01 marzo 2013

La vacuidad.


Estaba inquieto, nervioso, y opté por leer el ensayo de un aprendiz de filósofo antes de irme a dormir. Dicen que leer ayuda a conciliar el sueño. Sí, lo sé, “el amor propio”…tocarse, vamos…también ayuda…pero decidí leer.  El ensayo trataba de la Ética, esa parte de la estética que se encarga de suministrar las reglas para quedar bien ante una entidad abstracta (como Dios, la Humanidad, la Salud Pública o la Justicia) cuando la fuerza de las circunstancias impide quedar bien con uno mismo.  La cuestión es que me levanté raro,  desconocido. Tenía pensamientos subrepticios, indescifrables. Lo que todo hombre tiene que ser para los otros y, en el mejor de los casos, también para sí, es ser una aberración o una anomalía. En resumen: una guarrada, o un hereje civil partidario de un teorema irreprochable. Porque, ¿quién quiere ser normal en un mundo tasado por idiotas? Todo esto y más es lo que estaba pensando mientras aniñaba mi jeta ante el mundo civilizado por el servil espanto a destapar el alma peluda de cavernícola, cuando sonó el timbre de la puerta. ¿Quién coño será? Pensé para mí. Miré el reloj, era temprano y la verdad es que en aquel momento sentía la necesidad ineluctable de olvidarme de mi mismo y no tenía ganas de aguantar a nadie, menos a alguien dispuesto a sacar provecho de otro haciéndole creer que recibe un beneficio. El timbre sonó de nuevo. Me recordó esa imagen wagneriana del miedo en rebeldía contra la rebeldía del miedo. No quería abrir, sabía quién era. A esta hora tan intempestiva solo podía ser él, pero apelé a la amnistía pasajera que se dispensa con el envoltorio de la ternura y  conseguí una  mejor disposición para afrontar la cohesión de inmundicias que me esperaba tras la puerta. Era consciente que si no abría sería peor. El humanista de buche y paladar, convalecencia de la inferioridad, sospechoso de inutilidad vocacional, ya no solo tocaba el timbre sino que aporreaba la puerta. Pensé primero en otorgarle el beneficio de la muerte, pero finalmente decidí aunar jaquecas para así resolver problemas comunes y no tardar en coincidir que el mayor problema era haberle conocido. Abrí la puerta, y ahí estaba frente a mí el aristócrata de la picaresca que centra su falta de talento en pretender vivir como si lo tuviera. El único ser humano capaz de pasearse en un congreso de ecologistas luciendo con orgullo un exquisito abrigo de pieles de oso panda a lomos de un elefantito al que azota con una goma de butano.

-Hola Josep, ¿qué pasa ahora? Pregunté retóricamente.

-No te lo vas a creer, Ton…no te lo vas a creer-dijo al tiempo que me apartaba de un empujón y se metía directamente al salón-.

Cerré la puerta, y le seguí. No, no voy a negar que sintiera como una conspiración que mimetiza papeles inofensivos para morder a traición con una rabia que no busca desahogo en las radiaciones de la alegría, sino en la propagación impúdica del envilecimiento, pero me contuve y dije:

-A ver, ¿qué es lo que no me voy a creer?

-Ton, ¿recuerdas a Rosa?

-Sí, creo recordar que me pediste consejos de cómo preparar el terreno para un asalto.

-Esa, esa…pues, ¿te puedes creer que me ha llamada celoso y vacuo?

-¡No me lo puedo creer!

-Oye, por cierto, Ton, celoso sé lo que quiere decir, pero ¿qué coño es eso de vacuo?

La pregunta era tan directa no me dejaba otra que emprender ese camino jalonado de dudas que tras diversos derroteros no siempre transitables y alguna que otra perspicacia no siempre luminosa, conduce, finalmente, a la desesperación. Aunque no es habitual advertirlo, el recorrido emprendido es irreversible.

-Verás, Josep, tiene que ver con la vacuidad.

-¿Vacuidad? ¿Y qué cojones es la vacuidad? ¿Es malo?

¡Dios mío! Exclamé para mí. A ver como salgo yo de esta, sin recurrir al fanatismo de botiquín con caridad de mendrugo que pugna por el apostolado jurídico mundial para santificar un prototipo caramelizado de ser humano frente al cual toda divergencia parezca una amenaza y cualquier oposición una herejía excomulgada de la historia. En fin no me queda otra que tirar del método fundamentalista de conocimiento que opta por la fe en la consistencia de los hechos para sistematizar la realidad aun cuando la realidad demuestra la inconsistencia de los hechos para llegar al conocimiento.

-Josep, siéntate. Voy a intentar ser lo menos cínico posible, eso que me llaman mis amigos cuando sienten que llevo razón y les molesta reconocerlo. ¿Quieres de verdad que arranque las alas para entrar en el panal?

-¿Eing?

-¿Qué si quieres de verdad que te explique qué es la vacuidad?

-¡Si no es muy largo!

Lo miré, apercibí la herida del alma por donde se desangra la razón,  sentí una colisión entre seriedad y serenidad, y pensé que  el único modo de deshacerme de él y volver al paraje concurrido y a menudo variopinto al que se acude para volver con más amor a la soledad era aburrirlo, abrumarlo con una explicación larga, tediosa y soporífica.   Pero no quería ser como esos Individuos que se han resignado al santísimo gusto de expulsar de su rutina a los intrusos ante la incapacidad mental o material de eliminarlos. No, no quería ser descortés. Tampoco quería hundirlo en la miseria más absoluta explicándole que la vacuidad a la que se refería su amiga  Rosa es la falta de contenido o profundidad. Así que opté por explicarle la versión oriental.

-Bueno, intentaré resumirlo lo más posible-le dije cruzando las piernas y recostándome en el sillón-.
Verás Josep, la verdad última es la vacuidad. La vacuidad no es la nada, como piensa la gente común, sino la carencia de existencia inherente. La mente de autoaferramiento proyecta de manera errónea una existencia inherente a los fenómenos. Todos los fenómenos aparecen ante nuestra mente como si existieran de forma independiente y, sin darnos cuenta de que esta apariencia es equívoca, asentimos instintivamente a ella y aprehendemos todos los fenómenos como si existieran de forma inherente y verdadera. Ésta es la razón principal por la cual nos hallamos atrapados en el samsara. ¿Me sigues?

-Sí, claro…ejem…claro.

-Muy bien. En la realización de la vacuidad hay dos etapas. La primera consiste en identificar con claridad el modo en que los fenómenos aparecen ante nuestra mente, como si existieran de forma inherente, y cómo creemos con firmeza que esta apariencia es cierta. Este proceso es lo que se llama «identificación del objeto de negación». Para que nuestra comprensión de la vacuidad sea correcta es de suma importancia comenzar con una idea clara de lo que hemos de negar. La segunda etapa consiste en refutar el objeto de negación, esto es, probarnos a nosotros mismos por medio de varios tipos de razonamientos que el objeto de negación en realidad no existe. De este modo, llegaremos a realizar la ausencia o inexistencia del objeto de negación. ¿Comprendes?

-Sí, sí...ejem…  claro…ejem…claro.

-Estupendo. Debido a que nuestro aferramiento hacia nosotros mismos y hacia nuestro cuerpo es mayor que hacia otros objetos, debemos comenzar contemplando la vacuidad de estos dos fenómenos. Para ello, nos adiestramos en esas dos meditaciones: la meditación sobre la vacuidad del yo y la meditación sobre la vacuidad del cuerpo. A pesar de que nos aferramos constantemente al yo como si existiera de forma inherente, incluso cuando dormimos, no es fácil identificar cómo este yo aparece en nuestra mente. Para identificarlo con claridad, hemos de empezar dejando que se manifieste con fuerza al contemplar aquellas situaciones en las cuales generamos con más intensidad de lo normal un fuerte sentimiento del yo, como ocurre cuando nos sentimos avergonzados, turbados, atemorizados o indignados. Recordamos o imaginamos estas situaciones y entonces, sin necesidad de analizarlas o de juzgarlas, intentamos percibir con claridad la imagen mental de este yo apareciendo de manera espontánea y natural. Hemos de tener paciencia, pues es muy posible que necesitemos varias sesiones de meditación hasta que logremos percibir con claridad esta imagen mental del yo. ¿Entiendes Josep?

-Ouch..sí, sí…está muy claro…ejem…bueno…ejem… ¿falta mucho todavía, Ton?

-Voy por la mitad, Josep. ¿Pero a que es interesante, eh?

-Y tanto…ejem…ejem…oye igual te he interrumpido y estabas ocupado, ¿no?…cachís…sabes qué…ejem…tengo que ir a casa, acabo de recordar que hoy viene el fontanero para arreglar el maldito sifón del lavabo…

-¿El fontanero? Bueno, como quieras, pero te vas a perder lo mejor. La vacuidad tiene mucha tela que cortar, ¿sabes? En fin, si tienes que marcharte no seré yo quien te lo impida. Lo primero es lo primero.

-Gracias, Ton…ejem…gracias de verdad. Bueno me marcho ya, eh! Ya sabes cómo son esos fontaneros…si llegan y no estás te cobran y no vuelven.

-Sí, es cierto, venga corre para casa, y ya sabes…cuando quieras saber como acaba eso de la vacuidad, pues solo tienes que decírmelo…los amigos estamos para eso…para ayudar. Cuídate mucho, y dale un beso de mi parte a Rosa.

-Sí, se lo daré…ejem…bueno, me marcho ya…es interesante esto de la vacuidad, eh!...y sí, seguiremos otro día… Ciao.

Abrió la puerta, y al salir corriendo casi tropieza con la palmera de plástico del  descansillo de la escalera. Objetico cumplido-pensé para mí mientras una sonrisa maquiavélica se dibujaba en mi rostro- . He conseguido que se largara con viento fresco. Sí, ya sé que he sido egoísta, que lo he abrumado con mi disertación para aburrirlo y provocar su partida, pero qué queréis que os diga el egoísmos es el nombre peyorativo que recibe la sagacidad para poner al descubierto las intenciones ajenas y obrar en consecuencia. Ahora que lo pienso, quiero deciros que cuando concebí esta disertación pensé en el momento que la escribiría y mientras la estaba escribiendo pensé en el momento que la concebía. Es como un círculo vicioso, un bucle en el tejido espacio-temporal, un fruto que sólo madura cuando uno se cansa de pensar. En fin que como dijo Calderón De La Barca: Cosas hay que aunque se digan, no son para que se entiendan.

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