09 septiembre 2012
El primer despertar...
A veces me pongo a pensar...
¿En este momento donde estará, qué vida llevará?
El recuerdo del primer despertar en ese mundo maravilloso de los afectos, sentimientos y emociones nos deja una marca indeleble, como un tatuaje en el alma y el corazón.
Sí, ese primer despertar es aire, es vida, pero en esencia es un momento en el tiempo que alimenta el espíritu el resto de nuestras vidas.
Todos conservamos en la memoria ese momento mágico cuando una mirada, una sonrisa bella, fuerte, nos bañó el alma, enervó nuestro ánimo y nos marcó para siempre. Lo que nos da nostalgia sobre ese momento de nuestras vidas es recordar una inocencia que hoy está por completo extraviada o convertida en otra cosa. Detalles como el nombre de ella no son lo importante, unos lo olvidan, otros no, pero lo verdaderamente memorable son esos iniciales calambres y convulsiones estomacales que te hacen darte cuenta, con sorpresa, de que el corazón no queda a la altura del pecho sino del estómago.
La historia que les quiero relatar hoy tiene que ver con eso. Con el primer despertar, con la inocencia del primer amor.
El verano pasado viajé a Montcuq, un pueblo pequeño perdido en medio de una comarca de montañas de piedra blanca del departamento del Lot, en Francia. Un pueblo que de no ser por lo que les voy a contar no merecería permanecer en mi memoria.
Recuerdo que llegué temprano por la mañana. Las calles estaban vacías pero el “Café” de Pierrot estaba abierto, como siempre, y tal como lo recordaba, apegado al pasado y unido a la historia del pueblo. Su aspecto era el de las posadas de los viejos cuentos de caminantes, construidas en piedra vermiculada. Me planté delante, las manos en los bolsillos. Lo observé y me pareció que el tiempo no hubiera pasado, que se hubiera detenido a la espera de mi retorno. Allí era donde cada tarde, a las cinco y diez minutos, esperaba que mis padres vinieran a recogerme después de las clases.
Entré. Todo aquello estaba en la tranquilidad más absoluta. No se veía un solo cliente. De pie, tras la barra, de espaldas a la entrada, en la parte menos sombreada, donde su figura brillaba con un fulgor tranquilo y deslumbrante, solo atravesada por una estrecha faja de sombra oscura vi una mujer. Me acerqué, me senté en uno de los viejos taburetes de madera, y ella se volvió a medias. Era una mujer que conservaba lo esencial de su anterior hermosura, con una elegancia que sus casi cincuenta años de edad no habían podido disminuir. Se notaba que le habían enseñado de pequeña a ser elegante. Tenía una figura armoniosa, la frente inteligente, el pelo rubio platino, los ojos de un gris menesteroso que convocaban en aquelarre su mirada dulce y serena, pero con la agudeza que transmite la sabiduría y la experiencia. Aún se podía ver que conservaba gestos sensuales y azucarados. Nos miramos unos segundos sin decir nada y ella sonrío.
Jamás había visto el universo unos ojos tan bellos. ¿O sí?
En ese breve intervalo de tiempo, mientras la observaba, viajé hasta mi infancia. La mirada de esa mujer me llevó hasta aquel pupitre irresistible y encantador con sus huellas, besos y cicatrices, que quedaron para siempre marcadas a lápiz o pluma en la vieja madera. Sí, era la misma mirada, la misma sonrisa de aquella chica que recordaba sentada en él. Tendríamos 11 años y toda la inocencia del mundo. Recuerdo que era el primer día de clase y que yo era nuevo en el pueblo. Nuevo una vez más. Cuatro colegios en dos años, y pocas ganas de hacer amistad con nadie. ¿Para qué? Si sabía que nada iba a ser diferente. Un colegio más, unas caras nuevas, y si te he visto no me acuerdo. Eso era lo normal para mí desde que mis padres por motivos laborales se veían obligados a cambiar cada poco tiempo de destino.
Recuerdo que me sonrió, se acarició el pelo, y me ofreció un caramelo. Un caramelo. Así empezó todo, con un simple caramelo. Es curioso comprobar cómo con los más insignificantes gestos se pueden desencadenar las mayores turbulencias.
Yo traté de sonreír también, pero algo fallaba, me sentí atrapado, paralizado por la emoción; pocas veces me había encontrado con una carga tan intensa en una solo sonrisa, una carga concentrada en ella como dicen que está la materia en el núcleo de algunas estrellas. De mi boca no salía nada, ni aire, ni una palabra.
De hecho en aquel instante mágico sobraban las palabras, porque una mirada también puede tocar, es más rápida y eficiente, llega a nuestro corazón mejor que nadie. Será por eso por lo que dicen que los niños hablan con la mirada…
Me acordé de muchas cosas, y sobre todo cuando los primeros días me escondía detrás de los árboles, en el patio de recreo, para verla. Estaba siempre tan llena de felicidad que robaba todos mis sueños, unos sueños que no quería que terminaran nunca. Y que terminaron cuando al finalizar el curso mis padres cambiaron nuevamente de destino, truncando lo que para mí fue la más bella y efímera historia de amor.
Y ahora de nuevo, cuarenta años después, me sonríe. Me sonríe con esa mirada que no he podido olvidar. Me sonríe con la curva inocente y pícara de sus labios. No me basta el momento en sí. Lo quiero disfrutar. Pero al mismo tiempo no puedo sustraerme a la idea de que hay toda una vida flotando en el aire a nuestro alrededor que nos separa. Yo me doy cuenta que es ella, esa chiquilla que se sentaba a mi lado en aquel pupitre marcado con besos y cicatrices imborrables, y siento una punzada bajo las costillas al aceptar que ella no me ha reconocido. Es mejor así. Sé que si no le digo quien soy, esos dulces ojos, limpios de malicia, rebrotaran en mis noches como un destello de luz y esperanza, como un último suspiro, hendido en mi memoria…
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