Decía Gustave Flaubert (escritor francés, para mí el
mejor novelista occidental): “Si la sociedad sigue a este paso creo que
veremos místicos otra vez, como los hubo en todas las épocas oscuras.
(...) Y la humanidad, como la tribu judía en el desierto, se pondrá a
adorar a toda suerte de ídolos.”
Visto
lo visto ayer en Madrid, acertó de pleno. ¡Qué triste le pone siempre a
uno la alegría de los tontos! Pero ya se sabe que el entusiasmo colorea
la vida humana. En realidad, lo que para la mayoría de los españoles
equivale a digno de ser admirado es, en esencia, una mezcla de
popularidad y horterada. No tengo nada contra el fútbol, es más, me
gusta, pero lo ocurrido ayer en Madrid, en la situación trágica en la
que se encuentra tanta gente, me ha hecho sentir vergüenza ajena.
Soy
consciente que la gente siempre responde positivamente a la alegría y
el entusiasmo, y del mismo modo sé que esa bizarra alegría consiste en
tener salud y la mollera vacía, aunque en mi humilde opinión la
diversión puede ser el postre de nuestras vidas, pero nunca su plato
principal. Como dijo acertadamente Don José Ortega y Gasset, “dime cómo
te diviertes y te diré quién eres”, y yo añadiría, parafraseando a
Robert Penn Warren: hablar de fútbol y copular son dos de las
principales diversiones de los españoles. Son baratas y fáciles de
procurar.
De todos es conocido que el
fútbol juega un rol societario en la propagación de actitudes
patrioteras, es la forma que tienen los políticos de organizar una
comunidad enferma y debilitada, y para ello nada mejor que servirse de
los medios de comunicación y en especial la televisión. Eso me viene a
huevo para sacar a pasear nuevamente mi pedantería y recordar unas
palabras del gran director de cine Billy Wilder: La televisión es lo más
maravilloso que podía habernos sucedido. Siempre hemos sido lo más bajo
de lo bajo, pero ahora han inventado algo a lo que podemos mirar desde
arriba. Sí amigos, lo han conseguido. Han conseguido vender, a base de
mucha propaganda, a la mayoría de los españoles, un producto que según
dicen ellos nos hará más feliz, aún en la miseria. Ésta mercancía
maravillosa se llama “La Roja”. Todo el mundo sabe, aunque viendo la
marea de descerebrados que ayer tomaron las calles de Madrid lo dudo,
que los principios en que se funda esta clase de propaganda son en
extremo simples. Solo hay que hallar algún deseo corriente, algún anhelo
inconsciente; imaginar algún modo de relacionar este deseo o anhelo con
el producto que se quiere vender; construir un puente de símbolos
verbales o pictóricos por el que el cliente pueda pasar del hecho a un
sueño compensatorio y del sueño a la ilusión de que nuestro producto,
una vez adquirido, convertirá el sueño en realidad. Como ven, es todo
muy sencillo y está muy estudiado. Esta propaganda busca en definitiva, y
eso ya lo dijo Emile Armand, “a los seres que forzados a vivir en
sociedad no se sienten ligados a ella ni por la más ligera fibra del
corazón, y por célula alguna del cerebro.” En fin queridos amigos y
amigas, yo opino como un famoso sociólogo norteamericano que dijo hace
más de treinta años que "la propaganda era una formidable vendedora de
sueños", pero resulta que yo no quiero que me vendan sueños ajenos, sino
sencillamente que se cumplan los míos. Tal vez soy una anomalía, un
bicho raro, un anacronismo, pero no creo ser el único, o eso espero.
Charles Bukowski decía que nuestra sociedad la hemos formado con nuestra
falta de espíritu, y que nos la merecíamos, y le doy la razón. No
quiero aburrirles más, solo permitánme terminar diciendo que cuando vi
por la tele, ayer, el espectáculo bochornoso del portero suplente de la
selección, Pepe reina, me acordé de las palabras de Tristán Tzara:
¡Mírenme bien! soy idiota, soy un farsante, soy un bromista. (...) ¡Soy
como todos ustedes!
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