Hace muy pocos días una buena amiga, médico pediatra para más señas, me pidió de
forma sibilina colaborar con ella, por aquello de, palabras textuales
suyas:” ser yo el mejor escritor con diferencia de los que ella conoce.” Es claro que el hecho de trabajar a diario
con seres inmaduros ha debido influir en su elección. Pero como no quiero dejar
duda alguna sobre lo que estoy declarando, y para que quede constancia escrita
de que no miento, les copio y
pego la conversación tal cual se produjo:
Mi amiga: ¿Ton, tienes un momentito para dedicarme, mi amor?
Yo: Espera dos minutos que se me pega el arroz, ¿podrás esperarme mi vida?
Mi amiga: ¿Dos minutos? ¡Y toda la eternidad, mi amor!
Ve, ve tranquilo, aquí estaré, mirando en la distancia hasta que en ella asomes.
Yo: Pues ya estoy aquí, tesoro mío, para lo que gustes mandar a este humilde y obediente feudatario tuyo
Mi amiga: No tengo nada que mandarte, mi amor, me basta con saber que estás ahí e imaginarte, silente, demudada ante tu seductora presencia.
Yo: ¡Ay, qué bellas palabras! Si de tu boca pudiera beberlas me bastaría para saciar toda mi sed atrasada.
Mi amiga: Aunque... ya que tan amablemente te ofreciste a otorgarme un deseo...
Yo: Tus deseos son órdenes, amada mía
Mi amiga: Pues tal vez, quizá, me atreviese a pedirte que incidieses aún más en la huella que tu imagen provoca en mi memoria, en mi corazón, en mi sentimiento.
Yo: ¿Cómo
podría hacer eso, mi cielo?
Mi amiga: Ay, ay, ay ¡Llámame atrevida!
Yo: ¡¡Atrevida!! ¿No era ese tu deseo? pues cumplido.
Mi amiga: No, no era ese. Quería acrecentar mis ya elevados niveles de percepción con los que inundas mí día a día, mí hora a hora, mí cada segundo, pleno de tu imagen. Y se me ocurrió que podrías colaborar conmigo en un libro que estoy preparando.
Mi amiga: Ay, ay, ay ¡Llámame atrevida!
Yo: ¡¡Atrevida!! ¿No era ese tu deseo? pues cumplido.
Mi amiga: No, no era ese. Quería acrecentar mis ya elevados niveles de percepción con los que inundas mí día a día, mí hora a hora, mí cada segundo, pleno de tu imagen. Y se me ocurrió que podrías colaborar conmigo en un libro que estoy preparando.
Bien, hasta
aquí puedo escribir, el resto es muy íntimo y no viene a cuento. Ya han visto
que no miento. La conversación existió,
la acaban de repasar.
Ya saben ustedes que el leer todas las
noches hasta altas horas causa estragos en las mujeres. Hace que tengan ideas
raras. La idea de mi amiga esta vez era
la de hacernos ricos. Sí, ya sé que como idea no es muy novedosa, pero a ella se
le ocurre cíclicamente y cada vez que lo hace tiemblan los cimientos del
capitalismo. Dentro del mundo de los que quieren hacerse millonarios hay tres
grupos. Están los japoneses, obsesionados con encontrar el tesoro que el General
Yamashita escondió al final de la II Guerra Mundial en Filipinas. Luego los
españoles, muchos más ambiciosos, guapos y altos, obsesionados con hallar el
pecio del Galeón San José, el barco más cargado de tesoros
(11 millones de monedas de oro valoradas, hoy,
en 6000 millones de Dólares) provenientes de las colonias que salió
desde el puerto de Cartagena hacia España el 7 de junio de 1708 bajo el mando
del almirante José Fernández de Santillán y hundido por barcos ingleses (siempre
ellos, malditos sajones) en frente de la península de Barú (actual mar de Colombia).
Y finalmente los que quieren hacerse millonarios escribiendo un libro. Mi
amiga pertenece a este último grupo. Recuerdo otra conversación en la que, toda
excitada, vino a decirme que si colaboraba con ella iba a ser maravilloso. Que nos íbamos a hacer
ricos. Que el mundo de la cultura iba a rendirse ante nuestra obra cumbre. Ah,
y recuerdo que esa misma tarde me dijo que se iba de compras a Loewe a cuenta
de la inmensa fortuna que íbamos a amasar.
Yo, hasta la
fecha, lo más largo que había escrito había sido un poema de cuatro versos para
una chica lituana que conocí en una tienda de “Todo a 1 euro”, así es que me hallaba
algo desentrenado, como ustedes supondrán.
Pero con el arrojo que me caracteriza, pensé en recurrir a Jessica, mi vecina
del quinto a la que se le dan muy bien estas chapuzas literarias y que se gana
el sustento haciendo la calle, actividad en la que tiene mucha práctica y que
le sale estupendamente por darse la circunstancia de dominar la lengua como
ninguna otra.. Pero el caso es que no la hallé en su domicilio –quizá debido a
que estaba justamente haciendo la calle– y tuve que desistir de mi empeño, pues
el tiempo, y mi amiga, me
apremiaban.
Por fortuna, la solución de mi dilema no se hizo esperar. Recibí la llamada de otra amiga, Melisa Felicidad Rodríguez, una mujer excepcional, siempre dispuesta a nuevas emociones y que parece ser el colmo de la exquisitez femenina. ¡Ah, tiene grandes tetas y también hace la calle!
¿Qué mejor idea? Dos estupendos amigos con derecho a roce, escribiendo juntos su meliflua historia. Su sensibilidad y mis ideas, su delicadeza femenina y mi poder sintetizador y dominio de la palabra escrita. ¡Ah! El resultado prometía ser competente y prometedor.
Como supuse, Melisa felicidad estuvo encantada con la idea. A ella mis ideas siempre le encantan, no sé por qué, y a mí me llena de orgullo y de alimento para mi ego. Apagamos las luces y encendimos velas aromáticas, para lograr un efecto romántico más idóneo y nos sentamos en el sofá. Muy juntitos. Ella sacó un bloc de color fucsia de su bolso, cosa que me extrañó.
Por fortuna, la solución de mi dilema no se hizo esperar. Recibí la llamada de otra amiga, Melisa Felicidad Rodríguez, una mujer excepcional, siempre dispuesta a nuevas emociones y que parece ser el colmo de la exquisitez femenina. ¡Ah, tiene grandes tetas y también hace la calle!
¿Qué mejor idea? Dos estupendos amigos con derecho a roce, escribiendo juntos su meliflua historia. Su sensibilidad y mis ideas, su delicadeza femenina y mi poder sintetizador y dominio de la palabra escrita. ¡Ah! El resultado prometía ser competente y prometedor.
Como supuse, Melisa felicidad estuvo encantada con la idea. A ella mis ideas siempre le encantan, no sé por qué, y a mí me llena de orgullo y de alimento para mi ego. Apagamos las luces y encendimos velas aromáticas, para lograr un efecto romántico más idóneo y nos sentamos en el sofá. Muy juntitos. Ella sacó un bloc de color fucsia de su bolso, cosa que me extrañó.
–Trae algo para escribir–. Y vamos a empezar-me dijo-.
– ¿Algo para escribir?
– ¡Claro! –repuso–. ¿No pretenderás que escribamos una historia muy romántica sin primero esbozar los personajes y hacer un borrador? Y yo no encuentro mi bolígrafo.
Yo he usado siempre ordenador para todo, hasta para hacer la lista de la compra. Así es que bolígrafos en mi casa no había.
–Bajo a la tienda, no tardo nada –dije. Y me marché a comprar una caja de bolígrafos Bic de punta fina, por si la historia se alargaba más de lo esperado. Desafortunadamente los compré de color verde y, cuando regresé, Felicia se enfadó conmigo.
– ¡Si es que no sirves para nada, Ton! ¡Qué cabeza la tuya! ¿Por qué los has comprado de color verde? No sabes que el verde tiene poco contraste y daña la vista –rezongó, dándome un capón cariñoso como reproche.
-Pues el rey
de España, Juan Carlos I, escribe en verde por aquello de que V.E.R.D.E es el
acrónimo de Viva El Rey De España.
-El verde no
sirve, Ton, y deja al rey que escriba como le dé la gana, que para eso es el
rey. Yo me niego a escribir una historia de amor en verde. Hay que utilizar un
color más oscuro, así que o ideas algo para aprovechar estos bolígrafos o bajas
a la tienda a comprar otros.
- No te preocupes, Melisa felicidad, tengo una idea. De hecho no es mía, se la vi en un capítulo de Mac Gyver.
- No te preocupes, Melisa felicidad, tengo una idea. De hecho no es mía, se la vi en un capítulo de Mac Gyver.
Fui a la
cocina, llené un cazo de agua, deposité los bolígrafos dentro, en baño maría, y encendí la vitrocerámica. A
no muy alta temperatura, para que el agua hirviera lentamente. Recuerdo que en
aquel episodio de Mac Gyver, éste decía que las cosas una vez hervidas
cambiaban de color. El caso es que tras denodados esfuerzos, me quemé algunos
cuantos dedos al remover los bolígrafos en el agua hirviendo, algunos de ellos hasta
los nudillos, y finalmente, al ver que se ablandaban y se retorcían como
anguilas en el agua hirviendo y, tras otra colleja de Melisa felicidad, esta
menos cariñosa, desistí de mi experimento. Y decidí pasar al plan B. El plan B,
no era otro que el plan A, o sea, mi plan inicial: escribir directamente en el
ordenador.
Nos sentamos frente a la pantalla en blanco.
–Bueno, empieza ya, no tengo toda la noche, ¡Coño! –me dijo ella, con la fineza que la caracterizaba.
Nos sentamos frente a la pantalla en blanco.
–Bueno, empieza ya, no tengo toda la noche, ¡Coño! –me dijo ella, con la fineza que la caracterizaba.
Yo la verdad, confiaba en que empezaría ella. No se me estaba ocurriendo nada, como siempre, y la situación comenzaba a hacerse de lo más embarazosa.
–A ver cariño, saca a relucir tu sensibilidad de mujer y veamos qué se puede hacer con ella –sugerí. Pero no se la veía muy animada, que digamos. Al contrario, pareció molestarse más aún y me dijo algo confuso sobre el no esperar ordeñar una vaca y que no era así y algunos feminismos por el estilo.
La insté de nuevo a que empezara de nuevo y de nuevo se negó. Para salir del impasse me sugirió otra táctica. Yo tendría que describir lo que sintiéramos. Así fue que lanzó sobre mí sus cien kilos de hembra (¿no había contado antes este detalle?), comenzó a besarme fuertemente hasta que adquirí un bello tono lila y, de un mordisco pasional, se me comió la mitad del bigote. ¡Buen provecho!
–¡Uuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuaaaaaio! –aullé yo, llorando declaradamente.
–¿No te inspira esto? –tuvo la desfachatez de preguntar, agarrando sensual pero brutalmente mis partes pudendas.
Y cogiéndome el pelo del cogote con las dos manos, me hizo sepultar las narices entre sus generosos senos mientras gritaba:
–¡Escribe! ¡Describe lo que sientes! ¡Esto es amor! ¡Inmortalízalo!
Yo, que tenía del romanticismo una idea evidentemente más suave que la suya, no sabía qué decir ni cómo ponerme. Mientras tanto ella, que se estaba excitando progresivamente, seguía zarandeándome y usándome como amortiguador de adrenalina.
Bueno, para no cansar: durante una hora Felicia estrujó pasional y salvajemente mi cuerpo mientras yo intentaba poner cosas de vez en cuando en la pantalla del ordenador. Ella no escribió nada, sino que se limitó a "musarme" o a hacerme las veces de inspiración, mientras yo sufría en mis carnes la diferencia entre el amor platónico y el aristotélico.
Varios días después supe que Felicia ni siquiera sabía escribir.