Recuerdo una noche de verano de hace ya muchos años en casa de unos amigos. Yo era joven e impetuoso y hacía poco que me había independizado de mis padres. Aquella noche estando en el jardín, bajo la maravillosa bóveda estrellada, mi amigo Bernardino me relató la bellísima historia de Amaterasu, la diosa del sol. Me contó que Amaterasu estaba dotada de un poder inmenso, ya que toda la vida en la tierra dependía de su capricho. Amaterasu era buena, generosa y fiel. Todos los días se levantaba para iluminar el mundo y calentar a los hombres con sus rayos benéficos que hacían crecer las plantas y bendecían las cosechas. Sin embargo, la diosa del sol tenía un hermano llamado Susanoo que tenía un carácter diametralmente opuesto al de su hermana. Él era irascible, impredecible y a menudo brutal. Un día, durante una pelea particularmente violenta, Susanoo se enfureció terriblemente. Presa de una furia, destruyó todo lo que encontraba a su paso. Fue demasiado para Amaterasu. Exasperada por el comportamiento despreciable de su hermano, decidió castigarle de una manera terrible. Se retiró en el fondo de una caverna enorme y juró no volver a salir.
El sol dejó de brillar en el cielo y el mundo se sumió en la noche, y así, presumiblemente, Susanoo moriría de frío en la oscuridad.
Lamentablemente, la decisión de Amaterasu no acaba de golpear a su hermano como era su intención, y sí estaba poniendo en peligro las vidas de todos en el mundo… Entonces los lugareños , entendiendo que su última hora estaba a punto de llegar, se quejaron temblando de miedo y frío. Sin embargo, algunos de ellos se dieron cuenta de que el lamento era inútil. Si querían una oportunidad de sobrevivir, tenían que actuar con rapidez! ¿Cómo sacar a la diosa del sol de su cueva?
Para responder a esta pregunta ansiosa, se llamó a los más sabios y con más experiencia en el mundo. Después de la reunión, recomendaron tres cosas que podrían tener el poder de influir en la diosa: una espada, joyas y un espejo. La leyenda habla brevemente de la espada, parece que la gente se dio cuenta rápidamente de que no sería de mucha utilidad. Ellos decidieron en su lugar usar las joyas que habían sido cinceladas por los mejores artesanos. Las colocaron cerca de un árbol sagrado en frente de la cueva, pero no pasó nada y esperaron en vano. Finalmente, se decidió utilizar la última carta de triunfo: el espejo. Los sabios habían dicho cómo. Una joven y bella sirviente que se llamaba Okame comenzó a bailar y cantar al son de los tambores. De repente, ella comenzó a desnudarse y mostró sus senos. Todos se rieron y aplaudieron.
Intrigado por el sonido alegre, Amaterasu, la diosa del sol asomó la cabeza de la cueva para ver lo que estaba sucediendo. Y entonces la gente colocó el espejo delante de ella, atraída por su propia imagen, Amaterasu, finalmente salió de su refugio y volvió a brillar en el universo.
-Por qué me has contado esta historia tan bonita, le pregunté extrañado.
-Porque esta tarde, al visitarte en tu casa, me he fijado que no hay un solo espejo en ella – me contestó –, y para mí, el espejo es un símbolo importante. Es un símbolo de conocimiento y sabiduría. El espejo devuelve al hombre su retrato y da una imagen invertida de la realidad. Se puede decir que es a la vez un testimonio firme y pasivo. No es penetrado por la luz que nos devuelve. Y lo más importante: refleja la verdad.
Esta observación me hizo pensar mucho aquella noche, y al día siguiente fui a comprarme un espejo. Quería el mejor espejo, el más bello, el más perfecto y el más luminoso. Visité todas las tiendas de antigüedades de Barcelona, hasta que por fin, cuando ya se ponía el sol y mi búsqueda parecía abocada al fracaso más jaranero y estrepitoso, lo vi. Espléndido y grandioso. Estaba expuesto en el escaparate de la última tienda de la calle de las ánimas. Entré, lo admiré, lo rocé tímidamente y en ese instante oí una voz ronca y cavernosa decirme: ¿Es hermoso verdad?
Me giré, lo miré con una media sonrisa muy educada y le pregunté el precio. Nos pusimos de acuerdo rápidamente, no hubo necesidad de regatear, y volví a mi casa, satisfecho y feliz. Por fin había encontrado el espejo que anhelaba. Ya tenía como me había sugerido mi amigo Bernardino, mi espejo, el que reflejaría la luz de mis buenas obras y mi vida interior. El símbolo de la perfección divina según él.
Lo colgué con mucho cuidado en la entrada de mi casa, y al mirarlo sonreí y comprendí lo mucho que iba a representar en mi vida. ..Y así fueron pasando los años, uno tras otro, implacablemente. No había día que no mirara el espejo. Por la mañana al Salir, por la noche al regresar. Al principio todo iba bien y la imagen que me devolvía de forma indirecta me agradaba. Pero algo iba cambiando con el paso del tiempo. Año tras año. Algo que no comprendía y que me turbaba interiormente. Cuando lo miraba, seguía viendo el reflejo de la benevolencia y la caridad, pero mi imagen no era ya tan fresca y joven. Estaba preocupado. Me daba cuenta que los años pasaban y dejaban sus marcas inequívocas y dolorosas. El reflejo que me dirigía ya no era el de antes. Mi espejo estaba cambiando. Ya no era los ojos de mi alma. Tampoco mostraba el atributo de la verdad. Mi espejo ya no era la herramienta perfecta para hacerme feliz, ya no jugaba con la luz para abrirme una ventana a mi mundo. Yo lo compré para que reflejara la imagen de mi ser y de mi alma, por eso era tan significativo en mi día a día, pero ahora, estaba viejo y arrugado. Cualquiera que buscara en este espejo podía ver ahora que ya no reflejaba las mismas imágenes que años atrás. Mi cuerpo entero no se reconocía en él, y ya no brillaba como nuestro Sol o nuestra Luna. Definitivamente el espejo había envejecido como todo en el cosmos. Sí, se había hecho viejo, y mostraba arrugas y surcos que antes no tenía. Entonces tuve una buena idea, y puse en escena las reglas de mi lógica. Lo descolgué con cuidado y mimo, me dirigí a la tienda, la misma tienda donde 30 años antes lo adquirí, y después de explicarle al anticuario mi historia, le devolví el espejo viejo, y me compré otro nuevo y flamante.
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