Ayer leí una frase de Jiddu Krisnamurti: “No es saludable estar muy
adaptado a una sociedad profundamente enferma”, y me hizo pensar.
También leí en el muro de una amiga un relato, o artículo, de Julio
Cortázar que me gustó sumamente. Y decidí fundir los dos. Que me
perdonen si lo leen desde el más allá, y si no, también. Hace años que
me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo
porque la inadaptabilidad me parece un tema muy desagradable,
especialmente si es el inadaptado quien lo expone.
Puede
que la palabra inadaptado sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla
de entrada y calentita sobre el plato aunque los amigos la crean
exagerada, en vez de emplear cualquier otra como desarraigado, aislado,
descentrado o rebelde y que después los mismos amigos opinen que uno se
ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero ser un inadaptado,
lo pone a uno completamente aparte, es cierto, y aunque tiene sus cosas
malas es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de
cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos
en una misma adaptabilidad e inclusión, y frotarse un poco contra ellos
para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va bien. Lo
triste es que todo va mal cuando uno es un inadaptado, por ejemplo en
las reuniones sociales, yo voy a esas reuniones con mi pareja y algún
amigo, hay comentarios, conversaciones idiotas, superficiales o pueriles
y es seguro que apenas empiece a oírlos voy a encontrar que todos son
una “puta mierda”. Me exaspero o me irrito enormemente, los diálogos o
los gestos o las risitas me llegan como visiones sobrenaturales, me
“cagoentó”, reprendo hasta romperme las cuerdas vocales y a veces me
lloran los ojos de pura rabia, y en todo caso me entristezco de vivir y
de haber tenido la mala suerte de ir esa noche a esa mierda de reunión,
donde gentes insignificantes y ordinarias están diciendo con esas
sonrisas de lelos ignotos cosas que a mí me la traen al pairo,
inventando un lugar de imbecilidad discrecional y de encuentro, algo que
les ayuda seguramente a rellenar de momentos insulsos sus miserables
vidas en las que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el tiempo.
Nada.
Y así estoy desilusionado y
tan aburrido que cuando llega el momento de ir al buffet me levanto
desencantado y sigo pitando a los personajillos, y le digo a mi pareja
que esos malabaristas de la superficialidad son los que manejan el mundo
y que su conversación hablando de restaurantes “Chics” y cruceros
carísimos es absolutamente inaguantable. Mi pareja me mira y asiente,
pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de
agujero ronco y húmedo) que su irritación y su fastidio no han sido como
los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo que
también ha resoplado pero nunca como yo, y también me doy cuenta de que
está diciendo con suma sensatez e inteligencia que toda esa gente es el
fiel reflejo de nuestra sociedad y que los allí presentes no son mala
gente, pero que desde luego no hay gran humanidad en las ideas, sin
contar que los colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena
bastante adocenada y cosas y cosas. Cuando mi pareja o mi amigo dicen
eso --lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad-- yo comprendo que
soy un inadaptado, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que
lo decepciona algo que pasa, de modo que la caída repentina en la
inadaptabilidad le llega como al corcho que se ha pasado años en el
sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y no
es más que corcho. Me gustaría defender a los imbéciles superficiales o
a los que les ríen las "gracietas", porque me han parecido admirables y
he sido tan feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de
mis amigos o de mi pareja me duelen como por debajo de las uñas, y eso
que comprendo perfectamente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no
ha de ser tan infausto como a mí me parecía (pero en realidad a mí no
me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente estaba
transportado por lo que ocurría como inadaptado que soy, y me bastaba
para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y
puedo tan poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi pareja o con
mis amigos porque sé que tienen razón y que en realidad han hecho muy
bien en no dejarse ganar por el desánimo, puesto que los placeres de la
inteligencia y la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y
sobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijo Epicteto en lo
que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de conocer, pues eso y no
otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna manera pretendo
discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros para no
escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de
retener todavía las últimas chorradas del gordo sudoroso que se
arrastraba como babosa en mitad del jardín, aunque ahora mi recuerdo se
ve inevitablemente modificado por las críticas inteligentísimas que
acabo de escuchar y no me queda más remedio que admitir la brillantez de
lo que he oído y que sólo me ha decepcionado porque no acepto cualquier
cosa o persona que tenga colores y formas tan uniformes. Recaigo en la
conciencia de que soy un inadaptado, de que cualquier cosa basta para
aburrirme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he
padecido y sufrido esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra
de otros inadaptados que han estado escuchando o haciendo ver que
escuchaban, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un consuelo
pero un consuelo siniestro el que seamos tan pocos los inadaptados que
esa noche se han dado cita en esa casa para beber y cenar y joderse. Lo
peor es que a los pocos días vuelvo a otra reunión y me pasa lo mismo, y
la crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con lo
que tan sensata e inteligentemente han visto y dicho mi pareja o mis
amigos. Ahora estoy seguro de que no ser un inadaptado es una de las
cosas más importantes para la vida feliz de un hombre, hasta que poco a
poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido, por
ejemplo acabo de ver un pulpo que nadaba en uno de los acuarios de
aquella casa maravillosa, y era de una hermosura tan suprema que no pude
menos que observarlo y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su
plasticidad, la tenebrosidad petulante de sus ojos, esos ocho tentáculos
poderosos que braceaban en el agua del acuario y que se iban abriendo
paso hasta perderse en la corta distancia de esa cárcel acristalada. Mi
entusiasmo no nace solamente del pulpo, es algo que el pulpo cuaja de
golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el
borde de un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra
el cielo azul de la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno
entra y se tiene un billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir
sucediendo prodigiosamente, el sándwich de mortadela italiana, los
botones para encender o apagar la luz (una blanca y otra violeta), la
ventilación regulable, todo eso me parece tan hermoso y casi tan
imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una especie de sauce
interior, de una verde lluvia de delicia que no debería terminar más.
Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez
(quieren decir que soy idiota e inadaptado, pero eligen las palabras) y
que no es posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al
sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de
araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den Indiana
jones en busca del arca perdida? A mí eso me sorprende un poco, porque
en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es
realmente un inadaptado, se gasta cuando uno es inteligente y tiene
sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y por eso
aunque yo corra de un lado a otro del acuario para ver mejor el pulpo,
eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si
me gusta como cantan los tres tenores el Nessum Dorma. Ahora que lo
pienso la inadaptabilidad debe ser eso: poder entusiasmarse todo el
tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una
pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de
Giotto en Padua. La inadaptabilidad debe ser una especie de presencia y
recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrecita amarilla, ahora me
gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la
vía muerta de aquella estación, ahora me gusta ese cartel arrancado y
sucio. Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente
yo, el inadaptado perfecto en su inadaptabilidad que no sabe que es un
inadaptado y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase imbécil
lo devuelva a la conciencia de su inadaptabilidad y lo haga buscar
presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al suelo,
comprendiendo y a veces aceptando porque también un inadaptado tiene que
vivir, claro que hasta la visión de otro pulpo u otro cartel
descolorido y ajado, y así siempre.
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