...Eran alrededor de las diez de la noche de un viernes de hace ya muchos años. Estaba en Valencia, llevaba mi abrigo gris marino, traje negro oscuro con mi camisa de seda antracita, corbata gris ceniza, zapatos negros, y calcetines oscuros. Iba limpio, barba de tres días y sobrio. Lo mejor vestido que un fracasado puede estar. Vagaba sin rumbo, buscando un último garito en el que dejar derrumbar mis sentidos. Hacía seis meses que mi novia me había dejado tirado como una colilla retorcida y no podía soportar el dolor de su perdida. Deseaba librarme de él, y no podía. Quería perderlo todo, hasta la cordura. Más que nada Deseaba la muerte, ahora lo sé, la buscaba como un alivio para el dolor de vivir.
Recuerdo que me sentía como un habitante de un planeta moribundo escudriñando el horizonte en busca de una charca donde saciar el ansia de seguir viviendo. El antro que tenía más próximo se llamaba “El deseo”. Un local sumergido en una atmósfera irrespirable de humo y vapor de alcohol, pero con fama de cobijar las bailarinas más cautivadoras, cuya temperatura en su ecuador era la del plomo derretido. No lo dudé más, y con lentitud y seguridad entré. Me acerqué a la barra, punto de anclaje para los náufragos de la noche, y pedí un gin-tonic con tres cubitos. Entonces oí esa voz. Esa voz celestial. Había en ella yo no sé qué cosa, que en mis fibras penetraba y penetraba como espada sorda. Entonces giré la cabeza sin apenas mover mi cuerpo, y dirigí la mirada al escenario, y la vi. Una diosa. En su mirada las montañas podían entrar, y su vestido vaporoso y epicúreo embrujaba. Tenía unas piernas cálidas e interminables y una mirada calculadora que parecía desprender polvos cósmicos (Recuerdo que en aquel momento sentí que mi corazón sufría una presión atmosférica terrible). Movía su espectacular cuerpo entre titánicas moles de lava y hielo artificiales que caían desde las cumbres coronadas de vapor artificial. También recuerdo que me estremecí y palpité al contemplarla. Mirarla bailar tan sensualmente era como ver la vida extenderse, y la conciencia expandirse. Aquella mujer era lo más semejante a una diosa, y parecía tener la facultad de plegar el espacio y el tiempo, es decir, de viajar a cualquier corazón yermo y desolado sin necesidad de moverse. Era como un oasis milagroso e inesperado, y poseía un magnetismo irresistible que no me hizo suponer que un destino terrible se cernía sobre mí, ni que desde las tinieblas del deseo carnal, empezaba a caer en un viaje sin retorno…en una noche eterna de frio perpetuo.
Mi alma y mi corazón sintieron un aliento renovado; ya no quería morir. No, no quería.
Terminó su actuación y se dirigió a la barra. Se sentó a mi lado y pidió un bourbon al camarero ruso con pinta de matón. Encendió un cigarrillo, y a través de las delgadas gasas de humo que ascendían parsimoniosas y cimbreantes hacia la tenue luz que coronaba su hermosa y refulgente cabellera, me miró. De repente el corazón empezó a latirme tan fuerte que no oía nada más. Aquellos dos ojos de depredadora de la noche habituados a traspasar la oscuridad me tenían apresado. Era como si una fuerza poderosa e invisible me hubiera inmovilizado. Recuerdo como primero me inspeccionó con fría brevedad. Sus ojos observaban con mirada impersonal. Luego mutaron, empezaron a brillar, y me miraron directamente, sin pestañear, con atención, como si quisiera traspasar mi mente para saber que estaba pensando en ese preciso momento. Todo eso duró muy poco…unos segundos…pero si se midiera por mi impresión, transcurrió casi una eternidad…
Entonces giró levemente sobre sí y con un gesto de sensualidad que nunca he podido olvidar, me dijo:
-Mi nombre es Anna, pero todos me laman Amor.
Cogí mi copa, apagué el cigarrillo en el cenicero repleto de cáscaras de cacahuete y colillas mal oliente, y me giré, rozando su cadera involuntariamente.
-¿Como te llamas? -me preguntó mientras recorría mi cuerpo con la mirada, en una lenta declinación.
Yo la seguía mirando. Parecía envuelta en una especie de aura a la que contribuía su eléctrica belleza. Una verdadera delicia para los sentidos –pensé, mientras mis ojos chispeantes prendían la luz modelada por aquel cuerpo hermoso. Saboreé su perfección durante unos segundos antes de contestar. Quería grabar aquel lienzo iluminado en mi memoria para siempre. Era rubia castaña, con una melena brillante y exuberante que resplandecía como el pelaje de un felino. Mis ojos se detuvieron en la suave curva de sus senos, que el amplio escote dejaba casi al descubierto. Los dorados pechos marciales de aquella mujer no cesaban de mirarme con descaro, y sus ojos de color verde, rutilantes y rodeados por oscuras y largas pestañas negras, me miraban con mayor fijeza si cabe, y debo reconocer, que aquel borbollón de sensualidad que escapaba apresurada y deliberadamente de sus rojos labios húmedos y carnosos, llegó casi a turbarme.
-Ballantine, Sam Ballantine -contesté.
-Ves esto-me dijo señalando sus piernas ligeramente entreabiertas.
Sorprendido, bajé la mirada, y las miré. Eran como dos columnas que delimitaban la puerta de entrada al paraíso. Luego, levanté la vista, clavé mis ojos en los suyos, y un sudor ardiente me recorrió de arriba abajo.
- ¿La ves? Una carrera en las medias. ¡Maldita sea, son las mejores que tengo! -exclamó manteniendo el pulso de mi mirada, sin permitir tan solo un pestañeo de sus párpados pintados de argéntea purpurina.
-¿Quieres un cigarrillo?…
-Claro, gracias.
Encendió dos, me pasó uno y saboree su lápiz de labios. De repente el corazón empezó a latirme tan fuerte que no oía nada más. Quería alargar la mano y tocarla, paladear su sudor de olor tan singular y embriagador…
Se quedó rígida un instante y me dijo:
-¿Has venido a divertirte?
- No, había venido a emborracharme…ahora sé que he venido a por ti.
Tomamos unas copas, nos conocimos un poco más, y acabé acompañándola a su casa. Y, finalmente a su cama. A la mañana siguiente desaparecí, y regresé a Barcelona.
Ha pasado mucho tiempo desde aquella noche, pero lo recuerdo como si fuera ayer.
Aquello sucedió un 12 de Febrero, lo sé porque dos días después llegó el 14, el ridículo y estúpido San Valentín, y, todos mis esfuerzos por derrotar las incontrolables emociones que mi singularidad romántica y apasionada generaba, fueron vanos y, finalmente, me fui a una floristería y encargué que mandaran una docena de rosas rojas a la chica desinhibida que vivía a orillas del Turia. Luego, al día siguiente la telefoneé para proponerle (Nada más que por probar) volver a vernos. Y luego vinieron muchos viajes a Valencia. Y muchísimas alegrías. Y también muchas desazones y amarguras.
Ayer fue 14 de Febrero, una fecha odiada por mí, tanto como como la Navidad, y esa chica ya hecha mujer, embrujadora y desinhibida , recibió como cada año lo único que todavía nos sigue uniendo: Doce rosas color rojo pasión…pasión que ya solo perdura en mi corazón.
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