24 marzo 2012

Los dos monjes y la hermosa muchacha (Anónimo japonés)

Dos monjes, Tanzán y Ekido, viajaban juntos por un camino embarrado. Llovía a cántaros y sin parar. Al llegar a un cruce se encontraron con una preciosa muchacha, vestida con un kimono y un ceñidor de seda, incapaz de vadear el camino.
-Vamos, muchacha -dijo Tanzán sin más. Y, levantándola en sus brazos sobre el barro, la pasó al otro lado.
Ekido no dijo ni una sola palabra, hasta que, ya de noche, llegaron al monasterio. Entonces no pudo resistir más.
-Los monjes como nosotros -le dijo a Tanzán- no deben acercarse a las mujeres, sobre todo si son bellas jovencitas. Es peligroso. ¿Por qué lo hiciste?
-Yo la dejé allí -contestó Tanzán-. ¿Es que tú todavía la llevas a cuesta?

02 marzo 2012

Un cuento triste, como la vida misma.

Volví la cabeza en dirección al sonido, era la melodía de “Still got the blues” de Gary Moore acompañada de la vibración de mi teléfono móvil. Mis ojos se abrieron. La luz que entraba por la ventana me hirió, pero los mantuve abiertos. Por unos instantes me sentí aturdido, intenté recordar donde estaba y percibí un sabor ingrato en la boca; luego, lo cogí y miré el nombre del llamante: Sin número. Tiré el teléfono sobre la mesita, dejándolo tocar la melodía y me tapé la cabeza con la almohada. Nunca me han gustado las llamadas de número desconocido. A los pocos segundos, sonó nuevamente, insistente. Me levanté de la cama y me dirigí a la ventana. Era un lunes lluvioso y triste como un inmenso sudario húmedo que envolviera la tierra. Curioseé a través de ella algún tiempo, contemplando los reflejos monótonos de la ciudad que empezaba a despertar. Finalmente me dirigí a la mesita y contesté el maldito teléfono:

-Diga, ¿quién me llama?

Al principio, no oí ningún ruido, pero, al rato, percibí el sonido de una respiración honda, jadeante.

-Diga.
-Le llama la policía, ¿donde está usted? preguntó una voz sutil y a la vez recia.

Me quedé turbado, con los labios muy apretados y la garganta contraída, por un instante creí que alguien me había propinado un golpe en la boca del estómago, y entonces, cuando recobré el aliento, Llevé un pitillo a mis labios y lo encendí.

-¿Me escucha usted? -dijo la voz misteriosa.

Está claro que uno no tiene muchas ganas de hablar en momentos como éste y pronuncié un lacónico "le escucho”, volví a decirlo y entonces una voz, muy suave y gentil me preguntó nuevamente donde me encontraba.

-Estoy en el hotel Gran Plaza, ¿por qué? -Pregunté inquieto-.
-Un coche le recogerá en 5 minutos, espere en el hall.
-Pero por qué, ¿ha pasado algo? -dije nervioso-.
-Se lo explicaré cuando le recoja en el hotel.

Colgó sin dejarme oportunidad de seguir preguntando. Lancé el teléfono sobre la cama y aplasté la colilla de mi cigarrillo en el cenicero - qué habrá pasado, pensé para mí-.Me vestí rápidamente, prescindiendo de la deseada ducha reparadora, y bajé al hall. A los pocos minutos entraron dos hombres jóvenes con ojos viejos, sagaces. Vestían con elegancia discreta. Rostros fuliginosos, curtidos. Policías, desde luego, encuadrados en la secreta, seguro. Cambiaron rápidas miradas entre sí como si se preguntaran cuáles podrían ser mis intenciones. Entonces el tipo más  alto, con traje gris marino, se acercó, me mostró una placa y me dijo:

—Creo no equivocarme. Nuestro coche está aparcado ahí fuera, sígame.

Me puse a su lado y flanqueado por el otro salimos del hotel. Subimos al coche y éste nos llevó al barrio de Pedrales. Luego, a la altura de la Calle Santa Teresa, enfilamos la calle Platón hasta llegar a un callejón sin salida. Allí otro coche y cuatro hombres esperaban. Me hicieron bajar del automóvil, la verdad es que eran unos muchachos poco simpáticos. Me cogieron del brazo y me llevaron ante el que parecía ser el jefe. Este me preguntó si me sentía con fuerzas para identificar el cuerpo de una mujer muerta, al final del oscuro y frio callejón.
La pregunta, tal como me la planteó,  me hizo sonreír.

—Claro que sí. Lo hago siempre antes de desayunar -contesté con ironía. ¿Me van a decir qué coño pasa aquí? -añadí algo cabreado-.

Entonces me enseño un móvil, modelo Nokia C7, y me dijo:

-Hemos encontrado su número grabado en la memoria, el único número, por cierto. Por eso está usted aquí.

Clavé la mirada unos segundos en el teléfono, alargué el brazo y dije:

-Déjeme verlo.

No me lo podía creer, era el mismo aparato que vi la noche anterior en aquel local de la calle Ganduxer. El que me enseñó aquella chica preciosa, Pamela.

-Donde está el cuerpo de la muchacha -pregunté muy serio.
-Allí-dijo señalando el fondo oscuro del callejón.

Le devolví el teléfono, y sin decir nada me dirigí hacia un bulto en posición fetal que estaba tapado con pedazos de cartones mohosos. Aparté uno de ellos y la vi. Era ella, Pamela, la chica  que conocí la noche anterior en la barra de "La casita blanca". Pamela era la bailarina principal. Cuando empezaba su número ya tenía al público como loco. Se movía como los ángeles y el aurea que desprendía hubiera redimido al mismísimo Lucifer, de estar éste presente. Muchos hombres habían debido babear noches enteras por Pamela en aquella caverna del pecado.  Noches como esta pasada, en la que recuerdo tuve que respirar hondo para tranquilizar mi corazón, sin éxito.
Entonces encendí un cigarrillo y miré el cielo encapotado, moteado de manchas oscuras y amenazantes. No podía quitármela de la cabeza, y siguiendo mi instinto, di una vuelta más de tuerca a mí atormentada existencia y me sumergí una vez más en los recuerdos. Como en un flash back cinematográfico recordé como nos conocimos. Recordé la noche anterior, gélida y negra, y como vagaba sin rumbo, buscando un último puerto en el que dejar amarrado mis sentidos. Recordé como me sentía; como un naufrago de un velero sin velas escudriñando el horizonte en busca de una  lengua de tierra donde saciar el ansia de seguir viviendo. El antro que tenía más próximo se llamaba “La casita blanca”, un local cuya atmósfera macerada por un irrespirable humo y vapor de alcohol, cobijaba la bailarina más cautivadora del “Ensanche barcelonés”, y cuya temperatura en su punto de inflexión era la del hierro candente. No lo dudé ni un segundo, y con lentitud y seguridad entré. Me acerqué a la barra, punto de anclaje para los náufragos de la loca esperanza, y pedí un gin-tonic con tres cubitos, ni uno más, ni uno menos. Luego me giré y dirigí la mirada al  escenario, donde la vi. Movía su llamativo cuerpo entre un bosque de velos multicolores que caían desde un cielo artificial moteado de estrellas destellantes que formaban la decoración del pequeño escenario. Recuerdo que me estremecí y palpité al contemplarla. Mirarla bailar tan sensualmente era como ver la vida extenderse, y la conciencia expandirse. Aquella mujer era lo más semejante a una princesa Maya, y parecía tener la facultad de plegar el espacio y el tiempo, es decir, de viajar a cualquier corazón yermo y desolado sin necesidad de moverse.  Esa divinidad era Nancy, también conocida con el nombre de Pamela. Tenía unas piernas cálidas y bien torneadas y una mirada inteligente que parecía desprender polvos siderales.  Recuerdo que en aquel momento sentí que mi corazón sufría una presión atmosférica que bordeaba los límites permitidos para la fisiología de cualquier ser corpóreo.    De todas las mujeres que había conocido, en la larga travesía de mi desierto emocional solo ella mostraba el verdor de la vegetación y el brillo del agua propio del Amazonas. Era como una pócima milagrosa e inesperada, y poseía un magnetismo irresistible que no me hizo suponer que un destino terrible se cernía sobre ella, ni que desde las tinieblas del deseo carnal, empezaba a caer en un viaje sin retorno…en una noche eterna de frio perpetuo.
Terminó su actuación y se dirigió a la barra. Se sentó en uno de los taburetes y pidió un Whisky con Red Bull al camarero negro con pinta de mandingo. Encendió un cigarrillo, y a través de las delgadas gasas de humo que ascendían parsimoniosas y cimbreantes hacia la tenue luz que coronaba su hermosa y refulgente cabellera, me miró. Aquellos dos ojos de depredadora de la noche habituados a traspasar la oscuridad me tenían apresado. Era como si una fuerza poderosa e invisible me hubiera inmovilizado. Recuerdo como primero me inspeccionó con fría brevedad. Sus ojos observaban con mirada ambigua. Luego mutaron, empezaron a brillar, y me miraron directamente, sin pestañear, con atención, como si quisiera traspasar mi mente para saber que estaba pensando en ese preciso momento. Todo eso duró muy poco…unos segundos…pero si se midiera  por mi impresión, transcurrió casi una eternidad…desde luego mucho más tiempo que el que pasó realmente…
 Entonces giró levemente sobre sí  y con un gesto de sensualidad que nunca podré olvidar,  me dijo:

-Me acompañas y charlamos un rato.

Cogí mi copa, apagué el cigarrillo en el cenicero mal oliente repleto de  colillas, y me senté a su lado, rozando su cadera involuntariamente.

-¿Como te llamas? -me preguntó mientras recorría mi cuerpo con la mirada, en una lenta declinación.
Yo la seguía mirando. Parecía envuelta en una especie de aura a la que contribuía su exótica belleza. Una verdadera delicia para los sentidos –pensé, mientras mis ojos chispeantes prendían la luz modelada por aquel cuerpo hermoso-. Saboreé su perfección durante unos segundos antes de contestar. Quería grabar aquel lienzo iluminado en mi memoria para siempre. Era cobriza clara, con una melena brillante y exuberante que resplandecía como el pelaje de un felino. Mis ojos se detuvieron en la suave curva de sus senos, que el amplio escote dejaba casi al descubierto. Los dorados pechos marciales de aquella mujer no cesaban de mirarme con descaro, y sus ojos de color miel, rutilantes y rodeados por oscuras y largas pestañas negras, me miraban con mayor fijeza si cabe, y debo reconocer, que aquella efervescencia de sensualidad que escapaba avivada y deliberadamente de sus rojos labios húmedos y carnosos, llegó casi a turbarme.

-¿Tiene importancia? -contesté.

Ella no hizo ni caso. Seguramente porque mi nombre, como yo pensaba,  le importaba un bledo.

-Ves esto-me dijo señalando sus piernas ligeramente entreabiertas.

Sorprendido, bajé la mirada, y las miré. Eran preciosas, como las columnas jónicas que siempre pensé  debían sostener el frontispicio de la puerta de entrada al paraíso. Luego, levanté la vista, clavé mis ojos en los suyos, y un sudor ardiente me recorrió de arriba abajo.

- Hace frío fuera, mete la mano y calientalas-me dijo manteniendo el pulso de mi mirada, sin permitir tan solo un pestañeo de sus párpados pintados de argéntea purpurina.
Menudo comienzo-pensé para mis adentros-. Un comienzo es un tiempo muy delicado, y solo el conocimiento puede tener el poder suficiente para controlar los instintos. Mi instinto me decía que metiera la mano. Pero sabía que si lo hacía, moriría de pasión. Dicen que el ser humano puede resistir cualquier dolor, si éste está  localizado, pero yo estaba a punto de explotar, esa es la verdad. También sabía sin embargo que era una prueba que tenía que superar. Si no, sería enteramente suyo, hasta el punto de controlarme  por completo. Yo ya había conocido en mi pasado reciente los efectos devastadores que una mujer de esas características podía producir en un corazón convaleciente.  Ninguna criatura terrenal había soportado tanto como yo. Entonces, en un giro inesperado del destino, sonó la melodía de mi teléfono móvil “Still got the blues” de Gary Moore.  Ella me miró y sin darme tiempo a reaccionar, se deslizó del taburete  con una sensualidad que nunca había ni imaginado,  y dijo:
-Espérame, ahora vuelvo…

A los dos minutos estaba frente a mí nuevamente. Tenía en su mano un móvil Nokia C7, nuevo, resplandeciente, y me dijo:

-Me lo han regalado el otro día, el cliente estaba sin blanca y me pagó con esto. Está vacío y me gustaría que me grabaras la melodía que acabo de oír, es preciosa.
-Es “Still got the blues” de Gary Moore-le dije-.
-No sé quién es, pero me gusta, ¿me la grabas, por favor?
-Claro, configúralo en Blutooth y te la paso -dije yo sencillamente-.

En ese momento vi como un velo de inquietud y ansiedad empañaba sus ojos.

-Toma-me dijo poniendo su móvil en mi mano- nunca llevo las gafas para trabajar y no veo bien las letras pequeñas del teléfono.

Su respuesta me extrañó, sus ojos no eran de miope, y tampoco vi señales de gafas en su preciosa nariz.

-Muy bien, no te preocupes, ya lo hago yo.

Cogí su teléfono, lo configuré, y me di cuenta que estaba efectivamente completamente vacío, ni un solo contacto, ni una sola imagen, ni una sola canción. Me chocó.

-¿Quieres que te agregue algo más?
-Sí, tu número de teléfono, y más música si tienes.

Le di mi tarjeta donde constaba mi teléfono, quería comprobar algo, y le dije:

-Toma, ahí está mi número y dirección, guárdala y ya lo anotarás más tarde.

No miró la tarjeta, ni hizo el ademán de cogerla.

-No, grábalo tú mismo por favor.

Clavé la mirada, un poco sorprendido,  en sus hermosos ojos unos segundos y le dije:

-¿Cómo te llamas?
-Nancy, pero aquí en “La casita blanca” me llamo Pamela.
- Pamela... mírame a los ojos fijamente y dime una cosa: ¿no sabes leer, verdad?

Apartó sus ojos de mí.

-No, pero no lo sabe nadie, y quiero que siga así…tampoco creo que le importe a la gente que viene aquí.

 Dijo esto con una nota de amargura, suave y triste a la vez.

-A mi me importa- dije cogiendo su mano tiernamente, al tiempo que encendía un cigarrillo y observaba cómo las volutas de humo ascendían hasta el techo y se desvanecían-.
Pamela por su parte no apartó la vista de mí y sonrió tristemente, pero sonrió.

-La verdad es que me avergüenzo de mí misma. He sido una desdichada toda mi vida y, además, nunca he ido a la escuela. Pensarás que soy una analfabeta, y no te censuro, pero me defiendo bien como soy. La vida no ha sido fácil para mí, y por mucho que te dijese, jamás me creerías, pero sigo adelante, y pienso seguir si Dios me ayuda.
Esa chica me fascinaba. De noche y desde aquí todo parecía tan diferente. Resultaba tan misterioso y a la vez tan luminoso. Y sin embargo yo seguía en  la oscuridad más absoluta en todo lo tocante a esa chica. Pero le veía algo diferente a las demás, algo que no sabría explicar… ella era otra cosa. No era una copia más. Ella era como sirio, la estrella más brillante del Universo conocido. Veinte veces más brillante que nuestro sol. También como sirio, ella parecía ser en realidad un sistema estelar binario compuesto de dos estrellas que orbitaban mutuamente alrededor de un Yo común. Y esto, creo,  es lo que me atraía de ella, casi de forma obsesiva. Esa dualidad. Esa plasticidad mental y emocional que le permitía ser engañosamente feliz. Aristóteles dijo que la felicidad es un hábito, o el resultado de varios hábitos. Yo sabía que ella no sabía quién era Aristóteles, ni lo había leído nunca, pero cuanto habría aprendido él, de conocer a esa chica.
Entonces, en un giro espectacular,  para retornar supongo al principio de su acercamiento a mí, su rostro mutó, sonrió como una niña traviesa y danzándole los ojos adoptó una postura como jamás habría imaginado ni el  mejor de los dibujantes eróticos. Era una Circe, una bruja tentadora, la imagen viva de la voluptuosidad, una figura de mármol caliente cuya contemplación sólo les estaba reservada a los dioses. El borde del vestido había ascendido rápidamente, permitiendo que las redondeces bajo el vaporoso vestido adoptasen una simetría mágica, terminando en la súbita tersura de sus muslos cobrizos. Dije entonces:

-Cuando quieras, yo te enseño a leer y escribir.

Me miró, con aquella mirada profunda suya, parecía una niña, una hermosísima niña que hubiese crecido demasiado y alcanzado las formas opulentas de una mujer, pero que lo seguía siendo, con su sonrisa maliciosa y traviesa. Su boca seguía siendo una cosa húmeda, deliciosamente roja, firme, y, sin embargo, pronta a vibrar como un diapasón en el instante que fuera tocado. Me envió un beso y me dijo, sonriente:

-Si, ¿lo harás? Me encantaría.

Encendió dos pitillos al mismo tiempo e introdujo uno en mi boca. Sabía a carmín de labios, y no me desagradaba el gusto. Habría querido saborearlo de nuevo, pero esta vez en su propia fuente. Nos cogimos de la mano, como novios o amantes, o como si nos hubiéramos conocido toda la vida, y nos pusimos a conversar como la cosa más natural del mundo. Luego me despedí, y quedé en llamarla al día siguiente.

Y aquí me encontraba, en el día siguiente, delante de un cuerpo inerte, rígido y frio. Su cuerpo. Ese cuerpo que solo unas horas antes había hecho babear a muchos náufragos de la noche, y que a mí me había hecho soñar.
Me giré, miré al policía y le expliqué la historia. Toda la historia tal como la recordaba, y hasta el momento en que me despedí de ella, ya de madrugada, en aquel local llamado “La casita blanca”. El me escuchó. Todo se redujo a un simple monologo. Cuando terminé, le pregunté de qué había muerto, y él me contestó:

-De lo que suelen morir todas esas chicas: Cocaína y tristeza. Ah, por cierto, la hemos encontrado con los auriculares de su móvil puestos y escuchando la única canción que tenía: Still got the blues, de Gary Moore. Por lo menos murió acompañada...de música.