19 septiembre 2012
La isla misteriosa (III Parte)
Hacía ya unas cuantas horas que caminábamos en dirección a un colosal volcán que sobresalía por encima del horizonte de esta misteriosa isla en medio del mar antártico. Los rayos del sol caían con violencia sobre nosotros, como un vapor de luz deslumbradora que cegaba la vista y agobiaba el cerebro con su trémulo brillo.
Parecía que la fuerte interferencia que anulaba nuestras comunicaciones emanaba de su interior; este volcán era como una emisora de radio natural, o eso pensaba yo.
El capitán no contemplaba nada de esto. No había dicho palabra, ni siquiera para ordenarnos nada. Cosa preocupante. Es como si no albergase esperanzas de ver de nuevo el mundo conocido. Por fin abrió la boca y me dijo:
-Señor García vuelva a comprobar todos los canales.
-Los he comprobado capitán, pero no hay respuesta. Con el debido respeto solicito permiso para descansar un poco. Estamos todos agotados.
-Apoyo la petición del señor García -dijo Meléndez-.
-¿A que estamos esperando?-añadió la señorita Mendoza-.
-La decisión debo tomarla yo -replicó el capitán-. Tengo que responder de la seguridad de todos ustedes y este lugar no es seguro. Señor García, describa sus descubrimientos geofísicos de este volcán -dijo señalando la cumbre humeante-.
-No he detectado ningún tipo de vegetación peligrosa, tiene una elevada temperatura, grandes columnas de humo, vida animal nula, y la atmósfera tóxica en su interior resulta absolutamente mortal para cualquier forma de vida conocida hasta ahora.
-¿Cuanto tiempo pueden resistir ahí adentro un grupo de personas sin protección?
-No demasiado.
-Capitán, Mire -dijo Rodríguez señalando una flecha y un mensaje escrito con piedras blancas a pocos metros del sendero angosto por el que caminábamos-: “Bienvenidos y felicitaciones”.
- ¿Es una broma?-pregunté sorprendido-.
-Escuchare cualquier teoría señor García…cualquiera-me dijo el capitán-.
-Una cosa resulta evidente en esta isla existe vida-contesté-.
-Tiene razón, vamos a seguir este camino-dijo señalando la flecha. Rodríguez, vaya delante.
Llevábamos unos minutos siguiendo el nuevo sendero cuando Rodríguez gritó:
-Capitán… señor García… mire.
-¡Dios mío! ¿Qué es esto? ¿Dónde estamos? –dije yo desconcertado-.
Ante nosotros se levantaba una alta y gruesa muralla. De trecho en trecho, se intercalaban torreones, y al pie de la misma y rodeándola un foso con agua. Era un castillo medieval. En el centro de la muralla se veía un puente levadizo. Estaba bajado pero una pesada reja rematada abajo en puntas cerraba el paso. Al aproximarnos, se elevó para permitirnos entrar. Eso hicimos. En medio del patio de armas se levantaba la torre principal: la Torre del homenaje, la que servía en la edad media de residencia del señor y cumplía con las funciones más destacadas del castillo, albergando las estancias personales.
Nos dirigimos asombrados a la puerta de la torre. El capitán cogió el enorme picaporte y la abrió.
Nos quedamos mirando, paralizados, al hombre que estaba de pie en la gran sala, y a mí el corazón me dio un vuelco. Aquél hombre era un tipo bajo y bastante rechoncho, vestido con un manto pesado, tipo alifate, hecho con pieles de comadreja y una túnica de cara seda coloreada, decorada con tiras bordadas sobre los puños y mangas. El hombre levantó la vista, tenía la cabeza cubierta por un sombrero de ala ancha y una sonrisa de oreja a oreja.
-Bienvenidos a un pequeño remanso de paz en mi tormentosa y pequeña isla de Volcano. Deben de perdonarme la manera en que les he atraído aquí, pero cuando he sabido de su desembarco, la verdad es que no he podido resistirme.
-Soy el capitán Cortés, del barco Nuestra señora de los Dolores -contestó secamente el capitán-.
-Ah, así que usted es el capitán de estos valientes caballeros. Reciba mis más efusivas felicitaciones. No saben cuanto les agradezco a todos ustedes esta visita. Es absolutamente maravilloso.
-¿Quien es usted? -pregunté yo confundido-.
-Vizconde Arnaud du Grandmanoir. A sus servicios señores,...mi casa es su casa.
Moví la cabeza, me acerqué a la oreja del capitán y le murmuré en voz baja:
-Fíjese en todo lo que nos rodea, capitán; la época, esta sala de cuento de hadas con sus paredes redondas, cortinajes de terciopelo grueso, los muebles, el vestuario: estos objetos existieron en la tierra hace muchísimos años, ¿como ha podido reproducirlos tan fielmente?
-Pues muy fácil -contestó el misterioso personaje, demostrando su fino oído- he estado observando los avances de su activa historia.
-Lamento decirle que ha estado observando los avances de hace 700 años -replicó el capitán con ironía-.
-¿De veras?… ¿he cometido un error en el tiempo? Un descuido imperdonable. Yo solo deseaba que se sintieran como en casa.
El capitán frunció el ceño, clavó su mirada en el Vizconde e intentó decir algo:
-Vizconde Arnaud du Grandmanoir, nosotros…
-Oh, por favor, puede llamarme señor Vizconde a secas –interrumpió él, sonriendo-.
El capitán carraspeó.
-Señor Vizconde ¿puede decirme por qué nos ha hecho venir hasta aquí?
-Verá Capitán, acabo de terminar mis estudios sobre su curiosa y fascinante sociedad. Han llegado aquí en el momento más oportuno. Hábleme de sus campañas, de sus batallas…sus misiones de conquista…
-¿Nuestras misiones de conquista? -Interrumpió el capitán atónito-. Nosotros somos pacíficos, cuando batallamos es porque no queda otra alternativa…
-Jajaja…Esa es la versión oficial, ¿no? –replicó él-.
-Le ruego…no, le exijo que desbloquee las comunicaciones y nos deje regresar a nuestro barco -añadí yo-.
-Ah, no, eso ni lo sueñen. Deben quedarse a almorzar conmigo. Tienen que contarme todas las atrocidades y asesinatos que cometen en el campo de batalla. ¿Saben que ustedes son una de las pocas especies que todavía se matan entre sí?
Miré pensativo al capitán, le cogí del brazo para acercarlo a mí, y le dije al oído:
-Este tío está más loco que un marciano, capitán. Se cree un caballero de la Francia medieval.
-Ya lo veo ¿Tiene algún plan especial en mente, señor García?
Yo asentí con la cabeza y dije:
-La verdad es que sí. Vayamos a por él , le pateamos el culo y lo mandamos de regreso a su mundo. Estamos en superioridad numérica.
El se quedó un momento pensativo.
-No cometamos tonterías. Nunca ha compensado hacerse el héroe. Este tipo debe poseer un poder especial. No se hace aparecer un conejo gigante, una niña rubia, un Don Juan y un castillo medieval en medio de una isla perdida en el océano antártico si no se tiene algún poder extraordinario. No tenemos elección. Vamos a seguirle el juego, de momento. Seamos amable.
-Supongo que tiene razón - asentí yo de mala gana-. Pero si ese plan falla, ya sabe...
El misterioso personaje por su parte, haciendo caso omiso de nuestros murmullos miró al capitán y dijo:
-¿Vous parlez français mon capitaine?
-Un poco, viví en Francia durante unos años.
-Ah, Monsieur, vive la gloire, vive Bayard. Sabe, admiro mucho al Chevalier Bayard.
-Interesante -murmuró el capitán con sequedad-. Bien, permítame que le presente a nuestro biólogo, el señor García, el oficial de comunicaciones, señor rodríguez, y nuestro timonel, el señor Meléndez.
En vista de mantenerla alejada del punto de mira y de la atención de este presunto loco, el capitán obvió presentar a la señorita Mendoza.
-Ajá… ha estado usted muy descuidado en sus obligaciones sociales capitán; no me ha presentado a la parte más encantadora y atractiva de la expedición-dijo acercándose a ella con una sonrisa delatora y maliciosa.
-Está bien. Este es el Vizconde Arnaud du Grandmanoir –dijo el capitán mirando a la señorita Mendoza y señalando con la mano al Vizconde.
-Señor Vizconde a secas-interrumpió él-. pero si lo prefiere puede llamarme el escudero solitario de Volcano…señorita....
-La señorita es la ayudante de nuestro biólogo: la señorita Mendoza –añadió el capitán secamente-.
-Aaah –replicó él cogiendo su mano- posee los ojos de una diosa y la belleza de Elena, la que lanzó miles de naves y quemó las torres destronadas de la inquebrantable Troya. Rubia Elena, su perfume me inunda la cabeza y siento una excitación desconocida; hágame mortal con un beso -añadió acercando sus labios a los de ella-.
La señorita Mendoza hizo una mueca de desdén.
- Ejem...ejem…esta señorita no tiene nada que ver con Elena, ni con Troya, señor Vizconde -replicó el capitán mientras extendía una mano y la cogía por la muñeca para alejarla de él.
El Vizconde miró el rostro de la señorita Mendoza, siguió su mirada, y suspiró sonoramente.
-En fin, bienvenidos a mi humilde isla, doctos y honorables caballeros…y señorita-dijo inclinándose-.
El capitán lo miró con aire interrogante y dijo alzando la voz:
-¡Ya está bien! ¿Esta bromeando, verdad? Estamos atrapados en su isla, sin poder comunicarnos con nuestro barco…Y…Y… todo esto…todo esto…es…es, imposible…del todo irreal…es como si…
-Oh, capitán, está teniendo una reacción típica de su especie…en cuanto no entienden algo empiezan a gritar y desconfiar de todo. Y ahora le anticiparé su próxima pregunta: quiere saber como he conseguido hacer esto, ¿no?
-Exactamente.
-JajaJa…nosotros, lo que significa yo y otros, para simplificar, hemos perfeccionado un sistema por el que transformamos la materia en energía y, de nuevo en materia. Pero no solamente transportamos materia de un sitio a otro sino que además cuando queremos alteramos su forma.
-¿Este castillo lo crearon alterando materia de esta isla? -pregunté yo incrédulo-.
-Exacto.
-Comprendo -interrumpió el capitán-…pero como pudieron…
-Querido capitán, sus preguntas se están volviendo aburridas. Solo quiero que sean felices, libérense de sus problemas y disfrutemos juntos en nombre de la camaradería, ¿no les parece?
-Ni hablar. Venga vámonos -nos dijo el capitán dando un paso atrás-.
El Vizconde apretó la mandíbula.
- No, no, no… no sean tan mal educados, no pueden irse. Como me temía ustedes necesitan que les demuestre mi autoridad. Y eso haré si no se sientan a comer conmigo -dijo el Vizconde mostrando la gran mesa con todo tipos de manjares y bebidas que estaba tras de él. Hasta ahora han podido disfrutar de la atmosfera agradable de esta isla dentro de mi influencia benigna, pero no se crean que es su estado habitual. Así que será mejor que de ahora en adelante se comporten, porque si no voy a enfadarme mucho.
Empezaba a preguntarme si habíamos hecho bien al desembarcar en esta maldita isla. Además, tenía el presentimiento de que sería muy difícil deshacer el error. El señor Vizconde Arnaud Du Grandmanoir no parecía la clase de hombre que fuera a permitir fácilmente que lo abandonáramos en mitad de lo que él esperaba fuera una gran recepción.
(Continuará…)
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