Siguiendo
las instrucciones de la señora Fulgencia Eleonor de Bordecillas seguí
el rastro del profesor Alberto Alejandro José Hernán Cortés de
Villanueva, Paleontólogo de renombre mundial, hasta esta zona
inhóspita donde se ubicaba el yacimiento llamado: Aucamahuevo. Ocupaba
más de 24 Km, tenía unos noventa millones de años, y estaba rodeado en
cientos de kilómetros sólo por el constante rumor del viento
patagónico. Y así, después de largas horas de soledad y penurias llegué
finalmente hasta el Cañadón del río Pinturas, un edén en medio de la
nada, cuya ubicación, solitaria, en medio de esta estepa santacruceña le
había permitido conservarse casi intacto, tal cual lo pisaron los
Argentinosaurus 100 millones de años atrás. ¡Qué extraña es la vida!
–Pensé para mis adentros-. El planeta nunca verá una criatura terrestre
mayor, y sin embargo su vida comenzaba en unos huevos poco más grande
que un pomelo. En fin, la vida tiene estas cosa. Levanté la vista y
allí, entre los pliegues de sus altos paredones, se encontraba la Cueva
de las Manos, donde pobladores de 9.000 años atrás sellaron con pinturas
rupestres su arte y su testimonio de vida. El pueblo más cercano,
Perito Moreno, de donde venía yo, estaba a 170 kilómetros de allí. Y más
allá, ya cerca de la cordillera, se encontraba Los Antiguos, que era,
según me dijeron, el lugar de descanso de los ancianos de la
desaparecida tribus indígena de los tehuelche.
Toda esta zona y no sólo la Cueva, era y es un riquísimo sitio arqueológico y paleontológico debido a que los valles, cañadones, lagos y ríos que la componen cobijan celosamente pinturas rupestres y distintos tipos de yacimientos arqueológicos de hombres que caminaron sus campos 14.000 años antes de Cristo. Y así es que entre las hierbas se encuentran fósiles que testimonian la existencia de un mar en esta región mucho antes que el hombre la habitara. Allí fue dónde un ranchero, aficionado a la paleontología, la ciencia de la vida antigua, había encontrado un hueso sorprendentemente grande y había informado al gran paleontólogo argentino el Dr. José Fernando Bonaparte, quien vio enseguida que el hueso superaba a todos los demás huesos de dinosaurios que había visto en su larga carrera y dio cuenta rápidamente a su gran amigo el profesor Alberto Alejandro José Hernán Cortés de Villanueva del increíble hallazgo.
Cuando finalmente llegué a la Cueva de Las Manos, de unos 24 metros de profundidad, 15 metros de ancho en la entrada y alrededor de 10 metros de altura, me sentí un héroe. Un héroe silencioso que quiso darse un último gusto, sentándose para repasar uno a uno los gestos, las miradas y las últimas palabras que mantuve al otro lado del mundo con la señora Fulgencia Eleonor de Bordecillas. Recordé sus ojos que esquivaban la mirada hacia el suelo, sus manos que jugaban con una punta de tela mientras no se atrevían a confesar que no deseaban hablar más de la cuenta. Recordé sobre todo una conversación de comerciantes fenicios en la que ambos jugábamos a ver quién podía mentir más. Recordé toda la charla… y el horizonte iba tragándose el sol mientras seguía sentado, abrumado por los acontecimientos, en medio de aquel paraje yermo y deshabitado.
Entonces me levanté, giré mi cabeza a ambos lados y me dije: Señora Fulgencia Eleonor de Bordecillas, usted calla más de lo que sabe.
Y justo en ese momento, y soy consciente que no se lo van a creer, apareció de dentro de la cueva, saltando de alegría, una chica rubia. Iba vestida con pieles de animales y se ceñía con una liana trenzada...y tenía unas tetas enormes. Parecía feliz y dichosa. Se paró frente a mí, y me abrazó con mucha fuerza, y yo, de la emoción, mirando aquella maravillosa puesta de sol por encima del hombro de ella solo pude dejar escapar un suspiro, y recordar esas bellas palabras de Carmen Conde: ¡Qué sorpresa tu cuerpo, qué inefable vehemencia! Ser todo esto tuyo, poder gozar de todo sin haberlo soñado.
(Continuará…)
Toda esta zona y no sólo la Cueva, era y es un riquísimo sitio arqueológico y paleontológico debido a que los valles, cañadones, lagos y ríos que la componen cobijan celosamente pinturas rupestres y distintos tipos de yacimientos arqueológicos de hombres que caminaron sus campos 14.000 años antes de Cristo. Y así es que entre las hierbas se encuentran fósiles que testimonian la existencia de un mar en esta región mucho antes que el hombre la habitara. Allí fue dónde un ranchero, aficionado a la paleontología, la ciencia de la vida antigua, había encontrado un hueso sorprendentemente grande y había informado al gran paleontólogo argentino el Dr. José Fernando Bonaparte, quien vio enseguida que el hueso superaba a todos los demás huesos de dinosaurios que había visto en su larga carrera y dio cuenta rápidamente a su gran amigo el profesor Alberto Alejandro José Hernán Cortés de Villanueva del increíble hallazgo.
Cuando finalmente llegué a la Cueva de Las Manos, de unos 24 metros de profundidad, 15 metros de ancho en la entrada y alrededor de 10 metros de altura, me sentí un héroe. Un héroe silencioso que quiso darse un último gusto, sentándose para repasar uno a uno los gestos, las miradas y las últimas palabras que mantuve al otro lado del mundo con la señora Fulgencia Eleonor de Bordecillas. Recordé sus ojos que esquivaban la mirada hacia el suelo, sus manos que jugaban con una punta de tela mientras no se atrevían a confesar que no deseaban hablar más de la cuenta. Recordé sobre todo una conversación de comerciantes fenicios en la que ambos jugábamos a ver quién podía mentir más. Recordé toda la charla… y el horizonte iba tragándose el sol mientras seguía sentado, abrumado por los acontecimientos, en medio de aquel paraje yermo y deshabitado.
Entonces me levanté, giré mi cabeza a ambos lados y me dije: Señora Fulgencia Eleonor de Bordecillas, usted calla más de lo que sabe.
Y justo en ese momento, y soy consciente que no se lo van a creer, apareció de dentro de la cueva, saltando de alegría, una chica rubia. Iba vestida con pieles de animales y se ceñía con una liana trenzada...y tenía unas tetas enormes. Parecía feliz y dichosa. Se paró frente a mí, y me abrazó con mucha fuerza, y yo, de la emoción, mirando aquella maravillosa puesta de sol por encima del hombro de ella solo pude dejar escapar un suspiro, y recordar esas bellas palabras de Carmen Conde: ¡Qué sorpresa tu cuerpo, qué inefable vehemencia! Ser todo esto tuyo, poder gozar de todo sin haberlo soñado.
(Continuará…)
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