24 febrero 2013

Leonardo.



Me quité la gabardina, sacudí las gotas de  lluvia que resbalaban por ella y entré en la habitación. Nadie se atrevió a decirme nada; pero, a medida que se apartaban para abrirme paso, me hicieron sentir sus miradas fijas en mi persona.
Mi amigo Josep estaba junto a la puerta del dormitorio, tratando de calmar a Melody Dalizmar Leylinn, mi vecina colombiana, que se debatía entre ahogados sollozos. Me acerqué a ellos y estreché contra el mío el cuerpo tembloroso de Melody, que es como la llamaba yo. La chica tenía unas piernas que valían un millón de maravedíes y ningún inconveniente en mostrarlas. Pésima inclinación, tratándose de una vecina mía. El cabello, negro como el cordobán, lo llevaba recogido con un lazo de color rojo pasión y solía usar unos vestidos muy pegados a la piel capaces de hacerme evocar, cada vez que la miraba, las curvas de la carretera de Sant feliu de Codines. Y que esto no vaya a dar la idea de que era una de esas chicas llamadas “fáciles”. La he visto largar cada guantazo que quita el hipo. Y si se trata de reacciones rápidas, es de las que se quita un zapato y te deja seco del taconazo en lo que se dice amén.

–Vamos, nena, tranquilízate –dije–. Ven, échate un poco –añadí, dirigiéndola hacia un pequeño diván adosado a la pared opuesta, donde tomó asiento.

Su estado era lastimoso. Uno de los vecinos del rellano le acercó un cojín y Melody Dalizmar Leylinn se tendió. Josep me atrajo con un ademán y, señalando la habitación, dijo:

–Ahí dentro, Ton...   

“Ahí dentro”. ¡Cuánto me conmovieron aquellas palabras! “Ahí dentro” estaba, tirado en el suelo, muerto. El cadáver. Bien podía llamarlo así. Ayer era Leonardo, mi mejor amigo, el que había compartido conmigo la misma trinchera durante aquellos dos terribles años de  guerra sucia, entre la cenagosa pestilencia de la demanda de divorcio de mi ex. Leonardo, el mismo que había demostrado estar dispuesto a dar la extremidad superior derecha por un amigo, y que cumplió su promesa al evitar con su cuerpo que un abogado mal nacido me partiera la vida en dos. Se interpuso entre él y yo, con su patita derecha,  aquel hijo de su madre se la pisó, y se la tuvieron que amputar.
Josep no pronunció palabra, ni tampoco se opuso a que yo descubriese el cadáver y palpara el frío caparazón. Por primera vez en mi vida, sentí deseos de llorar.

– ¿Dónde fue, Josep?

–En el estómago. Mejor será que no lo veas. El hijo de puta que lo mató le llenó la barriga de  “Regaliz americano” (Abrus precatorius), toda la planta es tóxica pero sobre todo sus  semillas que contienen un alcaloide llamado abrina. La ingestión de una semilla puede matar a un niño. Leonardo no tuvo tiempo ni de rezar un puto padre nuestro.

A pesar de su recomendación, levanté la sábana. Un juramento que no llegué a articular. Leonardo estaba boca arriba, su única extremidad superior estaba apoyada sobre el vientre y su carita tenía una expresión de dolor indecible. Suavemente volví a tapar el cadáver con la sábana y me incorporé. Reconstruir las circunstancias en que tuvo lugar la muerte era cosa sencilla. Había un rastro de semillas de “Abrus precatorius”  entre la mesita de noche y el lugar donde Leonardo solía tomar el sol. La alfombra estaba arrugada bajo el cadáver. Visiblemente, había intentado arrastrarse con ayuda de su única pata delantera, aunque no consiguió lo que pretendía alcanzar. Debajo de la mesita de noche, resguardada de las corrientes de aire, se veía su cajita de cartón de color naranja dónde siempre dormía. Eso era lo que trató de alcanzar. Aún con la panza llena de veneno, intentó cobijarse en ella, para morir en paz. Señalando el sillón, pregunté:

– ¿Moviste tú ese sillón, Josep?

–No. ¿Por qué?

–No está en su sitio. ¿No lo ves?

Josep me miró con atención.

– ¿Qué tratas de decir?

–Ese sillón estaba allí, junto a la cama. ¿No te das cuenta de lo que ha pasado? Cuando el asesino lo envenenó, Leonardo intentó huir. Pero su atacante no se marchó enseguida. Se quedó aquí, sentado en este sillón, viendo cómo se retorcía. Leonardo intentaba llegar a su cajita de cartón; pero no pudo... Lo hubiese hecho si el asesino no se lo hubiera impedido. El asqueroso canalla debió de impedírselo con el pie, riéndose de Leonardo mientras él trataba de cobijarse en su cajita de color naranja. Centímetro a centímetro lo fue alejando hasta que Leonardo no pudo más... Así lo atormentó,  a un pobre animal infeliz que en vida se había llevado la peor parte en todo. Y se burló de él. Éste no es un asesinato ordinario, Josep. Es el crimen más premeditado, más sádico que he visto. Encontraré a su autor. Lo juro.

– ¿Y qué vas a hacer? ¿Vas a intervenir en esto, Ton?

– ¿Es que lo dudabas?

–Habrás de andar con cuidado.

– ¡Ya! ¡Con ninguno, Josep! De ahora en adelante, esto es una carrera, mi objetivo es el asesino.

–No, Ton. Eso no puede ser. Y tú lo sabes bien.

– ¿Cómo que no? –le repliqué–. Tú tendrás tu obligación; pero también yo me he impuesto una. Leonardo era el mejor amigo que nunca tuve. Vivimos y luchamos juntos. No voy a darle al asesino la tregua de los juicios, ¡como que Dios existe! Tú sabes bien lo que pasa, ¡maldita sea! Se busca al mejor abogado y éste tergiversa las cosas hasta convertir a su defendido en un héroe. Los muertos no pueden hablar en su defensa. No pueden relatar lo que ocurrió. ¿Cuál de los jurados podría comprender qué se siente cuando unas semillas de “Regaliz americano”  le destrozan a uno las entrañas? Ningún miembro de ese auditorio conoce el sabor de la muerte ni lo que significa ver a tu propio asesino burlándose de ti en la cara. ¿Que el pobre infeliz era solo una tortuga? Y eso, ¿qué? ¡Nadie es perfecto!  Pero ¿ha probado alguien de los aquí presentes a arrastrarse por el suelo sin más apoyo que esa única patita delantera, para alcanzar su pequeña cajita de cartón de color naranja, retorciéndose de dolor, tan enloquecido por la muerte qué harías cualquier cosa por agarrar a tu verdugo? ¡Qué han de saber...! Los jurados son fríos e imparciales, como se espera que sean. Basta con un abogado hábil para hacerles verter lagrimones al decirles que su cliente había perdido el juicio o que, si lo envenenó, lo hizo en defensa propia. ¡Magnífico! La ley es un instrumento espléndido. Sólo que por esta vez la ley soy yo. Y yo no me mostraré ni frío ni imparcial. Tendré bien presentes todas las circunstancias que ella no sabe comprender.

En mi excitación, le cogí por las solapas.

–Y todavía me dejo algo, Josep. Escúchalo con atención, porque quiero que lo repitas ante toda la gente que conoces. Y cuando lo hagas, habla convencido de tus palabras, pues nada de lo que voy a decir será en balde. Hay diez mil tipos que me odian. Tú lo sabes. Me odian porque soy más inteligente y atractivo que ellos.

Me invadía un furor tal, que estuve a punto de estallar. Pero con sólo volverme, al ver lo que había sido de mi amigo Leonardo, hubiera rezado. No obstante, estaba demasiado furioso para eso. Por el contrario, dije:

–Leonardo, estás muerto y no puedes oírme. O tal vez sí puedas. Ojalá que así fuese, porque quiero hacer un juramento irrevocable. Me conociste durante muchos años, Leonardo, y tú sabías que la palabra que sale de mi boca sigue en pie mientras viva. Así, juro que encontraré al gusano que te mató. No llegará al patíbulo. No lo colgarán. No lo fusilarán. Morirá exactamente como tú lo hiciste con la barriga llena de “Abrus Precatorius”. Sea quien fuere el que lo hizo, Leonardo, lo encontraré. Si me oyes, recuérdalo: quienquiera que haya sido. Lo juro.

Cuando volví la cara me topé con el semblante un tanto descompuesto de Josep, que sacudió la cabeza al encontrar mi mirada. Sabía lo que estaba pensando: “Ton, no lo hagas. Por Dios, no pierdas los estribos. Te conozco demasiado para saber que te llevarás por delante a cualquier responsable, metiéndote en un lío del que no podrás salir”.

Así, pues, le dije:

–No me volveré atrás, Josep. A partir de este momento, sólo una cosa me interesa: el asesino. Tú, Josep, eres un tío responsable. Estás sometido a una disciplina, a unas normas... Hay gente que depende de ti. Yo, por el contrario, estoy solo. Puedo hincharle los morros a cualquiera sin temer las consecuencias. Cierto que el día que me muera no habrá quien arme la de San Quintín, como ocurriría en tu caso. Pero también poseo una mala hostia que me autoriza a romperle la jeta a cualquiera, y eso basta para que me teman. Soy malo cuando me hacen daño, Josep. Muy malo. Pero soy peor cuando el daño se lo hacen a un inocente.
Y  Leonardo, mi tortuga, era lo más inocente del mundo.