28 abril 2014

Si nunca esperas nada de nadie nunca te decepcionarás.

Aquella tarde llegué a Barcelona. Era un lugar verdaderamente grande, probablemente de uno o dos millones de habitantes; y por todas partes había automóviles conducidos por tíos pijos que llevaban gafas Ray-Ban, y a su lado iban mujeres rubias con trapitos de marca. O sea, que era como estar en Paris o una de esas capitales grandes de que me han hablado. Tantas cosas para ver y la gente tan atareada y acostumbrada al movimiento que no prestaba atención a nada. Compré un poco de comida en un bar regentado por unos chinos, apenas unos cuantos bocadillos, un trozo de pastel, patatas fritas, cacahuetes, dulces y una Coca-cola. No tenía mucha hambre. Después de comer, a eso de las cuatro de la tarde llegué a casa de  Marlene, la chica con la que había quedado. Vivía en un barrio chic, tan chic como podía ser un barrio con casitas de piedra asomándose al mar. Y allí estaba yo como un tonto, deseando que hubiera conmigo alguno de mis amigos del pueblo,  para que me hiciera de testigo; porque nadie creería que yo hubiera quedado con una chica de Barcelona. Luego se me ocurrió echar un vistazo alrededor, el panorama era espectacular desde lo alto de la montaña del Tibidabo. Y aunque me resultaba difícil, di la espalda a aquel maravilloso cuadro y toqué el timbre. Estuve poco menos  que obligado a hacerlo, ya me comprendéis, porque no quería que se me tomase por un tío de pueblo. Porque yo era el único que se había parado a mirar el mar y las gaviotas. Bueno, creo que eran gaviotas porque volaban.  Además, había tanto que hacer en aquella ciudad que nadie habría mirado dos veces el mar como lo estaba haciendo yo. Bien, el caso es que yo debería haberme encontrado a gusto, tan a gusto como un hombre puede encontrarse. Porque allí estaba, llamando al timbre de una majestuosa casa con vistas al mar, y esperando que me abriera una chica, bella como una puesta de sol en Samarkanda. Y por si fuera poco, la chica vivía en un sitio tan bonito como el que un hombre pueda desear; hasta tenía cuarto de baño, según me dijo ella. De manera que no me vería en la necesidad de bañarme en un barreño ni de ir a un lugar público, como hacían casi todos los de mi pueblo. En lo que a mí  concernía, creo que podía afirmarse que aquello era el reino de los cielos. Sí, para mí lo era. Sin embargo estaba preocupado. Tenía tantos nervios que me ponía enfermo. Desde que me cité con Marlene, me sentaba a la mesa para comer, quizás media docena de chuletas de cerdo, unos cuantos huevos fritos y un plato de bollos calientes con menudillos y salsa, y el caso era que no podía comérmelo todo. No me lo terminaba. Empezaba a dar vueltas a como sería la cita, como sería ella en las distancias cortas, y cuando me daba cuenta me había levantado sin rebañar el plato. Con el sueño ocurría lo mismo. Podía decirse que no pegaba ojo. Me metía en la cama pensando que aquella noche tenía que dormir, pero qué va. Pasaban cinco o seis minutos antes de poder dar una cabezada. Y luego, después de nueve o diez horas apenas, me despertaba. Bien despierto. Y no podía volver a dormir, cascado y hecho cisco como estaba. En fin, resumiendo,  el caso es que me encontraba otra vez despierto, removiéndome y dándole vueltas a la cabeza, hasta que ya no podía soportarlo más. Por eso fue que me  dije: “Ton, tus nervios van a acabar desquiciándote, así que lo mejor es que pienses algo y pronto. Lo mejor es que tomes una decisión,Ton, porque si no lamentarás no haberlo hecho.”
De modo que me puse a pensar y pensar, y luego pensé un poco más. Y decidí que tenía que acudir a la cita. Así que me puse la ropa de los domingos, y aquí estoy. Os diré algo de mí. Y os lo diré en serio. Hay una cosa que no me ha faltado nunca. Apenas había hecho la primera comunión  que las chicas empezaron a insinuárseme. Y cuanto mayor me hacía, más mujeres había. De vez en cuando me decía a mi mismo: “Ton, será mejor que hagas algo con las tías. Lo mejor será que lleves un látigo y que te las quites de encima a latigazos, porque si no te matarán a polvos.”
El caso es que no lo hice porque nunca he soportado que peguen a una chica. En cuanto una me lloriquea un poco, me tiene cogido. Como digo, para volver con lo que estábamos, nunca he tenido escasez de mujeres, todas han sido de lo más generosas conmigo. Lo que no parece justificar que me sintiera como un manojo de nervios, frente a esa puerta blanca, el dedo en el timbre, tocándolo ya por tercera vez. Como sea, el caso es que tardaba mucho en abrir. Entonces se me ocurrió pensar que quizás pudiera estar maquillándose. Es decir, esperaba que fuera más o menos así. En otras palabras: “¿por qué no?”
 La cuestión es que volví a apretar el timbre por enésima vez. Ahora con más fuerza y más rabia. Y tragué aire a bocanadas. Hacía mucho tiempo que no tragaba aire de ese modo. Dije, "maldita sea", "¿vas a abrir, o no?"
Y en ese mismo momento oí una voz a mi espalda que me gritó:"Será mejor que mire lo que hace. ¿Sabe lo que pasará de lo contrario?
Me detuve y me giré en redondo. Era una mujer anciana, con los ojos  abiertos y grandes como platos.
-"¿Qué pasará?" le pregunté.
-Le diré lo que pasará exactamente, -respondió ella-."Que avisaré a la policía. ¡Así que será mejor que lo recuerde y deje de aporrear mi puerta!
- ¿Su puerta? -Pregunté yo-.
-Sí, mi puerta.
-Pero...pero...¿no es esta la casa de una chica muy guapa que se llama Marlene?
-No, la señorita Marlene vive en la casa de al lado.
Le dediqué un significativo gesto de cabeza y acto seguido fui hacia la otra puerta, cinco metros más allá. Iba a tocar el timbre cuando oí que me llamaba. Me giré y la miré. Entonces me dijo:
-Hoy no la encontrará en casa. Está recitando poesía en el teatro nacional de Catalunya.
Estuve a punto de dar un par o tres de cabezazos contra el muro de piedra de la casa. Marlene me había plantado por un recital de poesía en el teatro nacional de Catalunya.
-No irá a cometer ninguna locura, ¿verdad? -Me preguntó la anciana-.
-¿Sólo porque  Marlene no está en casa? No, no voy a hacer nada-dije-. No más de lo que haría un hombre desesperado.
-Bueno. Que lo pase bien, querido.
-Lo mismo le digo, señora.


Me di la vuelta y mientras bajaba la calle, recordé que antes de llegar a este barrio chic había visto, cerca de una  estación de metro, una freiduría regentada por unos negros. Fui hasta allí  y me detuve a comer un plato de pescado frito con pan de centeno. Estaba demasiado fastidiado para comer mucha comida; demasiado preocupado por mis preocupaciones. Así que me zampé todo el asunto y luego pedí otra ración con una taza de café. Y finalmente empecé a llorar y a desgañotarme como un becerro en una tormenta de granizo.