Hacía ya medio año que Lola se había marchado. Cogió la salida y traspasó su umbral. Nunca sabré si esa pequeña pausa tras la puerta significó algo. Quizás sí, o quizás no. Lo que sé es que empecé con un gin-tonic y acabé en un frío motel a veinte kilómetros de la ciudad y a un abismo de mi mente. Y allí fui testigo de la muerte de una persona. Su nombre: Carlos Alberto Ben Mansur El Hammoudi. Todo lo que sigue, todo lo que van a leer, es la consecuencia de aquella muerte, trágica, y nada accidental.
Nos encontrábamos mi amigo Abdul Bagud del oasis de Baghera yihad y yo, sobrevolando el océano. Concretamente el famoso océano atlántico en dirección a la capital de Cabo Verde: Praia. Esta se encuentra al oeste de Senegal. Los hombres, las plantas, el cielo, la atmósfera, hasta el agua de los ríos es “distinta” en esas afiebradas tierras de sol. Un abismo en donde todo lo que conocemos se convierte en una interrogante. Ha tenido muchos nombres: el archipiélago volcánico macaronésico de Cabo Verde, el estado soberano insular de Cabo verde, y la República de Cabo Verde. El cielo estaba oscuro, y a poca distancia se divisaban unas nubes más negras que el alma de mi casero. La pequeña avioneta Cessna 208 Caravan se aproximaba al aeropuerto internacional de Praia.
—Radar de Praia, aquí bonanza alfa 3, adelante… Radar de Praia, aquí bonanza alfa 3, adelante. ¡Mierda! Esta puta tormenta nos va a joder el día — dije nervioso mirando de reojo a Abdul, quien observaba con ojos desorbitados los múltiples relojes del cuadro de control—.
De repente el motor del avión hizo un ruido extraño y dejó de funcionar. Atrapado como por una fuerza sobrenatural, se dirigía hacia las nubes de la tormenta a más de 9 000 pies de altitud.
—¿Todo va bien, Tony Pachá? —Preguntó inquieto—.
—Sí, solo que estamos perdiendo altura y no encuentro la forma de salir de esta corriente de aire frío —repliqué, pálido y sudoroso—. No funciona nada...ni esto, ni esto —dije señalando los distintos aparatos de navegación—… ¡nada! —Exclamé con desespero—.
Nos encontrábamos delante de la muerte, cara a cara. Al frente estaba la única oportunidad de escapar, un pasillo estrecho, sin turbulencias, en medio de la tormenta, pero este se cerraba rápidamente. La brújula giraba como una peonza, los instrumentos fallaban más que el neoliberalismo actual. “Este avión pronto será una víctima más de la globalización” —pensé para mí—.
—No controlo nada, Abdul…estamos cayendo —grité con angustia—.
La situación era desesperada, casi agónica…pero aún no estábamos muertos. Apreté fuerte los mandos del avión. Tiré con fuerza de ellos variando así la orientación y posición de la aeronave. El cabeceo era insoportable. Al girar la palanca de mando se produjo la deflexión diferencial de los alerones: al tiempo que el alerón de una de las alas subía, el alerón de la otra ala bajaba, siendo el ángulo de deflexión mortalmente desproporcional al grado de giro del eje transversal del aparato. Finalmente conseguí hacerme con el control sobre el timón de dirección presionando desesperadamente los pedales, consiguiendo un movimiento de guiñada hacia la derecha. Esto provocó una deflexión del viento relativo (debido a la velocidad de vuelo del avión, se entiende) hacia este lado, lo que causó una reacción que empujó el plano de deriva del aparato hacia la izquierda y, el resultado fue un giro del morro a la derecha sobre el eje vertical de la avioneta. El tremendo viento lateral tendía a desviar el avión hacia la derecha de su ruta, pero pude corregir el efecto del mismo presionando el pedal izquierdo y girando la rueda del compensador de dirección hacia la izquierda. Finalmente vi a mi izquierda entre las nubes, el relieve fantasmagórico de la torre de control. Sin motor ni timón de cola, decidí caer en movimiento de autorotación hasta encarar los últimos metros de caída. Sin los mandos primarios era la única solución. Luego, usando los secundario, flaps, slats y spoilers conseguiría modificar la sustentación, y entonces levantando el morro, provocaría el efecto de aerofreno necesario para mantener el aparato deflectado, corrigiendo su desviación para aterrizar con la panza del avión. Abdul por su parte seguía agarrado a su asiento, tembloroso y atemorizado, mirándome de reojo, supongo que rezando al profeta Mahoma por el éxito de mi intervención. El plan era arriesgado, las maniobras inciertas, pero no tenía nada mejor que hacer en ese momento; no quería que este maldito avión fuera mi tumba. Solo quería intentar salvar el pellejo. Bueno, y el de Abdul.
—¿Todo bien? —me preguntó nervioso—.
—Sí, solo que seguimos perdiendo altura, vamos directos hacia la torre de control, y no puedo sacar el tren de aterrizaje.
—¿Entonces qué está bien, Tony pachá? —se quejó gritando—.
—¡Basta ya, Abdul, no me seas tiquismiquis! Ni que fuera la primera vez que caes en avión.
— ¡Por la gloria del profeta Mahoma, las bendiciones y la paz sean con él! ¡No quiero morir!—Exclamó Abdul—.
La avioneta chocó violentamente con su parte trasera sobre la pista secundaria, apta para culminar el peligroso aterrizaje de emergencia, y después de arrastrarse durante más de 200 metros se detuvo, justo a cuatro palmos de un inmenso Baobab que se levantaba orgulloso y soberbio, al final de esa lengua de negro asfalto.
—¡Bien! ¿Qué te ha parecido? —Pregunté sonriente, a Abdul—.
—¿Dónde estoy? —repuso medio aturdido—.
— En la capital de Cabo Verde ¿Qué? ¿Te ha gustado mi aterrizaje?
— Uff…Ahora sé que Mahoma, las bendiciones y la paz sean con él, existe —me contestó secándose el sudor de sus manos con un pañuelo blanco de encajes, poco apropiado para la ocasión—.
—Al final me va a gustar esto de volar—le dije—.
Me dirigí a la puerta para abrirla y poder salir.
—Cerrada, debe de haberse bloqueado con el impacto—observé mientras trasteaba la cerradura—.
—¡Vaya! —exclamó él—. ¿Cómo vamos a salir? —Preguntó nervioso—.
Entonces le di una patada a la puerta. No se me ocurrió nada mejor.
—Deprisa ha comenzado a arder… el avión va a explotar —dije cogiéndolo de la chilaba para sacarlo de la carlinga—.
Corrimos unos metros, nos echamos al suelo, y el aparato estalló en mil pedazos. Me volví hacia Abdul, lo miré fijamente y le dije:
—Bienvenido a Cabo verde.
Abdul, algo cabreado, cerró la mano, formando un puño del tamaño y el color de una berenjena grande, para amenazarme.
—No me mires así, Abdul. Estamos a salvo, ¿no?
—Soy Abdul Bagud del oasis de Baghera yihad, el que ha brotado de la frente de la estirpe de Mahoma, y te juro Tony pachá, que no subiré nunca más a un avión contigo.
—Está bien. A propósito, no te habrás dejado el estuche de madera en el avión, ¿verdad?
—No Tony pachá —gruñó—, lo guardo bajo la chilaba.
—Menos mal. Entonces, vayámonos. Creo que nos espera un coche en el parking del aeropuerto.
—Por cierto, ¿Qué es lo que contiene este misterioso estuche de madera? —Me preguntó Abdul, curioso.
—Contiene una dentadura postiza.
—¿Una dentadura postiza? —Gritó encolerizado—.
—Sí, una dentadura postiza. Pero no cualquier dentadura postiza.
—¿Y me puedes explicar, Tony pachá, por qué llevamos una dentadura postiza a Cabo Verde?
—Porque el dueño de esta dentadura postiza, el señor Carlos Alberto Ben Mansur El Hammoudi es el difunto esposo de la señora que nos espera, aquí, en cabo Verde.
—¿Difunto? ¿Quieres decir que ha muerto?
—Sí, falleció hace tres días, por culpa de una explosión. Y de él solo queda esta dentadura postiza.
—¿Una explosión de gas?
—No, su coche explotó. Una bomba lapa. Por lo visto el señor Carlos Alberto Ben Mansur El Hammoudi tenía muchos enemigos.
—Ah, ¿Y quién es la esposa? ¿Es amiga tuya?
—Es una gran amiga. Pero tú también la conoces. Se trata de Belén Trinkova.
—¡Por el profeta Mahoma, las bendiciones y la paz sean con él! ¿La señorita Belén Trinkova? ¿La que mantiene el apellido de su primer marido, un aristócrata ruso muy rico de San Petersburgo, porque es muy musical? ¿La que ganó Diez millones de euros en un premio de Infografía convocado por uno de los mafiosos más ricos de Cabo Verde “Ricky el Porompompero”? ¿La amiga de Johnny “Dedos largos” el dueño del Jazz Club de Nueva Orleans? ¿La que se culpa a si misma del tsunami que asoló la ciudad de Nueva Orleans en el año 2005? ¿La que…?
—¡Basta ya, Abdul! Sí a todo. Y ahora ha vuelto a quedarse viuda la pobre, así que espero de ti que sepas comportarte. Me he enterado por un amigo común que Carlos Alberto Ben Mansur El Hammoudi fue el hombre de su vida...que lo quiso apasionadamente y que la noticia de su trágica muerte la ha afectado considerablemente.
—Entiendo —dijo Abdul—. Debe estar muy afligida.
—Mucho. Toca Debussy todas las tardes, desde que se pone el sol hasta que se queda sin luz para leer la partitura, y hace ejercicios de yoga mientras toma jalea real. Cuando hablé con ella por teléfono, para decirle que le llevaría personalmente la dentadura de su querido esposo, la noté abatida. Era curioso verle así, porque ella no lo necesitaba a él. No necesitaba a nadie en realidad. Siempre tuvo estímulos y fuerzas suficientes como para no necesitar a nadie. Sin embargo, ahora, es el dolor lo que la tiene atada a su piano de cola y a Debussy.
—Pero recuerdo que ella se casó con Ricky el Porompompero, ¿no?
—Ricky el Porompompero murió al probar un crece pelos de dudosa procedencia, así que Belén, después de guardar un riguroso luto de 48 horas se casó con un rico terrateniente, hijo de una estirpe de rancio abolengo, de cabo Verde: Carlos Alberto Ben Mansur El Hammoudi .
—Ah, ahora lo entiendo…espero que pueda superar esta desgracia. Le rezaré al profeta Mahoma, las bendiciones y la paz sean con él.
Llegamos al parking del aeropuerto donde un negro, pesado y ancho, de piernas sólidas, un poco combadas en apariencia, lo que no es frecuente entre los negros, pero fuertes como cariátides de piedra que bajo la luz de la luna parecían que sostuvieran la cúpula resplandeciente de un edificio glorioso, nos esperaba. El pompón de su bonete de lana azul caía hacia adelante, danzando alegremente sobre su ceja izquierda y el corto pelo ensortijado tenía un toque negro. No oscuro… sino negro como el ala de un cuervo a media noche. Era el chofer que Belén Trinkova había enviado para recogernos y trasladarnos a su mansión a las afueras de la capital. Subimos al coche, un Rolls Royce Silver Wraith de color burdeos, y veinte minutos más tardes se paraba en la explanada de la suntuosa mansión con forma de castillo renacentista. Bajamos del coche, Abdul y yo. Desde ese punto, en lo alto de la colina, bajo la débil claridad de una Luna secuestrada por un velo de nubes argénteas, la vista era maravillosa. Las luces de la franja costera lucían sobre las delgadas crines blancas de las negras ondas marinas. Desde aquí, la suave brisa silbaba entre la hilera de farolas que bordeaban el ancho camino de gravilla y piedras que conducía a la gran escalinata de la mansión. Me subí el cuello de la chaqueta, encogí los hombros para protegerme del frescor de la noche, y, las manos en los bolsillos, me dirigí a la mansión. La luz de la luna se extendía como una sábana blanca por el cuidado césped del jardín, excepto por debajo de un grandioso baobab, donde había una oscuridad espesa como el terciopelo negro. Detrás de él había árboles más pequeños, dragos y ceibas, recortados tan cuidadosamente como el pelaje de los perros de compañía, y después de ellos, un inmenso invernadero con techo en forma de cúpula. A continuación había más árboles y, completamente al fondo, se veían las líneas sólidas, desiguales y apacibles de las faldas de las colinas. En la mansión había luces encendidas en dos de las ventanas de la planta baja y en una de las del piso de arriba que se veían por delante. Recorrimos el sendero de piedras, unos mosquitos gigantes zumbaban endiabladamente y no picaban sino que mordían. Llamé al timbre. Abdul me miró sin decir nada. Sujetaba el estuche de madera entre sus manos. Esperamos unos segundos hasta que un hombre alto, delgado y de pelo cano, de unos sesenta años, más o menos, nos abrió la puerta. Era el mayordomo. Sus ojos oscuros eran todo lo remotos que pueden ser unos ojos. Tenía la piel reluciente y se movía como un autómata. Me presenté y dijo con voz totalmente metálica:
—Si quieren esperar aquí, iré a avisar a la señora.
El vestíbulo principal de la residencia tenía una altura de dos pisos. Sobre la doble puerta principal, que hubiera permitido el paso de una manada de elefantes africanos, había una amplia vidriera que mostraba a un caballero de oscura armadura rescatando a una dama atada a un árbol y sin otra ropa que una cabellera rubia muy larga y conveniente. Había grandes puertas acristaladas al fondo del vestíbulo y, en el lado este una escalera exenta, con suelo de azulejos policromados, que se alzaba hasta una galería con una barandilla de hierro forjado y otra historia caballeresca recogida en vidriera. Por todo el perímetro, grandes sillas de respaldo recto con asientos redondos de tapizado rojo ocupaban espacios vacíos a lo largo de las paredes. No parecía que nadie se hubiera sentado nunca en ellas. En el centro de la pared orientada hacia el oeste había una gran chimenea vacía con una pantalla de latón dividida en cuatro paneles por medio de bisagras y, encima de la chimenea, una repisa de granito rojo con un gran reloj de metal con esfera de porcelana sujeta por una ave mitológica y base de mármol veteado en el centro. Sobre la repisa colgaba un retrato al óleo de grandes dimensiones. El retrato era de un oficial en una postura muy rígida y con uniforme de gala, aproximadamente de la época de las guerras napoleónicas. El militar tenía bigote negro, ojos duros, también negros como el carbón, y todo el aspecto de alguien a quien no sería conveniente contrariar. Pensé que quizá fuera el retrato del abuelo de su primer marido: el Vizconde Vladimir Trinkov Semiónov Gólubev. Todavía contemplaba los ojos negros del militar cuando se abrió una puerta, muy atrás, por debajo de la escalera. No era el mayordomo que volvía. Era una jovencita como de unos veinte años, no muy alta y delicadamente proporcionada. Llevaba una falda corta de color azul pálido que le sentaba bien. Caminaba como si flotase. Su cabello era una magnífica onda leonada. Los ojos, gris pizarra, casi carecían de expresión cuando me miraron. Se me acercó y al sonreír abrió la boca, mostrándome sus dientes blancos, tan blancos y tan relucientes como el caolín, que brillaban entre sus labios finos, demasiado tensos. A su cara le faltaba color y reflejaba cierta falta de salud. Se mordió el labio y volvió la cabeza un poco mirando hacia mí de soslayo. Entonces bajó las pestañas, que casi acariciaron sus mejillas, y las levantó de nuevo lentamente, como un telón.
—¿Quién es usted? —Preguntó muy seria ella—.
—¿Y tú? —repliqué automáticamente—.
Sus ojos se agrandaron. Estaba confundida. Pensaba.
—Soy Elvira, una de las hijas de la señora Trinkova —comentó.
Me quedé sorprendido. No sabía que Belén tuviera hijos y menos aún hijas.
—¿Cuantas sois? —Pregunté sorprendido—...sus hijas quiero decir.
—Nueve en total.
—¡Caray! Muchas son. ¿Y de qué edad a qué edad? …Quiero decir, ¿cuántos años tiene la menor?
—16
—¿Y la mayor? -
— Yo soy la mayor: 19
—Como va a haber solo tres años de diferencia entre todas… es imposible —dije yo—.
—Todas somos hijas adoptivas.
—Ah, claro. Y dime, ¿no hay ningún hombre en la casa? Quiero decir que si no hay ningún hijo adoptivo.
—No. A mi padre le gustaban las chicas —contestó ella.
—Desde luego, no era tonto —murmuré yo—.
—¿Cómo dice?
—Nada, nada.
El mayordomo volvió a aparecer, en el mejor momento, y dijo sin entonación: “La señora le recibirá ahora mismo”.
Nos miramos un momento y el mayordomo inició la marcha. Nos condujo a través de un largo pasillo hasta el gran salón. Entramos. La blanca alfombra, que llegaba de una pared a otra, tenía el aspecto de una nevada en el lago Manitoba. Miré al fondo, y ahí estaba ella. El espectáculo era magnifico para mi mirada que dominaba y abarcaba todo el conjunto. Estaba sentada en una esquina, de espaldas a uno de los grandes ventanales del salón, en la parte menos sombreada, donde su figura brillaba con un fulgor tranquilo y deslumbrante, acariciada por una estrecha faja de luz dorada. Bajo una frente límpida, enmarcados por los arcos simétricos de oscuras cejas de tonalidad natural, resaltaban, llenos de vida unos hermosos ojos color cobalto, sombreados por largas pestañas. Llevaba un tocado con un peinetón grande, que supuse de su madre que era de Durango y con apellidos de doce y trece letras, y una mantilla negra que marcaba la intensidad del luto , dejando parte del cabello al descubierto. En realidad no era una mantilla sino lo que comúnmente se llama "velo de misa". Era de encaje, como una mantilla, pero mucho más pequeño. El vestido era también negro, de una pieza, por debajo de las rodillas, con el largo de la manga hasta el codo y un escote prudente. Las piernas iban cubiertas con medias, negras pero no muy tupidas y llevaba unos zapatos también negros, cerrados, estilo salón y de medio tacón. En la mano, unos guantes, un discreto rosario de plata, y un bolso, pequeño, de carey oscuro que, junto a lo anterior, le confería la belleza y elegancia de la clásica Dama española.Al mirarla, Abdul no se escudó tras su habitual mutismo. Se le iluminó el semblante como un semáforo carmesí. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Movió la boca como para articular alguna palabra, pero ningún sonido salió de ella. El pobrecillo empezó a sudar mayúsculas gotas que descendían en reguero por sus mejillas. Fue entonces cuando por fin dijo, casi gritando de júbilo:
—¡Señorita Belén, las bendiciones y la paz sean con usted!
Ella se acercó a nosotros, con paso airoso. Su silueta, así realzada por su peineta y mantilla, era soberbia. Me di cuenta de que me costaba trabajo mantener el control sobre mí mismo. El efecto que Belén tenía en mí era electrificante. Las pasiones pasadas nunca pasan, ni cesan sus ardores. La seriedad la abandonó al instante. Sus labios se entreabrieron en una sonrisa franca al tiempo que puso su mano sobre la de Abdul, con una tierna presión que decía que todo iba bien. Después me miró, sus ardientes ojos echaron chispas, y dijo:
—Hola Ton.
En sus labios, mi nombre no era más que un dulce murmullo en la oscuridad. Un murmullo que me provocó oleadas de pasión.
—Eso es todo lo que queda de los Ben Mansur El Hammoudi —añadió, apenada, mirando el estuche de madera que sostenía Abdul—.
—Nada más que eso —contesté—. Pero quiero que sepas que tu marido vivió igual que murió, Belén...al servicio del país.
Mentí, pero las mentiras piadosas no cuenta. Además, no podía decirle que su marido murió en un motel de carretera después de echar un polvo con una cabaretera. No podía.
—Creí que me correspondía a mí el doloroso deber de devolverte sus restos —añadí—. Lo que me sorprendió cuando hablé contigo por teléfono, hace tres días, es que supieras ya que tu marido había fallecido. ¿Cómo lo supiste?
—Me lo dijeron.
—¿Puedo preguntar quién te lo dijo?
—El Ubanghi-Changuii mayor.
—¿Quién?
—Cuéntale a Ton lo del Ubanghi-Changuii mayor, —dijo, mirando a su hija adoptiva Elvira, que estaba junto al resto de sus hermanas, sentadas cerca de la chimenea—.
—Cada vez que muere un Ben Mansur El Hammoudi, el Ubanghi-Changuii mayor desciende de las montañas atravesando las colinas, tocando una triste melodía —relató la chica—. Y siempre se le pone un cuenco doble fuera de la casa para tranquilizarle —concluyó—.
—¿Un cuenco doble?
—Sí, lleno de zarzaparrilla—añadió Belén—.
—¿Es un Ubanghi-Changuii de verdad? —Pregunté con curiosidad—.
—Naturalmente —dijo ella—, lleva a cabo este rito desde hace más de cuatrocientos años.
—Entiendo -dije, sin entender nada-.
—Así que eso es todo lo que queda de mi esposo —Volvió a repetir, mirando el estuche de madera.
—Desgraciadamente… nada más —Dije yo—.
—¿Dónde lo encontraron, Ton?
—Apareció en un árbol a cien metros de donde estaba yo. Despegó, por así decirlo y voló como un pájaro. Pero dime, Belén, ¿crees de verdad que una dentadura postiza debe recibir cristiana sepultura?
En aquel momento la miré con fijeza para comprobar en su mirada el efecto que habían producido mis palabras.
—Claro que sí. Será considerada como bien...patrimonial. Elisa—dijo, entregándole el estuche—, pon esto junto a las otras reliquias de la familia Ben Mansur El Hammoudi.
Luego se giró hacia mí y dijo:
—Todas las que estamos aquí sabemos que mi esposo era un hombre diferente cuando visitaba España—continuó—. Que trataba con gentes poco recomendables. Ya me entiendes. Pero las mujeres de la familia Ben Mansur El Hammoudi no hacemos preguntas.
—Y qué vas a hacer ahora, Belén —pregunté—.
—Según la tradición de la familia Ben Mansur El Hammoudi, cuando muere el cabeza de familia, seis vírgenes descalzas deben apresar un carnero vivo en las tierras de la familia Ben Mansur El Hammoudi.
—Y después —pregunté todo intrigado—.
—Después, yo misma lo ejecutare.
La miré, sorprendido. Era indómita y soberbia, y en sus ojos salvajes y espléndidos, había algo augusto y majestuoso…y un puntito de crueldad femenina.
—¿Al carnero?
—Sí, al carnero. Luego las hijas le sacaran el estómago, y lo rellenaran con vísceras...
—Vísceras lustrosas —añadió Elvira la hija mayor.
—Lo cerraran, lo hervirán y luego lo servirán —continuó Belén—.
—¿Y lo comerán? —volví a preguntar —.
—Muy caliente— repuso ella, con mucho énfasis—.
—Ya veo—dije yo—.
—El festín empezará mañana a media noche. Haremos bajar de la montaña al Ubangui-Changuii mayor, para avivar la sangre para la danza.
—¿La sangre? ¿La danza?
—Sí: El rito fúnebre de los Ben Mansur El Hammoudi. Bailamos hasta caer al suelo. Y después de una hora de reposo el Ubangui-Changuii mayor nos despierta al son de: vamos al Bulweria bulwerii. Y todas vamos a la caza del Bulweria bulwerii.
—Me parece que el Bulweria bulwerii no está de temporada.
Entonces dio un paso atrás, me observó, meneó la cabeza y dijo:
—Cuando muere un Ben Mansur El Hammoudi, el Bulweria bulwerii está de temporada.
(Continuará…)