Aquella tarde llegué a Barcelona. Era un lugar
verdaderamente grande, probablemente de uno o dos millones de habitantes; y por
todas partes había automóviles conducidos por tíos pijos que llevaban gafas
Ray-Ban, y a su lado iban mujeres rubias con trapitos de marca. O sea, que era
como estar en Paris o una de esas capitales grandes de que me han hablado.
Tantas cosas para ver y la gente tan atareada y acostumbrada al movimiento que
no prestaba atención a nada. Compré un poco de comida en un bar regentado por
unos chinos, apenas unos cuantos bocadillos, un trozo de pastel, patatas
fritas, cacahuetes, dulces y una Coca-cola. No tenía mucha hambre. Después de
comer, a eso de las cuatro de la tarde llegué a casa de Marlene, la chica con la que había quedado.
Vivía en un barrio chic, tan chic como podía ser un barrio con casitas de
piedra asomándose al mar. Y allí estaba yo como un tonto, deseando que hubiera
conmigo alguno de mis amigos del pueblo, para que me hiciera de testigo; porque nadie
creería que yo hubiera quedado con una chica de Barcelona. Luego se me ocurrió
echar un vistazo alrededor, el panorama era espectacular desde lo alto de la
montaña del Tibidabo. Y aunque me resultaba difícil, di la espalda a aquel
maravilloso cuadro y toqué el timbre. Estuve poco menos que obligado a hacerlo, ya me comprendéis,
porque no quería que se me tomase por un tío de pueblo. Porque yo era el único
que se había parado a mirar el mar y las gaviotas. Bueno, creo que eran
gaviotas porque volaban. Además, había
tanto que hacer en aquella ciudad que nadie habría mirado dos veces el mar como
lo estaba haciendo yo. Bien, el caso es que yo debería haberme encontrado a
gusto, tan a gusto como un hombre puede encontrarse. Porque allí estaba,
llamando al timbre de una majestuosa casa con vistas al mar, y esperando que me
abriera una chica, bella como una puesta de sol en Samarkanda. Y por si fuera
poco, la chica vivía en un sitio tan bonito como el que un hombre pueda desear;
hasta tenía cuarto de baño, según me dijo ella. De manera que no me vería en la
necesidad de bañarme en un barreño ni de ir a un lugar público, como hacían
casi todos los de mi pueblo. En lo que a mí concernía, creo que podía afirmarse que
aquello era el reino de los cielos. Sí, para mí lo era. Sin embargo estaba
preocupado. Tenía tantos nervios que me ponía enfermo. Desde que me cité con Marlene,
me sentaba a la mesa para comer, quizás media docena de chuletas de cerdo, unos
cuantos huevos fritos y un plato de bollos calientes con menudillos y salsa, y
el caso era que no podía comérmelo todo. No me lo terminaba. Empezaba a dar
vueltas a como sería la cita, como sería ella en las distancias cortas, y
cuando me daba cuenta me había levantado sin rebañar el plato. Con el sueño
ocurría lo mismo. Podía decirse que no pegaba ojo. Me metía en la cama pensando
que aquella noche tenía que dormir, pero qué va. Pasaban cinco o seis minutos
antes de poder dar una cabezada. Y luego, después de nueve o diez horas apenas,
me despertaba. Bien despierto. Y no podía volver a dormir, cascado y hecho
cisco como estaba. En fin, resumiendo,
el caso es que me encontraba otra vez despierto, removiéndome y dándole
vueltas a la cabeza, hasta que ya no podía soportarlo más. Por eso fue que
me dije: “Ton, tus nervios van a acabar
desquiciándote, así que lo mejor es que pienses algo y pronto. Lo mejor es que
tomes una decisión,Ton, porque si no lamentarás no haberlo hecho.”
De modo que me puse a pensar y pensar, y luego pensé un poco
más. Y decidí que tenía que acudir a la cita. Así que me puse la ropa de los
domingos, y aquí estoy. Os diré algo de mí. Y os lo diré en serio. Hay una cosa
que no me ha faltado nunca. Apenas había hecho la primera comunión que las chicas empezaron a insinuárseme. Y
cuanto mayor me hacía, más mujeres había. De vez en cuando me decía a mi mismo:
“Ton, será mejor que hagas algo con las tías. Lo mejor será que lleves un
látigo y que te las quites de encima a latigazos, porque si no te matarán a
polvos.”
El caso es que no lo hice porque nunca he soportado que
peguen a una chica. En cuanto una me lloriquea un poco, me tiene cogido. Como
digo, para volver con lo que estábamos, nunca he tenido escasez de mujeres,
todas han sido de lo más generosas conmigo. Lo que no parece justificar que me
sintiera como un manojo de nervios, frente a esa puerta blanca, el dedo en el
timbre, tocándolo ya por tercera vez. Como sea, el caso es que tardaba mucho en
abrir. Entonces se me ocurrió pensar que quizás pudiera estar maquillándose. Es
decir, esperaba que fuera más o menos así. En otras palabras: “¿por qué no?”
La cuestión es que
volví a apretar el timbre por enésima vez. Ahora con más fuerza y más rabia. Y
tragué aire a bocanadas. Hacía mucho tiempo que no tragaba aire de ese modo.
Dije, "maldita sea", "¿vas a abrir, o no?"
Y en ese mismo momento oí una voz a mi espalda que me
gritó:"Será mejor que mire lo que hace. ¿Sabe lo que pasará de lo
contrario?
Me detuve y me giré en redondo. Era una mujer anciana, con
los ojos abiertos y grandes como platos.
-"¿Qué pasará?" le pregunté.
-Le diré lo que pasará exactamente, -respondió
ella-."Que avisaré a la policía. ¡Así que será mejor que lo recuerde y
deje de aporrear mi puerta!
- ¿Su puerta? -Pregunté yo-.
-Sí, mi puerta.
-Pero...pero...¿no es esta la casa de una chica muy guapa
que se llama Marlene?
-No, la señorita Marlene vive en la casa de al lado.
Le dediqué un significativo gesto de cabeza y acto seguido
fui hacia la otra puerta, cinco metros más allá. Iba a tocar el timbre cuando
oí que me llamaba. Me giré y la miré. Entonces me dijo:
-Hoy no la encontrará en casa. Está recitando poesía en el teatro
nacional de Catalunya.
Estuve a punto de dar un par o tres de cabezazos contra el
muro de piedra de la casa. Marlene me había plantado por un recital de poesía
en el teatro nacional de Catalunya.
-No irá a cometer ninguna locura, ¿verdad? -Me preguntó la
anciana-.
-¿Sólo porque Marlene
no está en casa? No, no voy a hacer nada-dije-. No más de lo que haría un
hombre desesperado.
-Bueno. Que lo pase bien, querido.
-Lo mismo le digo, señora.
Me di la vuelta y mientras bajaba la calle, recordé que
antes de llegar a este barrio chic había visto, cerca de una estación de metro, una freiduría regentada
por unos negros. Fui hasta allí y me
detuve a comer un plato de pescado frito con pan de centeno. Estaba demasiado
fastidiado para comer mucha comida; demasiado preocupado por mis
preocupaciones. Así que me zampé todo el asunto y luego pedí otra ración con
una taza de café. Y finalmente empecé a llorar y a desgañotarme como un becerro
en una tormenta de granizo.