…Llevaba caminando unos minutos en dirección al hotel, cuando de repente, me pareció que me estaban siguiendo. No tenía evidencia alguna de ello, a no ser por mi fe ciega en mi instinto y mi sexto sentido, por lo que me paré de repente delante del escaparate que tenía a mi lado y miré hacia atrás como por casualidad, recorriendo con los ojos la calle. Nada, aparte de la mezcla de gente moviéndose sin prisas en las aceras, la mayoría por el mismo lado que yo, el lado que estaba protegido del sol. No percibí ningún movimiento repentino a mí alrededor, nadie se secó el sudor del rostro con el pañuelo para evitar ser reconocido, nadie se arrodilló para atarse los cordones de los zapatos. Examiné con naturalidad el escaparate, y continué caminando. Tras unos cuantos metros me detuve de nuevo. Todavía nada. Seguí y doblé la esquina, parándome después en el siguiente escaparate. Era una tienda de ropa interior femenina. Disimulando examiné las bragas de encaje negro de un maniquí particularmente realista. Luego miré a mi izquierda, a mi derecha, con aire despreocupado, pero observando con atención. Todo parecía normal. Volví a mirar el escaparate, y de repente como surgido de la nada algo me agarró el brazo derecho y una voz me dijo:
-Muy mal Armand, te has dejado sorprender.
Me giré lentamente y por un momento no pude hacer otra cosa que mirar atónito al rostro de François; era mi ayudante en el B.R.T.P
-Así que me estabas siguiendo -dije, mirando con extrañeza su rostro satisfecho y triunfador- ¿Qué demonios estás haciendo aquí? ¿Y qué demonios estás haciendo comportándote como un imbécil con este calor?
-Armentierres me ha ordenado seguirte, ya lo conoces, te aprecia como a un hijo y no quiere que te pase nada hasta que cojas el vuelo para Zúrich. Dime Armand, ¿qué te ha parecido Charlize Bretón, nuestra nueva aliada en esta misión?
- Vamos, espía de pacotilla –dije cogiendo su brazo-, de eso quiero hablar…y de la mesa de Salomón. Vamos a mi hotel, está aquí a la vuelta de la esquina.
Llegamos al hotel Van Gogh cerca de La Conciergeríe. Yo seguía pensativo y subimos los escalones en silencio. Dejé a François sentado en una de las mesas de la cafetería, y me dirigí al servicio a lavarme las manos. Era una excusa perfecta para hacer un recuento de mis impresiones de lo vivido desde mi llegada la noche anterior a Paris. Había pasado ya un año desde la muerte de Lidia en aquel trágico accidente de coche provocado por los sicarios de Dumesnier, y mi mente seguía dando tumbos dentro de un torbellino de sensaciones confusas. Por un lado mi sentimiento de culpabilidad, y por otro mi deseo de venganza. Si bien había vencido a Dumesnier en el terreno profesional recuperando el tesoro de Jonathan Peers, el coste había sido altísimo. Había fracasado triste y dolorosamente en mi obligación principal de proteger la vida de la persona que más había amado: Lidia. Y esa maldita cicatriz no terminaba de curar. Tenía sed de revancha. Necesitaba enfrentarme con los fantasmas de mi pasado reciente y satisfacer mi ansia de cobrador implacable. Dumesnier me debía algo muy caro, algo que no tenía precio para mi, y me lo iba a pagar con parte de su vida, o con su vida entera. La muerte nos acompaña siempre. Desde que nacemos nos vigila, esperando la ocasión propicia para mostrarse tal como es: oscura y traidora. Cuando viene a por nosotros, la sentimos llegar, porque es directa, descarada, y huele a azufre; pero cuando su trofeo no es uno mismo, sino un ser querido, entonces es más sigilosa y cautelosa, y en consecuencia más peligrosa e imprevisible. La muerte se llevó a Lidia, y era consciente que nada podía hacer ya. Pero quien forzó ese trágico desenlace, a diferencia de la Parca, tenía sangre y era mortal; su nombre: Charles Dumesnier. Prometí arrodillado ante la tumba de Lidia que no descansaría hasta acabar con él, y el motivo de mi vuelta al servicio activo en el B.R.T.P (Agencia secreta encargada de buscar tesoros perdidos) tenía como prioridad absoluta encontrar y destruir al monstruo que me había arrebatado lo más querido y preciado para mí. Philippe Armentierres, mi jefe superior en el B.R.T.P, lo sabía, pero también conocía mi profesionalidad, y esto fue decisivo para que me diese esta nueva misión: recuperar la Mesa del rey Salomón. En cuanto a mí, lo decisivo fue saber por boca suya que Charles Dumesnier iba también detrás del mismo tesoro.
Terminé de refrescarme la cara y lavarme las manos en los servicios, y volví a la cafetería. Miré a François. No había cambiado nada desde la última vez que lo vi en el entierro de Lidia, aquella tarde lluviosa de verano. Seguía igual de delgado, aunque parecía estar en buena forma. Sus ojos pequeños tras sus gafas metálicas seguían liberando un halo de traviesa bondad. Su sonrisa era cálida, y su mirada parecía querer animarme en mi particular conflicto interior. Él había vivido en primera fila, mi gran dolor por la pérdida de Lidia. Sobre la mesa me estaba esperando un gin-tonic con los tres cubitos reglamentarios de agua de manantial. Sonreí ante su buena memoria. Me senté y lo probé. Era excelente. Pero no era Séphora etiqueta azul.
-Está hecho con Beefeater –me explicó él-. No tenían tu marca preferida. ¿Te gusta?
- No está mal François -contesté sonriendo-. Ahora, antes de que lo termine, será mejor que me cuentes todo lo que sabes-añadí encendiendo un cigarrillo y reclinando mi espalda hacia atrás.
- Armand, como ya te habrá dicho el jefe, la chica que acabas de conocer se llama Charlize Breton. Lleva trabajando con nosotros desde que tú desapareciste tras resolver el caso del tesoro de Jonathan Peers. Conoce todas las organizaciones que trafican con los objetos de arte. Ella misma trabajó para Cobra Negra, una de las más peligrosas.
- ¿Y por qué ha abandonado el lado de los malos? ¿Se le ha aparecido la virgen?-pregunté dando un largo trago a mi copa-.
-Mataron a su mejor amiga. Pensaron que así la forzarían a hacer un trabajito que ella había rechazado.
Tomé otro sorbo de mi gin-tonic con aire pensativo.
-Una chica con carácter… lo he notado esta mañana-dije-. Ahora dime algo sobre ese tipo… Van Haneggen… y dime por qué se supone que está en posesión de la Mesa de Salomón.
-¿Conoces la leyenda de ese objeto?-me preguntó -.
Me incliné hacia él, le señalé mis ojos, y le dije:
-Mírame bien, ¿con quien te crees que estás hablando, eh? ¿Has olvidado quien soy? ¿Ya no recuerdas que no existe una sola leyenda, un solo objeto sagrado o místico que Armand Lagardère no conozca?
-Perdona Armand si…
-Calla François –interrumpí yo-, y escucha. Seguro que algo aprenderás. Cuentan los viejos textos sagrados, que hace casi 3000 años, el rey Salomón recibió por mandato del mismísimo Dios la tarea de construir un templo en la tierra de Israel, donde se reflejara todo su poder y grandeza,. En él custodió tres objetos de poder; el candelabro de siete brazos; el arca de la alianza; y un tercero, quizás más desconocido, o más inquietante. Uno de los objetos más importantes de la antigüedad, la mesa del poder, o mesa de Salomón, donde se reflejaba el nombre de Dios. Hay quien cuenta que esta mesa estaba construida en oro macizo, otros hablan de piedras preciosas, y hay quien apunta que había un mapa o espejo que permitía ver el futuro y el pasado. Dicen que sobre una de sus patas estaba escrito el nombre de Dios, una palabra que según la tradición judía, podía aplacar todos los males que asolan la tierra, o dependiendo de quien la poseyera, amplificarlos. De aquella edificación resurgida siglos más tarde de sus cenizas, tan solo queda hoy el muro de las lamentaciones.
François seguía sentado en su silla. Parecía mirarme desde abajo, como si hubiera empequeñecido.
-Esta es la leyenda, -dije golpeando la mesa con el encendedor que tenía en mi mano-, y ahora explícame lo que te he preguntado: ¿Qué sabes de Van Haneggen , y como es posible que tenga la mesa del poder?... Si es que la tiene. ¿Hay pruebas de algo? –Pregunté secamente-.
El pobre, se rascó la cabeza y empezó a balbucear. Era típico de François, su carácter apocado no estaba acostumbrado a según que tonos de voz. Y eso que me conocía, y sabía de mi aprecio por él. De jovencito ya marcaba maneras. Mi jefe en el B.R.T.P, Armentierres, me explicó una noche que salimos de copas, que de jovencito, François, había sido monaguillo en la parroquia de San Bernabé en el barrio de los artistas, en Saint Germain des prés, y que jamás se había llevado nada del cepillo de la capilla. Ni tan siquiera robó nunca el vino que el párroco guardaba en la sacristía… ¡Qué… No me dirán ustedes que eso es normal!! ¿A que es un santo? Tenía que serlo…solo un santo puede ser tan honrado.
-No…no… sabemos mucho sobre él-empezó a balbusear François-… solo…solo … que Van Haneggen, al igual que Charlize Breton, ha pertenecido a la organización Cobra Negra. Hace una semana contactó con nosotros para ofrecernos la mesa de Salomón a cambio de seis millones de euros y la promesa formal y oficial de enterrar su pasado delictivo bajo el peso del olvido judicial.
- “Bajo el peso del olvido judicial” ...¿? ...François, ¿no puedes dejar la poesía de lado cuando hablamos de cosas serias?
-Si...si... claro Armand-respondió él-.
.Ah, y eso que acabas de decirme no es ninguna prueba.
-Lo sé Armand, pero es que…es que …no tenemos ninguna prueba que nos asegure que posee tal objeto, únicamente un indicio.
-Un indicio… vaya, algo es algo –dije con ironía-. ¿Y puedes decirme qué indicio es ése?
-Bueno…yo…yo sé que…Según me dijo el viejo (el viejo era como cariñosamente nos referíamos a Phillipe Armentierres, el jefe del B.R.T.P), Monseñor Rassinsky jefe de la secretísima sección del Vaticano, “Opus Julius II” le llamó hace unos días para comunicarle que uno de sus agentes, el mejor según él, había localizado el lugar donde estaba escondida la mesa del poder. Unas marcas de cantería que descubrió en una cueva cerca del monte Sinaí, así lo aseguraban…
-¿Y?
-Pues que…ahora…ya verás, viene lo más preocupante y extraño del caso.
-Soy todo oídos, François.
Haciendo alarde de su condición de espía de pacotilla, se acercó a mi, me apretó el brazo, con la fuerza que le caracterizaba, que era muy poca, y me dijo casi susurrando para que nadie más que yo pudiera oirle:
-Armand… el padre Luciano Santini, después de llamar a Rassinsky para informarle del hallazgo, ha desaparecido sin dejar rastro ni pista alguna, como si se lo hubiera tragado el mismísimo diablo.
Al oír el nombre del padre Luciano Santini, mi cara se iluminó como hacía tiempo que no ocurría. El padre Luciano Santini , era seguramente uno de los mejores expertos en arte religioso y en leyendas antiguas, pero era también mi gran rival profesional, y aunque en mi último caso, el del tesoro de Jonatahn peers, me había ayudado con reservas, el hecho de oir que había desaparecido me pareció casi una buena noticia. Seguramente porque en el fondo, sospechaba que nada malo le habría ocurrido. Luciano Santini tenía habilidades más que suficientes para lidiar cualquier tipo de situacion, por muy complicada que fuera esa. Eso es lo que pensaba de él, porque aunque rivales, le admiraba, lo mismo que él a mi.
-¡Gracias a Dios!-exclamé-. Bueno, ese si que es una buena noticia,...y un buen indicio -añadí carraspeando ligeramente-. y ahora te entiendo François. Tres mil años sin saber nada sobre el paradero exacto de la mesa de Salomón, y en quince días se ha puesto de moda y de actualidad. No puede ser casualidad, es evidente. Bien amigo-dije levantándome de la silla-, voy a descansar un rato a mi habitación. Esta noche tengo una cena con Charlize Breton y quiero estar fresco. Tú ves ahora al B.R.T.P (Bureau de Recherches de Tresors Perdus) y averigua todo lo que puedas sobre los movimientos de Charles Dumesnier en los últimos meses. Estoy seguro que si Van Haneggen tiene realmente la mesa de salomón, Dumesnier intentará hacerse con ella.
-De acuerdo, Armand-dijo François eufórico, levantándose también-.
A él le gustaba que le mandara trabajo. No era un hombre de acción, era más bien un ratón de biblioteca. De ahí su euforia.
-Ah, otra cosa, averigua también si Chantal Lemoine sigue con él.
Al oír el nombre, François que no era tonto del todo, cambió el semblante. Sabía que si estaba interesado en Chantal Lemoine era también porque ella junto a Dumesnier participó indirectamente en la muerte de Lidia.
-Armand, recuerda lo que dijo Confucio: que una persona que quiere venganza mantiene sus heridas abiertas-replicó con el tono de voz que empleaba siempre que sacaba su lado Zen a pasear-.
-Lo sé. Pero eso no lo dijo Confucio, lo dijo Francis Bacon, y él no tenía ni idea del dolor que provoca perder el gran amor de tu vida.
(Continuará…)