Volví la cabeza en dirección al sonido, era la
melodía de “Still got the blues” de Gary Moore acompañada de la
vibración de mi teléfono móvil. Mis ojos se abrieron. La luz que
entraba por la ventana me hirió, pero los mantuve abiertos. Por unos
instantes me sentí aturdido, intenté recordar donde estaba y percibí un
sabor ingrato en la boca; luego, lo cogí y miré el nombre del
llamante: Sin número. Tiré el teléfono sobre la mesita, dejándolo tocar
la melodía y me tapé la cabeza con la almohada. Nunca me han gustado
las llamadas de número desconocido. A los pocos segundos, sonó
nuevamente, insistente. Me levanté de la cama y me dirigí a la ventana.
Era un lunes lluvioso y triste como un inmenso sudario húmedo que
envolviera la tierra. Curioseé a través de ella algún tiempo,
contemplando los reflejos monótonos de la ciudad que empezaba a
despertar. Finalmente me dirigí a la mesita y contesté el maldito
teléfono:
-Diga, ¿quién me llama?
Al principio, no oí ningún ruido, pero, al rato, percibí el sonido de una respiración honda, jadeante.
-Diga.
-Le llama la policía, ¿donde está usted? preguntó una voz sutil y a la vez recia.
Me
quedé turbado, con los labios muy apretados y la garganta contraída,
por un instante creí que alguien me había propinado un golpe en la boca
del estómago, y entonces, cuando recobré el aliento, Llevé un pitillo a
mis labios y lo encendí.
-¿Me escucha usted? -dijo la voz misteriosa.
Está
claro que uno no tiene muchas ganas de hablar en momentos como éste y
pronuncié un lacónico "le escucho”, volví a decirlo y entonces una voz,
muy suave y gentil me preguntó nuevamente donde me encontraba.
-Estoy en el hotel Gran Plaza, ¿por qué? -Pregunté inquieto-.
-Un coche le recogerá en 5 minutos, espere en el hall.
-Pero por qué, ¿ha pasado algo? -dije nervioso-.
-Se lo explicaré cuando le recoja en el hotel.
Colgó
sin dejarme oportunidad de seguir preguntando. Lancé el teléfono sobre
la cama y aplasté la colilla de mi cigarrillo en el cenicero - qué
habrá pasado, pensé para mí-.Me vestí rápidamente, prescindiendo de la
deseada ducha reparadora, y bajé al hall. A los pocos minutos entraron
dos hombres jóvenes con ojos viejos, sagaces. Vestían con elegancia
discreta. Rostros fuliginosos, curtidos. Policías, desde luego,
encuadrados en la secreta, seguro. Cambiaron rápidas miradas entre sí
como si se preguntaran cuáles podrían ser mis intenciones. Entonces el
tipo más alto, con traje gris marino, se acercó, me mostró una placa y
me dijo:
—Creo no equivocarme. Nuestro coche está aparcado ahí fuera, sígame.
Me
puse a su lado y flanqueado por el otro salimos del hotel. Subimos al
coche y éste nos llevó al barrio de Pedrales. Luego, a la altura de la
Calle Santa Teresa, enfilamos la calle Platón hasta llegar a un
callejón sin salida. Allí otro coche y cuatro hombres esperaban. Me
hicieron bajar del automóvil, la verdad es que eran unos muchachos poco
simpáticos. Me cogieron del brazo y me llevaron ante el que parecía
ser el jefe. Este me preguntó si me sentía con fuerzas para identificar
el cuerpo de una mujer muerta, al final del oscuro y frio callejón.
La pregunta, tal como me la planteó, me hizo sonreír.
—Claro
que sí. Lo hago siempre antes de desayunar -contesté con ironía. ¿Me
van a decir qué coño pasa aquí? -añadí algo cabreado-.
Entonces me enseño un móvil, modelo Nokia C7, y me dijo:
-Hemos encontrado su número grabado en la memoria, el único número, por cierto. Por eso está usted aquí.
Clavé la mirada unos segundos en el teléfono, alargué el brazo y dije:
-Déjeme verlo.
No
me lo podía creer, era el mismo aparato que vi la noche anterior en
aquel local de la calle Ganduxer. El que me enseñó aquella chica
preciosa, Pamela.
-Donde está el cuerpo de la muchacha -pregunté muy serio.
-Allí-dijo señalando el fondo oscuro del callejón.
Le
devolví el teléfono, y sin decir nada me dirigí hacia un bulto en
posición fetal que estaba tapado con pedazos de cartones mohosos.
Aparté uno de ellos y la vi. Era ella, Pamela, la chica que conocí la
noche anterior en la barra de "La casita blanca". Pamela era la
bailarina principal. Cuando empezaba su número ya tenía al público como
loco. Se movía como los ángeles y el aurea que desprendía hubiera
redimido al mismísimo Lucifer, de estar éste presente. Muchos hombres
habían debido babear noches enteras por Pamela en aquella caverna del
pecado. Noches como esta pasada, en la que recuerdo tuve que respirar
hondo para tranquilizar mi corazón, sin éxito.
Entonces
encendí un cigarrillo y miré el cielo encapotado, moteado de manchas
oscuras y amenazantes. No podía quitármela de la cabeza, y siguiendo mi
instinto, di una vuelta más de tuerca a mí atormentada existencia y me
sumergí una vez más en los recuerdos. Como en un flash back
cinematográfico recordé como nos conocimos. Recordé la noche anterior,
gélida y negra, y como vagaba sin rumbo, buscando un último puerto en
el que dejar amarrado mis sentidos. Recordé como me sentía; como un
naufrago de un velero sin velas escudriñando el horizonte en busca de
una lengua de tierra donde saciar el ansia de seguir viviendo. El
antro que tenía más próximo se llamaba “La casita blanca”, un local
cuya atmósfera macerada por un irrespirable humo y vapor de alcohol,
cobijaba la bailarina más cautivadora del “Ensanche barcelonés”, y cuya
temperatura en su punto de inflexión era la del hierro candente. No lo
dudé ni un segundo, y con lentitud y seguridad entré. Me acerqué a la
barra, punto de anclaje para los náufragos de la loca esperanza, y pedí
un gin-tonic con tres cubitos, ni uno más, ni uno menos. Luego me giré
y dirigí la mirada al escenario, donde la vi. Movía su llamativo
cuerpo entre un bosque de velos multicolores que caían desde un cielo
artificial moteado de estrellas destellantes que formaban la decoración
del pequeño escenario. Recuerdo que me estremecí y palpité al
contemplarla. Mirarla bailar tan sensualmente era como ver la vida
extenderse, y la conciencia expandirse. Aquella mujer era lo más
semejante a una princesa Maya, y parecía tener la facultad de plegar el
espacio y el tiempo, es decir, de viajar a cualquier corazón yermo y
desolado sin necesidad de moverse. Esa divinidad era Nancy, también
conocida con el nombre de Pamela. Tenía unas piernas cálidas y bien
torneadas y una mirada inteligente que parecía desprender polvos
siderales. Recuerdo que en aquel momento sentí que mi corazón sufría
una presión atmosférica que bordeaba los límites permitidos para la
fisiología de cualquier ser corpóreo. De todas las mujeres que había
conocido, en la larga travesía de mi desierto emocional solo ella
mostraba el verdor de la vegetación y el brillo del agua propio del
Amazonas. Era como una pócima milagrosa e inesperada, y poseía un
magnetismo irresistible que no me hizo suponer que un destino terrible
se cernía sobre ella, ni que desde las tinieblas del deseo carnal,
empezaba a caer en un viaje sin retorno…en una noche eterna de frio
perpetuo.
Terminó su actuación y se
dirigió a la barra. Se sentó en uno de los taburetes y pidió un Whisky
con Red Bull al camarero negro con pinta de mandingo. Encendió un
cigarrillo, y a través de las delgadas gasas de humo que ascendían
parsimoniosas y cimbreantes hacia la tenue luz que coronaba su hermosa y
refulgente cabellera, me miró. Aquellos dos ojos de depredadora de la
noche habituados a traspasar la oscuridad me tenían apresado. Era como
si una fuerza poderosa e invisible me hubiera inmovilizado. Recuerdo
como primero me inspeccionó con fría brevedad. Sus ojos observaban con
mirada ambigua. Luego mutaron, empezaron a brillar, y me miraron
directamente, sin pestañear, con atención, como si quisiera traspasar
mi mente para saber que estaba pensando en ese preciso momento. Todo
eso duró muy poco…unos segundos…pero si se midiera por mi impresión,
transcurrió casi una eternidad…desde luego mucho más tiempo que el que
pasó realmente…
Entonces giró levemente sobre sí y con un gesto de sensualidad que nunca podré olvidar, me dijo:
-Me acompañas y charlamos un rato.
Cogí
mi copa, apagué el cigarrillo en el cenicero mal oliente repleto de
colillas, y me senté a su lado, rozando su cadera involuntariamente.
-¿Como te llamas? -me preguntó mientras recorría mi cuerpo con la mirada, en una lenta declinación.
Yo
la seguía mirando. Parecía envuelta en una especie de aura a la que
contribuía su exótica belleza. Una verdadera delicia para los sentidos
–pensé, mientras mis ojos chispeantes prendían la luz modelada por
aquel cuerpo hermoso-. Saboreé su perfección durante unos segundos
antes de contestar. Quería grabar aquel lienzo iluminado en mi memoria
para siempre. Era cobriza clara, con una melena brillante y exuberante
que resplandecía como el pelaje de un felino. Mis ojos se detuvieron en
la suave curva de sus senos, que el amplio escote dejaba casi al
descubierto. Los dorados pechos marciales de aquella mujer no cesaban
de mirarme con descaro, y sus ojos de color miel, rutilantes y rodeados
por oscuras y largas pestañas negras, me miraban con mayor fijeza si
cabe, y debo reconocer, que aquella efervescencia de sensualidad que
escapaba avivada y deliberadamente de sus rojos labios húmedos y
carnosos, llegó casi a turbarme.
-¿Tiene importancia? -contesté.
Ella no hizo ni caso. Seguramente porque mi nombre, como yo pensaba, le importaba un bledo.
-Ves esto-me dijo señalando sus piernas ligeramente entreabiertas.
Sorprendido,
bajé la mirada, y las miré. Eran preciosas, como las columnas jónicas
que siempre pensé debían sostener el frontispicio de la puerta de
entrada al paraíso. Luego, levanté la vista, clavé mis ojos en los
suyos, y un sudor ardiente me recorrió de arriba abajo.
-
Hace frío fuera, mete la mano y calientalas-me dijo manteniendo el
pulso de mi mirada, sin permitir tan solo un pestañeo de sus párpados
pintados de argéntea purpurina.
Menudo
comienzo-pensé para mis adentros-. Un comienzo es un tiempo muy
delicado, y solo el conocimiento puede tener el poder suficiente para
controlar los instintos. Mi instinto me decía que metiera la mano. Pero
sabía que si lo hacía, moriría de pasión. Dicen que el ser humano
puede resistir cualquier dolor, si éste está localizado, pero yo
estaba a punto de explotar, esa es la verdad. También sabía sin embargo
que era una prueba que tenía que superar. Si no, sería enteramente
suyo, hasta el punto de controlarme por completo. Yo ya había conocido
en mi pasado reciente los efectos devastadores que una mujer de esas
características podía producir en un corazón convaleciente. Ninguna
criatura terrenal había soportado tanto como yo. Entonces, en un giro
inesperado del destino, sonó la melodía de mi teléfono móvil “Still got
the blues” de Gary Moore. Ella me miró y sin darme tiempo a
reaccionar, se deslizó del taburete con una sensualidad que nunca
había ni imaginado, y dijo:
-Espérame, ahora vuelvo…
A los dos minutos estaba frente a mí nuevamente. Tenía en su mano un móvil Nokia C7, nuevo, resplandeciente, y me dijo:
-Me
lo han regalado el otro día, el cliente estaba sin blanca y me pagó
con esto. Está vacío y me gustaría que me grabaras la melodía que acabo
de oír, es preciosa.
-Es “Still got the blues” de Gary Moore-le dije-.
-No sé quién es, pero me gusta, ¿me la grabas, por favor?
-Claro, configúralo en Blutooth y te la paso -dije yo sencillamente-.
En ese momento vi como un velo de inquietud y ansiedad empañaba sus ojos.
-Toma-me dijo poniendo su móvil en mi mano- nunca llevo las gafas para trabajar y no veo bien las letras pequeñas del teléfono.
Su respuesta me extrañó, sus ojos no eran de miope, y tampoco vi señales de gafas en su preciosa nariz.
-Muy bien, no te preocupes, ya lo hago yo.
Cogí
su teléfono, lo configuré, y me di cuenta que estaba efectivamente
completamente vacío, ni un solo contacto, ni una sola imagen, ni una
sola canción. Me chocó.
-¿Quieres que te agregue algo más?
-Sí, tu número de teléfono, y más música si tienes.
Le di mi tarjeta donde constaba mi teléfono, quería comprobar algo, y le dije:
-Toma, ahí está mi número y dirección, guárdala y ya lo anotarás más tarde.
No miró la tarjeta, ni hizo el ademán de cogerla.
-No, grábalo tú mismo por favor.
Clavé la mirada, un poco sorprendido, en sus hermosos ojos unos segundos y le dije:
-¿Cómo te llamas?
-Nancy, pero aquí en “La casita blanca” me llamo Pamela.
- Pamela... mírame a los ojos fijamente y dime una cosa: ¿no sabes leer, verdad?
Apartó sus ojos de mí.
-No, pero no lo sabe nadie, y quiero que siga así…tampoco creo que le importe a la gente que viene aquí.
Dijo esto con una nota de amargura, suave y triste a la vez.
-A
mi me importa- dije cogiendo su mano tiernamente, al tiempo que
encendía un cigarrillo y observaba cómo las volutas de humo ascendían
hasta el techo y se desvanecían-.
Pamela por su parte no apartó la vista de mí y sonrió tristemente, pero sonrió.
-La
verdad es que me avergüenzo de mí misma. He sido una desdichada toda
mi vida y, además, nunca he ido a la escuela. Pensarás que soy una
analfabeta, y no te censuro, pero me defiendo bien como soy. La vida no
ha sido fácil para mí, y por mucho que te dijese, jamás me creerías,
pero sigo adelante, y pienso seguir si Dios me ayuda.
Esa
chica me fascinaba. De noche y desde aquí todo parecía tan diferente.
Resultaba tan misterioso y a la vez tan luminoso. Y sin embargo yo
seguía en la oscuridad más absoluta en todo lo tocante a esa chica.
Pero le veía algo diferente a las demás, algo que no sabría explicar…
ella era otra cosa. No era una copia más. Ella era como sirio, la
estrella más brillante del Universo conocido. Veinte veces más
brillante que nuestro sol. También como sirio, ella parecía ser en
realidad un sistema estelar binario compuesto de dos estrellas que
orbitaban mutuamente alrededor de un Yo común. Y esto, creo, es lo que
me atraía de ella, casi de forma obsesiva. Esa dualidad. Esa
plasticidad mental y emocional que le permitía ser engañosamente feliz.
Aristóteles dijo que la felicidad es un hábito, o el resultado de
varios hábitos. Yo sabía que ella no sabía quién era Aristóteles, ni lo
había leído nunca, pero cuanto habría aprendido él, de conocer a esa
chica.
Entonces, en un giro
espectacular, para retornar supongo al principio de su acercamiento a
mí, su rostro mutó, sonrió como una niña traviesa y danzándole los ojos
adoptó una postura como jamás habría imaginado ni el mejor de los
dibujantes eróticos. Era una Circe, una bruja tentadora, la imagen viva
de la voluptuosidad, una figura de mármol caliente cuya contemplación
sólo les estaba reservada a los dioses. El borde del vestido había
ascendido rápidamente, permitiendo que las redondeces bajo el vaporoso
vestido adoptasen una simetría mágica, terminando en la súbita tersura
de sus muslos cobrizos. Dije entonces:
-Cuando quieras, yo te enseño a leer y escribir.
Me
miró, con aquella mirada profunda suya, parecía una niña, una
hermosísima niña que hubiese crecido demasiado y alcanzado las formas
opulentas de una mujer, pero que lo seguía siendo, con su sonrisa
maliciosa y traviesa. Su boca seguía siendo una cosa húmeda,
deliciosamente roja, firme, y, sin embargo, pronta a vibrar como un
diapasón en el instante que fuera tocado. Me envió un beso y me dijo,
sonriente:
-Si, ¿lo harás? Me encantaría.
Encendió
dos pitillos al mismo tiempo e introdujo uno en mi boca. Sabía a
carmín de labios, y no me desagradaba el gusto. Habría querido
saborearlo de nuevo, pero esta vez en su propia fuente. Nos cogimos de
la mano, como novios o amantes, o como si nos hubiéramos conocido toda
la vida, y nos pusimos a conversar como la cosa más natural del mundo.
Luego me despedí, y quedé en llamarla al día siguiente.
Y
aquí me encontraba, en el día siguiente, delante de un cuerpo inerte,
rígido y frio. Su cuerpo. Ese cuerpo que solo unas horas antes había
hecho babear a muchos náufragos de la noche, y que a mí me había hecho
soñar.
Me giré, miré al policía y le
expliqué la historia. Toda la historia tal como la recordaba, y hasta
el momento en que me despedí de ella, ya de madrugada, en aquel local
llamado “La casita blanca”. El me escuchó. Todo se redujo a un simple
monologo. Cuando terminé, le pregunté de qué había muerto, y él me
contestó:
-De
lo que suelen morir todas esas chicas: Cocaína y tristeza. Ah, por
cierto, la hemos encontrado con los auriculares de su móvil puestos y
escuchando la única canción que tenía: Still got the blues, de Gary
Moore. Por lo menos murió acompañada...de música.
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