro barco…Y…Y… todo esto…todo esto…es…es, imposible…del todo irreal…es como si…

-Oh, capitán, está teniendo una reacción típica de su especie…en cuanto no entienden algo empiezan a gritar y desconfiar de todo. Y ahora le anticiparé su próxima pregunta: quiere saber como he conseguido hacer esto, ¿no?

-Exactamente.

-JajaJa…nosotros, lo que significa yo y otros, para simplificar, hemos perfeccionado un sistema por el que transformamos la materia en energía y,  de nuevo en materia. Pero no solamente transportamos materia de un sitio a otro sino que además cuando queremos alteramos su forma.

-¿Este castillo lo crearon alterando materia de esta isla? -pregunté yo incrédulo-.

-Exacto.

-Comprendo -interrumpió el capitán-…pero como pudieron…

-Querido capitán, sus preguntas se están volviendo aburridas. Solo quiero que sean felices, libérense de sus problemas y disfrutemos juntos en nombre de la camaradería, ¿no les parece?

-Ni hablar. Venga vámonos -nos dijo el capitán dando un paso atrás-.

El Vizconde apretó la mandíbula.

- No, no,  no… no sean tan mal educados, no pueden irse. Como me temía ustedes necesitan que les demuestre mi autoridad. Y eso haré si no se sientan a comer conmigo -dijo el Vizconde mostrando la  gran mesa con todo tipos de manjares y bebidas que estaba tras de él. Hasta ahora han podido disfrutar  de la atmosfera agradable de esta  isla dentro de mi influencia benigna, pero no se crean que es su estado habitual. Así que será mejor que de ahora en adelante se comporten, porque si no voy a enfadarme mucho.

Empezaba a preguntarme si habíamos hecho bien al desembarcar en esta maldita isla. Además, tenía el presentimiento de que sería muy difícil deshacer el error. El señor Vizconde Arnaud Du Grandmanoir  no parecía la clase de hombre que fuera a permitir fácilmente que lo abandonáramos en mitad de lo que él esperaba fuera una gran recepción.

(Continuará…)

16 septiembre 2012

La isla misteriosa (Parte II)


Estar en aquella isla misteriosa era como volver a los inicios de la creación, al Génesis,  cuando la vegetación estalló sobre la faz de la tierra y los árboles se convirtieron en reyes. Un gran silencio, una selva impenetrable. El aire era caliente, denso, pesado, embriagador. Aquel camino corría desierto, en la penumbra de las grandes extensiones.  Era tan fácil perderse en aquel lugar como en un desierto, y tratando de encontrar el rumbo se chocaba todo el tiempo contra el gran muro de vegetación, una masa exuberante y confusa de troncos, ramas, hojas, guirnaldas, era como una tumultuosa invasión de vida muda, una ola arrolladora de plantas, apiladas, con penachos, dispuestas a derrumbarse sobre nosotros, a barrer nuestra pequeña existencia. Todo aquello era grandioso, esperanzador, mudo, hasta que uno llegaba a tener la sensación de estar embrujado, lejos de todas las cosas conocidas...en alguna parte... lejos de todo...tal vez en otra dimensión.

El ruido agudo de la radio me sacó de mis pensamientos. Era la voz del capitán.

— ¿Señor García, va todo bien?

— Si señor hemos completado la recogida de muestras.

— Bien es suficiente,  llévenlas al punto de encuentro. Ahí le estaremos esperando. He desembarcado con la señorita Mendoza y dos tripulantes.

— ¿La señorita Mendoza... mi ayudante? —pregunté sorprendido—.

— Sí, insistió en acompañarnos.

— Está bien, voy para allá.

De regreso cogí un atajo y llegué donde  estaban en poco tiempo.

— Una isla muy tranquila, Señor García,  después de lo que hemos pasado resulta muy difícil creer que exista un lugar tan bonito  —dijo el capitán al verme llegar—.

— Es hermoso, sí,  y tranquilo—repliqué yo—.

— Señor García, ¿le han contando algún chiste de conejos últimamente?

— Sí, de hecho sí, pero esto no es ningún chiste capitán, mire aquí —dije señalando unas huellas—. ¿Qué le parece esto? ¿Vi lo que vi… o… tal vez aluciné? Eche un vistazo, quiero su opinión.

Él se agachó y miró.

— Huellas…por la forma podrían ser de conejo, sí. Pero su tamaño es  anormalmente grande. Y dígame señor García, ¿el señor Meléndez confirmará lo que usted vio?

— Negativo, en ese momento estaba examinando la flora.

— ¿Donde está ahora Meléndez?

— Recogiendo muestras, señor.

El capitán con cara de preocupación llamó por radio al barco.

— Aquí el capitán, ¿han hecho ya los preparativos para desembarcar?

— En este momento están terminando, señor.

— Transmita este mensaje al alférez Hernández y a toda la tripulación: permanecer a la espera, no abandonen el barco.

— Pero señor, ¿va a denegarles el desembarco? Llevan semanas sin tocar tierra —interrumpí yo—.

— Usted señor García, es el biólogo, puede explicarme esto —dijo señalando las enormes huellas de conejo—.

— Yo…no.

— Yo tampoco, y hasta que no sepa qué está ocurriendo aquí, nadie más desembarcará. Por cierto, ¿donde está el resto de la expedición?

— Están todos en un radio de 1 km inspeccionando el lugar, señor.

En ese momento se oyó el ruido atronador de un disparo. Corrimos todos hacia el lugar de donde provenía, y vimos a Rodríguez, otro miembro de mi equipo.

— ¿Pero que está haciendo? —Preguntó el capitán—.

— Puntería señor. ¿No es bonito? Dijo mostrándonos una pistola de duelo del siglo XVIII. No tengo nada parecido en mi colección.

—¿De dónde coño la ha sacado, señor Rodríguez? —preguntó el capitán—.

— La he encontrado, es una rara coincidencia porque justamente estaba pensando en pistolas, y siempre he querido tener una de estas. No se lo van a creer, la encontré ahí tirada. Una pistola de duelo del siglo XVIII. Y en buenas condiciones. No se ha hecho nada parecido en un par de siglos.

— Señor Rodríguez, deme eso —dijo el capitán—.

— ¿Sabe señor que dispara balas redondas propulsadas por gases expansivos a partir de una explosión química?

— Me parece señor Rodríguez que el aire libre le ha puesto eufórico.

En ese momento, la señorita Mendoza que había permanecido callada señaló un camino de tierra que estaba a dos metros de nosotros.

-—Mire señor, mas huellas. Parece que el conejo del señor García vino de allí.

— ¿Está seguro señor García que en la primera inspección no detectaron vida animal? —Me preguntó el capitán con cara seria—.

— Absolutamente señor, no hay aves, mamíferos, insectos, nada. Estoy convencido de que algo extraño está pasando.

— Esto se está convirtiendo en una expedición de reconocimiento  muy poco corriente —contestó él—.

— Podría haber sido peor, señor—repliqué yo—.

Me miró sorprendido y sonrió con sequedad.

— Sí… ¿Cómo?

— Podría haber visto usted el conejo-contesté riendo-.

— ¿Qué  le pasa García, tiene manía persecutoria?

— Bueno, empiezo a sentirme un poco acechado si es a lo que se refiere.

— Me gustaría creer que se trata de una broma— dijo el capitán—. Bien, vamos a ver qué está pasando aquí. Señorita Mendoza, acompañe al señor Rodríguez, averigüe de donde vienen las huellas de ese maldito conejo gigante. Señor García, usted acompáñeme seguiremos las huellas de la niña rubia que según usted le perseguía.

— Muy bien señor,  el asunto del conejo y la niña rubia se ha convertido en un asunto personal — repliqué yo—.

Nos separamos, pero a los pocos minutos oímos un grito espantoso. El capitán se volvió hacia mí y me preguntó:

— ¿Qué ha sido eso?

— Es mi ayudante, la señorita Mendoza —contesté alarmado—.

Y salimos corriendo en dirección a los gritos. Cuando llegamos al lugar, la vimos sollozando, el vestido desgarrado y tapándose el pecho con la mano.

— ¿Qué  ha pasado? —le pregunté—.

— Oooh, no lo sé... no lo sé — dijo vacilando y  llorando— bueno si que lo sé…yo estaba siguiendo las huellas y allí estaba él — añadió balbuceando —.

— ¿Quien? — preguntó el capitán—.

— Él —replicó ella sin dejar de llorar—.

— Ya basta, señorita Mendoza. Es suficiente, tranquilícese — dijo en un tono carente de calidez o de paciencia—. Quiero que me explique todo.

Ella levantó la vista y  se dio cuenta por primera vez de lo fríos que podían ser los ojos del capitán en situaciones extremas.

— Tenía un reloj y una caja de joyas. Iba vestido como Don Juan Tenorio, y era igual que él. Capitán sé que parece increíble, pero no lo he imaginado. Como tampoco he imaginado esto — dijo enseñando su vestido roto—.

— ¿Don Juan Tenorio?

— Así es —sollozó ella—. Sí…sí…pasear por aquí es como pasear por un cuento. Yo iba pensando que a cualquier chica le gusta Don Juan…Y...pensaba con quien me gustaría estar paseando cuando…

—Comprendo —dijo él sonriendo—.

A la señorita Mendoza  no le gustó la sonrisa burlona del capitán. La puso nerviosa y eso la irritó. Para terminar de empeorar las cosas, no podía negar que además se sentía físicamente atraída por él.

— Bien ¿Algo más? Por cierto el señor Rodríguez estaba con usted, ¿donde está ahora? — le preguntó—.

— Salió tras él — contestó ella secamente—.

La investigación en esta isla era cada vez más sorprendente. Veíamos cosas que eran imposible que existieran. Aunque parecían absolutamente reales. En ese momento se oyó la voz de Rodríguez por la radio.

— Rodríguez a capitán…Rodríguez a capitán…

— Sí, rodríguez, ¿donde está?

— Señor, salí corriendo tras ese Don Juan, y lo perdí. Pero no va a creerse lo que acabo de ver: una bandada de pájaros.

— No le gustan los pájaros señor rodríguez?

— Si me gustan señor, pero en nuestra inspección preliminar no hemos encontrado rastros de vida animal y…

— Entonces —interrumpió el capitán—  está claro que la inspección preliminar fue defectuosa. Es muy evidente que hay vida animal en esta isla.

El capitán me miró pensativo y me dijo:

— Señor García, reúna a todo su equipo en el claro del bosque. Necesitamos una explicación a todos estos hechos inverosímiles. Ah, y llame al  alférez Hernández que sigue en el barco, para saber si todo va bien allí.

— Está bien señor.

Me dirigí al borde de la densa vegetación, a la maleza, hacia el resplandor del sol, buscando las condiciones óptimas para realizar la llamada

—Aquí García llamando a alférez Hernández…García llamando a alférez Hernández…García llamando a alférez Hernández…

No había respuesta. Un tipo de energía altamente sofisticada que aumentaba parecía afectar a nuestras comunicaciones.

— ¿Qué pasa señor García? –preguntó el capitán inquieto-.

— No lo sé señor, es como si una energía desconocida afectara la comunicación.

— ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Puede detectar la fuente?

Algo me decía que esa misteriosa energía no era de origen natural. Y mis presentimientos casi siempre resultaban acertados.

— Es extraño señor, creo que surge de debajo de la superficie, parece que existe un tipo de actividad subterránea.

Es curiosa la vida. Ese inexplicable acomodo de lógica implacable con propósitos triviales! Lo más que de ella se puede esperar es cierto conocimiento de uno mismo que siempre  llega demasiado tarde. Una cosecha de interminables penitencias. He luchado a brazo partido con toda clase de sinsabores. He estado en mil aventuras, he surcado los siete mares. He peleado con la muerte. Es la contienda menos estimulante que podéis imaginar. Tiene lugar en un gris impalpable, sin nada bajo los pies, sin nada alrededor, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin un gran deseo de victoria, sin un gran temor a la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo. Si tal es la forma de la última sabiduría, la vida es un enigma mayor de lo que alguno de nosotros piensa. Me hallaba a un paso de aquel trance y sin embargo descubrí, con humillación, que no tenía nada que decir. Por esa razón afirmo que el Capitán era un hombre notable. Él tenía algo que decir. Y lo dijo.

— Muy bien —declaró en tono autoritario—. Si existe esa energía misteriosa, si emana de debajo de la superficie, la encontraremos. Aunque tengamos que llegar al centro mismo de la tierra, o al mismísimo Infierno.


(Continuará…)

15 septiembre 2012

La isla misteriosa.


Era un domingo por la tarde. Disponía de tiempo y decidí acercarme al mar para mirarlo a  los ojos y atravesar sin brújula la rosa de los vientos. El Mar es la madre de la aventura; el padre es el Tiempo. Eso había leído en algún libro de Salgari.
Paseaba, mis pies manchados de arena,  por una cala recóndita y tranquila. Recuerdo que mi alma errante y solitaria estaba dilucidando entre dos encrucijadas mientras  mis ojos vagaban entre el éxtasis de lo efímero y las brumas de la incertidumbre, cuando del borde del trozo de tierra estéril que lindaba con el débil oleaje de crestas redondeadas que rompían suavemente,  emergió una botella, de vidrio oscuro, gastada y envejecida. Me agaché, la cogí y vi que no estaba vacía. Que llevaba algo dentro. A simple vista parecía un legajo enrollado. No me lo podía creer. Y si…no…no podía ser. Mi corazón pesaba y bombeaba lentamente. Me dirigí a unos riscos cercanos y rompí la botella contra una  enorme piedra. Recogí el viejo legajo de  entre los trozos de cristales, me senté en una roca y empecé a leer:

Sospecho que nadie va a creer esta historia que voy a relatar. Incluso a mi me parece increíble que todo lo que he pasado, todas esa experiencias extrañas y terroríficas ocurrieran dentro de un límite de tiempo tan corto. Todo empezó un día de finales de Octubre del año 1922 al llegar cerca del paralelo 60 sur, el que marca el límite norte del océano antártico.

Había  oído hablar de un  tal  Cardini un navegante italiano. Dijeron que siguió a Cook en 1721, pero todo el mundo se burló de sus declaraciones. Recuerdo haber leído en su libro la descripción de un continente desconocido en aguas del antártico. Sus costas eran rocosas e inhóspitas, sin playa ni bahías donde poder atracar, no había señales de vida, la bautizó con su apellido, y luego se marchó. Creo que ahora nos encontramos ante la costa de ese continente que no aparece en ningún mapa y que ha sido olvidado durante doscientos años.

Llevábamos tres semanas sin brújula, perdidos, el carburante se acababa. Éramos una tripulación cansada. Tendremos que hacer lo que él no pudo, buscar un sitio para atracar o moriremos.
Como biólogo de la expedición, el capitán me mandó junto a cuatro marineros a recoger muestras, cualquier cosa,  un trozo de hierba, de matorral, pétalos de flores, plantas varias, con todo ello podremos conocer toda la biología de esta tierra desconocida-me dijo-.

Era una isla  muy parecida a Borneo, de dónde veníamos, y eso no encajaba con la latitud. Era como un parque precioso, verde, lleno de flores, de arboles de silencio, una invitación al descanso. Casi parecía irreal. Todo era precioso con una única salvedad: no había gente, ni animales ni tan siquiera insectos.


-¿Cree usted que el capitán va a autorizar que desembarquemos? Me preguntó Meléndez, el segundo de a bordo que me acompañaba en esta expedición de reconocimiento.

-Depende de mi informe. Realmente hay que ver este lugar para creerlo. Parece sacado de Alicia en el país de las maravillas .El capitán tiene que verlo.

Terminé de decir estas palabras cuando oí una voz a mis espaldas:

-Oh, por mis orejas y bigotes, llego tarde.

Me giré y vi un enorme conejo blanco vestido con chaqueta y un chaleco de color rojo. No me lo podía creer. Quedé atónito y paralizado durante unos segundos. Tenía la boca seca y el pulso acelerado. Y lo vi alejarse entre los árboles. A los poco segundos, oí otra voz:

-Disculpe señor, ¿ha visto un conejo blanco bastante grande con un chaleco y un reloj?

Me froté los ojos, de pura incredulidad. Era una niña rubia vestida con un vestido azul,  bordados con motivos rurales y conejos dibujados en el dobladillo.  

-Por allí –dije señalando el sendero por donde vi desaparecer el enorme conejo blanco.

-Muchísimas gracias-contestó-.

Y desapareció por el mismo sendero que el conejo blanco con chaleco rojo.
 Estupefacto  y alucinado llamé a Meléndez y al resto de los marineros que estaban dispersos recolectando muestras.

-¿Qué sucede…qué ha pasado? Me preguntó Meléndez.

-¿Los ha visto?- le pregunté-.

-¿Ver qué? Yo no veo nada. ¿Qué pasa señor García?

En vista de que ninguno había visto nada, decidí llamar por radio al capitán.

-¿Capitán va usted a venir?

-Por ahora no creo, ¿por qué?

-Bueno, o bien nuestros hombres están intoxicados por la belleza, o yo no estoy calificado para esta misión.

-Explíquese.

-En esta isla que se supone deshabitada, acabo de ver un conejo grande que se ha sacado un reloj de oro de su chaleco diciendo que llegaba tarde.

El capitán carraspeó.

-Esto está muy bien señor García  y supongo que detrás del conejo vio a una niña rubia, ¿verdad?

-Ajá…de hecho, sí….Y desaparecieron por un sendero detrás del bosque.

-Muy bien señor García, cuando termine su informe vuelva a llamar y lo estudiaré….

Por una circunstancia que desconozco la radio quedó abierta y pude oír al capitán hablar con el doctor de a bordo:

-¿Tiene algún problema mental nuestro biólogo, el señor García?

-En su última revisión mostraba síntomas de estrés y fatiga, reacción temporal entre 9 y 12 por ciento, índice asociativo por debajo del tres.

-Ese índice es muy bajo.

-Sí. Se ha vuelto bastante irritable, se niega a hacer reposo y a la rehabilitación. Está claro que está pasando por un mal momento.

-Está bien doctor. La patrulla que he enviado a la isla  no ha encontrado animales tan solo paz, sol y aire limpio. Pero el señor García dice haber visto un enorme conejo blanco con chaqueta y chaleco rojo. Creo que la isla parece inocua, probablemente lo es, pero antes de hacer bajar a los hombres quiero pruebas concretas. Prepare una chalupa, elija a tres tripulantes armados y llámeme cuando esté listo. Vamos a ir a ver lo que ocurre en esta misteriosa isla.

(Continuará…)

09 septiembre 2012

El primer despertar...


A veces me pongo a pensar...

¿En este momento donde estará, qué vida llevará?


El recuerdo del primer despertar en ese mundo maravilloso de los afectos,  sentimientos y emociones nos deja una marca indeleble, como un tatuaje  en el alma y el corazón.

Sí, ese primer despertar es aire, es vida, pero en esencia es un momento en el tiempo que alimenta el espíritu el resto de nuestras vidas.
Todos conservamos en la memoria ese momento mágico cuando una mirada, una sonrisa  bella,  fuerte,   nos bañó el alma, enervó nuestro ánimo y  nos marcó para siempre. Lo que nos da nostalgia sobre ese momento de nuestras vidas es recordar una inocencia que hoy está por completo extraviada o convertida en otra cosa. Detalles como el nombre de ella no son lo importante, unos lo olvidan, otros no, pero lo verdaderamente memorable son esos iniciales calambres y convulsiones estomacales que te hacen darte cuenta, con sorpresa, de que el corazón no queda a la altura del pecho sino del estómago.

La historia que les quiero relatar hoy tiene que ver con eso.  Con el primer despertar, con la inocencia del primer amor.


El verano pasado viajé a Montcuq, un pueblo pequeño perdido en medio de una comarca de montañas de piedra blanca del departamento del Lot, en Francia. Un pueblo que de no ser por lo que les voy a contar no merecería permanecer en mi memoria.

Recuerdo que llegué temprano por la mañana. Las calles estaban vacías pero el “Café” de Pierrot estaba abierto, como siempre, y tal como lo recordaba, apegado al pasado y unido a la historia del pueblo. Su aspecto era el de las posadas de los viejos cuentos de caminantes,  construidas en piedra vermiculada. Me planté delante, las manos en los bolsillos. Lo observé y me pareció que el tiempo no hubiera pasado, que se hubiera detenido a la espera de mi retorno.  Allí era donde cada tarde, a las cinco y diez minutos, esperaba que mis padres vinieran a recogerme después de las clases.
Entré. Todo aquello estaba en la tranquilidad más absoluta. No se veía un solo cliente. De pie, tras la barra, de espaldas a la entrada, en la parte menos sombreada, donde su figura brillaba con un fulgor tranquilo y deslumbrante, solo atravesada por una estrecha faja de sombra oscura vi una mujer. Me acerqué, me senté en uno de los viejos taburetes de  madera, y ella se volvió a medias. Era una mujer que conservaba lo esencial de su anterior hermosura,  con una elegancia que sus  casi cincuenta años de edad no habían podido disminuir. Se notaba que  le habían enseñado de pequeña a ser elegante. Tenía una figura armoniosa, la frente inteligente, el pelo rubio platino, los ojos de un gris menesteroso que convocaban en aquelarre su mirada dulce y serena, pero con la agudeza que transmite la sabiduría y la experiencia. Aún se podía ver que conservaba gestos sensuales y azucarados. Nos miramos unos segundos sin decir nada y ella sonrío.
 Jamás había visto el universo  unos ojos tan bellos. ¿O sí?
En ese breve intervalo de tiempo, mientras la observaba,  viajé hasta mi infancia. La mirada de esa mujer me llevó hasta aquel pupitre irresistible y encantador  con sus huellas, besos y cicatrices,  que quedaron para siempre marcadas a lápiz o pluma en la vieja madera. Sí, era la misma mirada, la misma sonrisa de aquella chica que recordaba sentada en él. Tendríamos 11 años y toda la inocencia del mundo. Recuerdo que era el primer día de clase y que yo era nuevo en el pueblo. Nuevo una vez más. Cuatro colegios en dos años, y pocas ganas de hacer amistad con nadie. ¿Para qué? Si sabía que nada iba a ser diferente. Un colegio más, unas caras nuevas, y si te he visto no me acuerdo. Eso era lo normal para mí desde que mis padres por motivos laborales se veían obligados a cambiar cada poco tiempo de destino.
Recuerdo que me sonrió, se acarició el pelo, y me ofreció  un caramelo. Un caramelo. Así empezó todo, con un simple caramelo. Es curioso comprobar cómo con los más insignificantes gestos se pueden desencadenar las mayores turbulencias.

Yo traté de sonreír también, pero algo fallaba, me sentí atrapado,  paralizado por la emoción; pocas veces me había encontrado con una carga tan intensa en una solo sonrisa, una carga concentrada en ella como dicen que está la materia en el núcleo de algunas estrellas. De mi boca no salía nada, ni aire, ni una palabra.
De hecho en aquel instante mágico sobraban las palabras, porque una mirada también puede tocar, es más rápida y eficiente, llega a nuestro corazón mejor que nadie. Será por eso por lo que dicen que los niños hablan con la mirada…
Me acordé de muchas cosas, y sobre todo cuando los primeros días me escondía detrás de los árboles, en el patio de recreo,  para verla. Estaba siempre tan  llena de felicidad que robaba todos mis sueños, unos sueños que no quería que terminaran nunca. Y que terminaron cuando al finalizar el curso mis padres cambiaron  nuevamente de destino, truncando lo que para mí fue la más bella y efímera historia de amor.

Y ahora de nuevo, cuarenta años después, me sonríe. Me sonríe con esa mirada que no he podido olvidar. Me sonríe con la curva inocente y pícara de sus labios. No me basta el momento en sí. Lo quiero disfrutar. Pero al mismo tiempo no puedo sustraerme a la idea de que hay toda una vida flotando en el aire a nuestro alrededor que nos separa. Yo me doy cuenta que es ella, esa chiquilla que se sentaba a mi lado en aquel pupitre marcado con besos y cicatrices imborrables, y siento una punzada bajo las costillas al aceptar que ella no me ha reconocido. Es mejor así.  Sé que si no le digo quien soy, esos dulces ojos, limpios de malicia, rebrotaran en mis noches como un destello de luz y esperanza, como un último suspiro, hendido en mi memoria…

02 septiembre 2012

Un gran poder conlleva una gran responsabilidad.


Preguntaba Richard Bach el autor de Juan Salvador Gaviota: ¿No crees que ser curiosos es mucho más importante que ser parecidos? Y concluía: Porque somos diferentes podemos gozar la diversión de intercambiar mundos y regalarnos mutuamente nuestros afectos y nuestros entusiasmos.

Hace muy pocos días una buena amiga argentina, de Rosario, ciudad conocida como la cuna de la Bandera, y  médico pediatra para más señas, aprovechando el hecho luctuoso de que tiene un Blog medio dormido, me pidió de forma sibilina colaborar con ella, por aquello  de, palabras textuales suyas,” ser yo el mejor escritor con diferencia de los que ella conoce.”  Es claro que el hecho de trabajar a diario con seres inmaduros ha debido influir en su acertada elección. Pero como no quiero dejar duda alguna sobre lo que estoy declarando, y para que quede constancia escrita de que no miento,  les copio y pego la conversación tal cual se produjo:



Mi amiga: ¿Ton, tienes un momentito para dedicarme, mi amor?


Yo: Espera dos minutos que se me pega el arroz, ¿podrás esperarme mi  vida?


Mi amiga: ¿Dos minutos? ¡Y toda la eternidad,  mi amor! Ve, ve tranquilo, aquí estaré, mirando en la distancia hasta que en ella asomes.

Yo: Pues ya estoy aquí, tesoro mío, para lo que gustes mandar a este humilde y obediente feudatario tuyo.


Mi amiga: No tengo nada que mandarte, mi amor, me basta con saber que estás ahí e imaginarte, silente, demudada ante tu seductora presencia.


Yo: ¡Ay, qué bellas palabras! Si de tu boca pudiera beberlas me bastaría para saciar toda mi sed atrasada.


Mi amiga: Aunque... ya que tan amablemente te ofreciste a otorgarme un deseo...


Yo: Tus deseos son órdenes, amada mía.


Mi amiga: Pues tal vez, quizá,  me atreviese a pedirte que incidieses aún más en la huella que tu imagen provoca en mi memoria, en mi corazón, en mi sentimiento.



Yo: ¿Cómo podría hacer eso, mi cielo?


Mi amiga: Ay, ay, ay ¡Llámame atrevida!


Yo: ¡¡Atrevida!! ¿No era ese tu deseo? pues cumplido.

Mi amiga: No, no era ese. Quería acrecentar mis ya elevados niveles de percepción con los que inundas mi día a día, mi hora a hora, mi cada segundo, pleno de tu imagen. Y se me ocurrió que podrías colaborar conmigo en un Blog que tengo un poco dormido.


Bien, hasta aquí puedo escribir, el resto es muy íntimo y no viene a cuento. Ya han visto que no miento. La conversación existió,  la acaban de repasar.

Ya saben ustedes que el leer  todas las noches hasta altas horas causa estragos en las mujeres. Hace que tengan ideas raras. La idea de  mi amiga rosarina esta vez era la de hacernos ricos. Sí, ya sé que como idea no es muy novedosa, pero a ella se le ocurre cíclicamente y cada vez que lo hace tiemblan los cimientos del capitalismo. Dentro del mundo de los que quieren hacerse millonarios hay tres grupos. Están los japoneses, obsesionados con encontrar el tesoro que el General Yamashita escondió al final de la II Guerra Mundial en Filipinas. Luego los españoles, muchos más ambiciosos, guapos y altos, obsesionados con hallar el pecio del Galeón San José, el barco más cargado de tesoros (11 millones de monedas de oro valoradas, hoy,  en 6000 millones de Dólares) provenientes de las colonias, que salió desde el puerto de Cartagena hacia España el 7 de junio de 1708 bajo el mando del almirante José Fernández de Santillán, y hundido por barcos ingleses (siempre ellos, malditos sajones) en frente de la Península de Barú (actual mar de Colombia). Y finalmente los que quieren hacerse millonarios escribiendo en un Blog. Mi amiga pertenece a este último grupo. Recuerdo otra conversación en la que, toda excitada, vino  a decirme que si  colaboraba con ella  iba a ser maravilloso. Que nos íbamos a hacer ricos. Que el mundo de la cultura iba a rendirse ante nuestra obra cumbre. Ah, y recuerdo que esa misma tarde me dijo que se iba de compras a Loewe a cuenta de la inmensa fortuna que íbamos a amasar. 

Yo, hasta la fecha, lo más largo que había escrito había sido un poema de cuatro versos, un cuarteto creo que se llama, para una chica lituana que conocí en una tienda de “Todo a 1 euro”, así es que me hallaba algo desentrenado, como ustedes supondrán.

Pero con el arrojo que me caracteriza, pensé en recurrir a Jessica, mi vecina del quinto a la que se le dan muy bien estas chapuzas literarias y que se gana el sustento haciendo la calle, actividad en la que tiene mucha práctica y que le sale estupendamente por darse la circunstancia de dominar la lengua como ninguna otra.. Pero el caso es que no la hallé en su domicilio –quizá debido a que estaba justamente haciendo la calle– y tuve que desistir de mi empeño, pues el tiempo, y mi amiga argentina,  me apremiaban.

Por fortuna, la solución de mi dilema no se hizo esperar. Recibí la llamada de otra amiga, Melisa Felicidad Valdelamar, una mujer excepcional, siempre dispuesta a nuevas emociones y que parece ser el colmo de la exquisitez femenina. ¡Ah... tiene grandes tetas y también hace la calle!

 Como supuse, Melisa felicidad estuvo encantada con la idea. A ella mis ideas siempre le encantan, no sé por qué, y a mí me llena de orgullo y alimenta mi ego.

¿Qué mejor idea? -Pensé para mí-. Dos estupendos amigos con derecho a roce, escribiendo juntos su meliflua historia. Su sensibilidad y mis ideas, su delicadeza femenina y mi poder sintetizador y dominio de la palabra escrita. ¡Ah! El resultado prometía ser competente y prometedor.


Apagamos las luces y encendimos velas aromáticas, para lograr un efecto romántico más idóneo y nos sentamos en el sofá.  Muy juntitos. Ella sacó un bloc de color rosa de su bolso, cosa que me extrañó.


–Trae algo para escribir–. Y vamos a empezar-me dijo-.


– ¿Algo para escribir?


– ¡Claro! –repuso–. ¿No pretenderás que escribamos una historia muy romántica sin primero esbozar los personajes y hacer un borrador? Y yo no encuentro mi bolígrafo.


Yo he usado siempre ordenador para todo, hasta para hacer la lista de la compra. Así es que bolígrafos en mi casa no había.


–Bajo a la tienda de los chinos, no tardo nada –dije. Y me marché a comprar una caja de bolígrafos Bic de punta fina, por si la historia se alargaba más de lo esperado. Desafortunadamente los compré de color verde y, cuando regresé, Felicia se enfadó conmigo.


– ¡Si es que no sirves para nada, Ton! ¡Qué cabeza la tuya! ¿Por qué los has comprado de color verde? No sabes que el verde tiene poco contraste y daña la vista –rezongó, dándome un capón cariñoso como reproche.


-Pues el rey de España, Juan Carlos I, escribe en verde por aquello de que V.E.R.D.E es el acrónimo de Viva El Rey De España.


-El verde no sirve, Ton, y deja al rey que escriba como le dé la gana, que para eso es el rey. Yo me niego a escribir una historia de amor en verde. Hay que utilizar un color más oscuro, así que o ideas algo para aprovechar estos bolígrafos o bajas a la tienda a comprar otros.


- No te preocupes, Melisa felicidad, tengo una idea. De hecho no es mía,  la vi en un episodio de Mac Gyver.


Fui a la cocina, llené un cazo de agua, deposité los bolígrafos dentro,  en baño maría, y encendí la placa vitrocerámica. A no muy alta temperatura, para que el agua hirviera lentamente. Recuerdo que en aquel episodio Mac Gyver decía que las cosas una vez hervidas cambiaban de color.

El caso es que tras denodados esfuerzos, me quemé algunos cuantos dedos al remover los bolígrafos en el agua hirviendo, algunos de ellos hasta los nudillos, y finalmente al ver que se ablandaban y se retorcían, como los relojes de la fantasía onírica de la famosa pintura de Salvador Dalí,  en el agua hirviendo y, tras otra colleja de Melisa felicidad, esta menos cariñosa, desistí de culminar mi experimento, y decidí pasar al plan B. El plan B, no era otro que el plan A, o sea, mi plan inicial: escribir directamente en el ordenador.

Nos sentamos frente a la pantalla en blanco de mi PC.


–Bueno, empieza ya, no tengo toda la noche, ¡Coño! –me dijo ella, con la fineza que la caracterizaba.

Yo la verdad, confiaba en que empezaría ella. No se me estaba ocurriendo nada, como siempre,  y la situación comenzaba a hacerse de lo más embarazosa.


–A ver cariño, saca a relucir tu sensibilidad de mujer y veamos qué se puede hacer con ella –sugerí. Pero no se la veía muy animada, que digamos. Al contrario, pareció enojarse más aún y me dijo algo confuso sobre que no se puede esperar de un burro más que una patada y que no era así y algunos feminismos por el estilo.

La insté de nuevo a que empezara de nuevo y de nuevo se negó. Para salir del impasse del trauma de la hoja en blanco, trauma muy común en los grandes escritores, me sugirió otra táctica. Yo tendría que describir lo que sintiéramos. Así fue que lanzó sobre mí sus noventa kilos de redondeces (¿no sé si había contado antes este detalle?), comenzó a besuquearme apasionadamente hasta que adquirí un bello tono morado y, de un mordisco intenso y fogosamente turbulento, se me comió la mitad del bigote.


– ¡Uuuuuuuuuuuuuuuuaaaaaio! –grité yo, llorando de dolor.


– ¿No te inspira esto? –tuvo la osada desfachatez de preguntar, apretando sensual pero brutalmente mis partes pudendas. Y agarrándome la cabeza con las dos manos, me hizo sepultar el morro entre sus generosas tetas mientras gritaba: – ¡Escribe, escribe mamón! ¡Describe lo que sientes! Hoy me siento perra, como a ti te gusta. Estoy dispuesta para todos tus caprichos, para todo lo que me pidas o necesites ¡Esto es amor! ¡Inmortalízalo!


Yo, que tenía del romanticismo y del amor una idea evidentemente más dulce y suave que la suya, no sabía qué decir ni cómo reaccionar. Mientras tanto ella, que se estaba excitando progresivamente, seguía lamiéndome, zarandeándome y usándome como un vulgar muñeco de espuma de  látex mecanizado. Bueno, para no alargarme y cansarles más de lo necesario les diré que  durante una hora interminable Melisa felicidad estrujó pasional y salvajemente mi cuerpo mientras yo intentaba teclear cosas de vez en cuando en la nívea pantalla del ordenador. Ella no escribió nada, sino que se limitó a inspirarme, cual musa,  mientras yo sufría en mis carnes la diferencia entre el amor platónico y el aristotélico.


Varios días después supe que Melisa felicidad era analfabeta y que ni siquiera  sabía escribir la o con un canuto.


No recuerdo quien dijo que el éxito no tiene reglas, pero se puede aprender mucho del fracaso. En mi primer intento de escribir una historia de amor para inaugurar mi colaboración en el Blog de mi amiga argentina había fracasado, eso es innegable, pero pongo a Dios por testigo que nunca más fracasaré.