Llegué a las diez en punto. Siempre me ha gustado ser puntual. Abrí la pequeña verja del jardín, y después de cortar una rosa roja para adornar el ojal de mi chaqueta, me dirigí a la puerta principal. Noté, en mi espalda la mirada del jardinero. No dijo nada, supongo que una rosa más o menos no debía importarle. Tras la puerta se escuchaba música. Reconocí la canción: “La vie en rose” de Edith Piaf. Llamé al timbre, y casi sin tiempo para apagar el cigarrillo oí:
-Adelante, está abierto.
No había duda de que me estaba esperando. Entré en el recibidor, y cerré la puerta tras de mí.
-Acomódate en el salón -ordenó la voz desde la distancia-, termino de vestirme y vengo.
Hice lo que me decía aquella voz grave y seductora; entré en el salón y me situé en el centro. Una de las puertas estaba abierta y daba a una habitación. Miré y vi la chica, medio desnuda delante del tocador, sentada con las piernas cruzadas en una silla, contemplándose en el gran espejo de estilo rococó. Se estaba subiendo una de las medias, con parsimonia, casi con deleite. Su espalda estaba ligeramente arqueada, y de la postura resultante se desprendía un cierto aire de descarado atrevimiento. Los lazos del corpiño negros cruzando su espalda desnuda, el diminuto encaje negro de sus braguitas y la perfección de sus piernas sacudieron mis sentidos.
Ella alzó los ojos del reflejo de su rostro y me examinó, con altanera brevedad a través del espejo.
-Supongo que eres Armand Lagardère; Armentierres me avisó ayer noche de tu llegada -dijo con voz solemne- Siéntate y disfruta de la música. Es Edith Piaf, supongo que la conoces...
- ¡Quién no conoce a Edith Piaf! ¿Te importa si fumo? -pregunté, sacando mi paquete de tabaco y encendiendo un cigarrillo.
- Me importa… pero ya es tarde, ¿verdad?-contestó mirando mi pitillo humeante.
La chica siguió con su silenciosa puesta en escena de mujer descarada subiendo la otra media hasta tres cuartos de muslo, y contemplándome en el espejo mientras se terminaba la canción. Luego, con actitud estudiada flexionó las caderas y se levantó de la silla. Giró ligeramente la cabeza y su hermosa melena rubia cayó sobre sus hombros, balanceándose con el movimiento y reflejando la luz.
-Si quieres una copa, sírvete -dijo señalando una botella de Bourbon que estaba sobre la mesa-. Estaré contigo enseguida…
…Y cerró la puerta de la habitación; lo justo para dejar un espacio suficiente para que yo pudiera seguir admirándola. Me serví un buen trago, y recorrí con la mirada la estancia. Todo parecía estar hecho a la medida de aquella mujer. Desde la música hasta la decoración. El ambiente entero parecía pertenecerle, tenía su misma sensualidad descarada. La casa poseía el sabor fuerte de su personalidad y el patetismo de su mirada melancólica que había percibido a través del espejo.
Me senté en uno de los sillones para esperarla. No sabía casi nada de ella, ni tan solo su nombre, solo que Armentierres me había dicho que se apellidaba Breton y que sería mi sombra hasta Gastad. Por mi parte había dado por sentado que se trataría de una mujer de vuelta de todo, un canto rodado que había pasado por todo en la vida, y cuyo cuerpo estaba cansado y hastiado de conocer camas de todo tipo. Su mirada aunque luminosa, era triste, tanto como sus gestos, pero cualquiera que fuese la historia de su cuerpo, su piel seguía brillando bajo la luz de su temperamento.
¿Cual es su nombre? -pensé para mí-. Me levanté del sillón y me dirigí hacia una maleta que había visto cerca de la puerta. El asa llevaba atada una etiqueta de Air France. Decía: Señorita C. Breton. ¿C? Miré el techo buscando inspiración... ¿Carla?, ¿Carmen?, ¿Catalina?, ¿Catherine?,... No, ninguno parecía irle bien. Desde luego no Carmen, ni catalina.
Seguía entretenido con el problema cuando ella apareció en silencio en la entrada de la habitación, permaneciendo con un codo apoyado en el marco de la puerta y la cabeza inclinada sobre la otra mano. Me miró pensativa.
Dejé mis tribulaciones y le devolví la mirada. Iba vestida para salir. Lucía un elegante vestido negro por la rodilla, con un escote justo, medias de color ceniza y zapatos negros de tacón de aguja que daban la impresión de costar una fortuna. Llevaba en una muñeca un precioso reloj de pulsera de plata con correa negra, y en la otra un ancho brazalete cincelado. Un gran piedra azul llameaba en uno de los dedos de su mano derecha y unos pendientes de oro trenzado asomaban entre su precioso cabello, de un tono dorado brillante.
Era preciosa, y lo sabía. Poseía atractivo y le gustaba mostrarlo, sin importarle lo que los demás pensaran de ella. Había algo especial en sus grandes ojos grises. Algo que me atraía y me subyugaba. Tenía la piel algo bronceada y muy poco maquillaje, excepto el rojo vivaz de sus labios, suaves y carnosos, con un aire caprichoso y pecador.
Esos ojos me observaban con mirada escrutadora.
-Así que tú eres Armand Lagardère –me dijo.
Su voz era seductora y atractiva, pero con un deje de condescendencia.
-Sí –repuse yo-. Y me he estado preguntando qué nombre corresponde a la C.
Ella pensó por un momento, buscando entenderme. Miró la maleta.
-Ah, ¿te refieres a mi nombre? Solo tenías que preguntármelo -dijo-. Corresponde a Charlize.
Se dirigió hacia la botella de Bourbon. Se sirvió una copa, y se volvió hacia mí.
-Pero es solo para mis amigos -añadió con frialdad.
No hice caso a su respuesta y me senté sobre el alféizar de la ventana con las piernas cruzadas.
Mi impasibilidad pareció irritarla. Lo hice expresamente. Luego la chica se sentó en un sillón.
-Bien -comenzó con un tono cortante-, hablemos de trabajo. En primer lugar, ¿por qué te han enviado a ti?
-Me gustan los relojes de Cuco… esquiar…y las mujeres. Creo que donde me van a enviar, hay las tres cosas.
-Oh -exclamó ella con mirada intensa-. Me habían dicho que lo tuyo era el sarcasmo y la ironía. -Hizo una pausa-. ¿Qué tipo de mujeres?
-Rubias, morenas…Mientras el vestido esté a juego.
-Veo que no eres de los difíciles.
-No creas…cuesta encontrar una mujer bien conjuntada.
La chica cambió de tema.
-¿Sabes dónde nos vamos a meter? ¿Tienes idea?
-No, pero tú me lo dirás, ¿verdad?
Se levantó en silencio por un breve momento, reflexionando. Después cogió un pedazo de papel y un lápiz-. ¿En qué hotel estás hospedado? -preguntó sin sonreír.
-Se llama Van Gogh, como el pintor -respondí con la misma seriedad-. Lo conoces, ¿no?
Sin hacer ningún comentario, ella apuntó el nombre. Luego me miró.
-¿Tienes pasaporte?
-Sí, lo tengo -admití- pero la foto no me hace justicia.
-De acuerdo -dijo ella sin hacer caso de mi sarcasmo-. Ahora presta atención. Te hospedarás en el Helvetia, en Zúrich. Allí contactarás con Van Haneggen, es miembro de Cobra negra, una organización que trafica con objetos de arte robados -me explicó la chica -. Solo para que lo sepas, este hombre es peligroso, y no es de fiar, no sabemos si la información que nos ha dado es cierta. Dice estar en posesión de la mesa del rey salomón, pero todo es muy confuso, y poco creíble -añadió con seriedad.
No pude evitar sonreír.
-Él no es nada divertido -dijo la chica escuetamente.
Luego abrió el cajón del escritorio y sacó un fajo de billetes de doscientos francos suizos sujetos por un clip metálico. Los contó con rapidez, y me lanzó el fajo.
-Ahí tienes diez mil francos suizos. Reserva habitación en el Helvetia. Tomarás el vuelo de Air France a Zúrich pasado mañana, miércoles. Yo salgo mañana para allá, te estaré esperando en el aeropuerto. ¿De acuerdo?
-Porque no viajamos juntos-pregunté extrañado-.
-Es posible que nos estén vigilando. Toda precaución es poca-contestó ella.
-Por eso mismo no me parece conveniente que viajes sola. No quisiera que te pasara nada-dije con aire protector.
-Tonterías -repuso ella, desdeñosa-. No te preocupes por mí. Puedo cuidar de mí misma. Te sorprenderías. Puedo hacer cualquier cosa tan bien como tú, no te preocupes, y deja de ser tan protector por un segundo. Nos encontraremos en Zúrich.
Me levanté y me alejé del alféizar de la ventana, sonriendo a los brillantes ojos grises de la chica, que se oscurecían por momentos.
-Lo decía solo por tu bien...y para conocerte mejor.
Ella me gustaba, era evidente, y la chica lo sabía. Me miró pensativa por un momento y sus ojos perdieron, poco a poco, el tinte oscuro. Sus apretados labios se relajaron entreabriéndose. Había un asomo de balbuceo en su voz cuando dijo:
-Yo, yo... esto…. -Se alejó un poco-. ¡Está bien! –exclamó-. Estoy libre esta noche. Supongo que podemos cenar juntos. En el Club Café cantante, en la avenida de los Campos Elíseos. Todos los taxistas lo conocen. A las ocho en punto. -Se volvió para mirarme-. ¿Te va bien?
-Perfecto –dije yo.
Luego, rápidamente, como si acabase de recordar algo, me dijo-:
-¿Qué hora es?
Consulté mi reloj.
-Las once menos diez.
-Uy, que tarde, tengo que darme prisa –dijo ella.
Con un gesto de despedida se dirigió hacia la puerta. La seguí. Con la mano en la llave, se volvió hacia mí. Me miró con un aire diferente, casi de ternura en sus ojos.
-Hasta la noche entonces-dijo despidiéndome-.
-Nos vemos en ese sitio tuyo, el Café cantante -dije.
Quería añadir algo más, encontrar cualquier excusa para irme con ella, con la muchacha solitaria que conocí hacía tan solo un rato escuchando “La vie en rose” y contemplando su imagen en el espejo. Pero ahora la expresión de la chica había vuelto a cambiar, era distante. Como si yo fuera un desconocido.
-Claro -repuso ella, indiferente.
Me miró una vez más, cerró la puerta, lenta pero firmemente, y se alejó hacia la pequeña verja del jardín que daba a la calle. Yo me quedé unos instantes pensativo, plantado en el pórtico de la casa, admirando su figura tallada en suficiencia y altiva naturalidad. Finalmente salí tras sus pasos, y al pasar cerca del jardinero que seguía recortando los setos, le guiñé un ojo y dije:
-Creo que me acabo de enamorar de tu patrona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario