28 abril 2014

Si nunca esperas nada de nadie nunca te decepcionarás.

Aquella tarde llegué a Barcelona. Era un lugar verdaderamente grande, probablemente de uno o dos millones de habitantes; y por todas partes había automóviles conducidos por tíos pijos que llevaban gafas Ray-Ban, y a su lado iban mujeres rubias con trapitos de marca. O sea, que era como estar en Paris o una de esas capitales grandes de que me han hablado. Tantas cosas para ver y la gente tan atareada y acostumbrada al movimiento que no prestaba atención a nada. Compré un poco de comida en un bar regentado por unos chinos, apenas unos cuantos bocadillos, un trozo de pastel, patatas fritas, cacahuetes, dulces y una Coca-cola. No tenía mucha hambre. Después de comer, a eso de las cuatro de la tarde llegué a casa de  Marlene, la chica con la que había quedado. Vivía en un barrio chic, tan chic como podía ser un barrio con casitas de piedra asomándose al mar. Y allí estaba yo como un tonto, deseando que hubiera conmigo alguno de mis amigos del pueblo,  para que me hiciera de testigo; porque nadie creería que yo hubiera quedado con una chica de Barcelona. Luego se me ocurrió echar un vistazo alrededor, el panorama era espectacular desde lo alto de la montaña del Tibidabo. Y aunque me resultaba difícil, di la espalda a aquel maravilloso cuadro y toqué el timbre. Estuve poco menos  que obligado a hacerlo, ya me comprendéis, porque no quería que se me tomase por un tío de pueblo. Porque yo era el único que se había parado a mirar el mar y las gaviotas. Bueno, creo que eran gaviotas porque volaban.  Además, había tanto que hacer en aquella ciudad que nadie habría mirado dos veces el mar como lo estaba haciendo yo. Bien, el caso es que yo debería haberme encontrado a gusto, tan a gusto como un hombre puede encontrarse. Porque allí estaba, llamando al timbre de una majestuosa casa con vistas al mar, y esperando que me abriera una chica, bella como una puesta de sol en Samarkanda. Y por si fuera poco, la chica vivía en un sitio tan bonito como el que un hombre pueda desear; hasta tenía cuarto de baño, según me dijo ella. De manera que no me vería en la necesidad de bañarme en un barreño ni de ir a un lugar público, como hacían casi todos los de mi pueblo. En lo que a mí  concernía, creo que podía afirmarse que aquello era el reino de los cielos. Sí, para mí lo era. Sin embargo estaba preocupado. Tenía tantos nervios que me ponía enfermo. Desde que me cité con Marlene, me sentaba a la mesa para comer, quizás media docena de chuletas de cerdo, unos cuantos huevos fritos y un plato de bollos calientes con menudillos y salsa, y el caso era que no podía comérmelo todo. No me lo terminaba. Empezaba a dar vueltas a como sería la cita, como sería ella en las distancias cortas, y cuando me daba cuenta me había levantado sin rebañar el plato. Con el sueño ocurría lo mismo. Podía decirse que no pegaba ojo. Me metía en la cama pensando que aquella noche tenía que dormir, pero qué va. Pasaban cinco o seis minutos antes de poder dar una cabezada. Y luego, después de nueve o diez horas apenas, me despertaba. Bien despierto. Y no podía volver a dormir, cascado y hecho cisco como estaba. En fin, resumiendo,  el caso es que me encontraba otra vez despierto, removiéndome y dándole vueltas a la cabeza, hasta que ya no podía soportarlo más. Por eso fue que me  dije: “Ton, tus nervios van a acabar desquiciándote, así que lo mejor es que pienses algo y pronto. Lo mejor es que tomes una decisión,Ton, porque si no lamentarás no haberlo hecho.”
De modo que me puse a pensar y pensar, y luego pensé un poco más. Y decidí que tenía que acudir a la cita. Así que me puse la ropa de los domingos, y aquí estoy. Os diré algo de mí. Y os lo diré en serio. Hay una cosa que no me ha faltado nunca. Apenas había hecho la primera comunión  que las chicas empezaron a insinuárseme. Y cuanto mayor me hacía, más mujeres había. De vez en cuando me decía a mi mismo: “Ton, será mejor que hagas algo con las tías. Lo mejor será que lleves un látigo y que te las quites de encima a latigazos, porque si no te matarán a polvos.”
El caso es que no lo hice porque nunca he soportado que peguen a una chica. En cuanto una me lloriquea un poco, me tiene cogido. Como digo, para volver con lo que estábamos, nunca he tenido escasez de mujeres, todas han sido de lo más generosas conmigo. Lo que no parece justificar que me sintiera como un manojo de nervios, frente a esa puerta blanca, el dedo en el timbre, tocándolo ya por tercera vez. Como sea, el caso es que tardaba mucho en abrir. Entonces se me ocurrió pensar que quizás pudiera estar maquillándose. Es decir, esperaba que fuera más o menos así. En otras palabras: “¿por qué no?”
 La cuestión es que volví a apretar el timbre por enésima vez. Ahora con más fuerza y más rabia. Y tragué aire a bocanadas. Hacía mucho tiempo que no tragaba aire de ese modo. Dije, "maldita sea", "¿vas a abrir, o no?"
Y en ese mismo momento oí una voz a mi espalda que me gritó:"Será mejor que mire lo que hace. ¿Sabe lo que pasará de lo contrario?
Me detuve y me giré en redondo. Era una mujer anciana, con los ojos  abiertos y grandes como platos.
-"¿Qué pasará?" le pregunté.
-Le diré lo que pasará exactamente, -respondió ella-."Que avisaré a la policía. ¡Así que será mejor que lo recuerde y deje de aporrear mi puerta!
- ¿Su puerta? -Pregunté yo-.
-Sí, mi puerta.
-Pero...pero...¿no es esta la casa de una chica muy guapa que se llama Marlene?
-No, la señorita Marlene vive en la casa de al lado.
Le dediqué un significativo gesto de cabeza y acto seguido fui hacia la otra puerta, cinco metros más allá. Iba a tocar el timbre cuando oí que me llamaba. Me giré y la miré. Entonces me dijo:
-Hoy no la encontrará en casa. Está recitando poesía en el teatro nacional de Catalunya.
Estuve a punto de dar un par o tres de cabezazos contra el muro de piedra de la casa. Marlene me había plantado por un recital de poesía en el teatro nacional de Catalunya.
-No irá a cometer ninguna locura, ¿verdad? -Me preguntó la anciana-.
-¿Sólo porque  Marlene no está en casa? No, no voy a hacer nada-dije-. No más de lo que haría un hombre desesperado.
-Bueno. Que lo pase bien, querido.
-Lo mismo le digo, señora.


Me di la vuelta y mientras bajaba la calle, recordé que antes de llegar a este barrio chic había visto, cerca de una  estación de metro, una freiduría regentada por unos negros. Fui hasta allí  y me detuve a comer un plato de pescado frito con pan de centeno. Estaba demasiado fastidiado para comer mucha comida; demasiado preocupado por mis preocupaciones. Así que me zampé todo el asunto y luego pedí otra ración con una taza de café. Y finalmente empecé a llorar y a desgañotarme como un becerro en una tormenta de granizo.

14 febrero 2014

Ton, Lola, y san Valentín.

Habíamos vuelto a discutir. Uno de esos líos en que acostumbro a meterme antes de saber lo que está pasando. La cuestión es que Lola me había mandado otra vez a dormir a la oficina.  A la mañana siguiente, me levanté tarde, pero me levanté. El puto sofá me había hecho papillas las vértebras cervicales y lumbares. No sé si existen más vértebras. Lo único que había hecho en toda mi vida era complicarlo todo y trabajar de detective. Era todo cuanto podía hacer. Lo que es otra forma de decir que todo cuanto podía hacer  se reducía a muy poco. Y si dejaba de ser detective, no tendría ni sería nada. Era un hecho duro de afrontar: el que no fuera más que una nulidad que no hacía nada bien. Y a esta preocupación se sumaba otra más. Que pudiera perder el amor de Lola, porque había empezado a sospechar últimamente que los clientes no estaban del todo satisfechos conmigo. Que  esperaba que hiciera algo más que sonreír, bromear y mirar  las piernas de las mujeres que acudían a la oficina buscando ayuda,  o no sé qué. Y, la verdad, no sabía qué hacer al respecto. Lo mejor es que tomes una decisión, Ton — pensé para mí—, porque si no lamentarás no haberlo hecho. De modo que me puse a pensar y pensar, y luego pensé un poco más. Y decidí que no sabía qué mierda hacer. Así que como ya era la hora de comer me fui al restaurante de la esquina. Era 14 de febrero, San Valentin, y ahí estaba, sentado solo frente a un plato de pescado frito y un pan de centeno. Estaba demasiado fastidiado para comer una comida en condiciones; demasiado preocupado por mis preocupaciones. Terminé la comida y fui al lavabo de caballeros. Me lavé las manos y la cara, asintiendo al tipo que estaba  de pie, leyendo el periódico, a dos metros de mí.  Llevaba un  traje estampado de color mandarina tango mezclado con tonos azules y verdes y calzaba unas zapatillas deportivas de color vitaminas. No, no era Justin Bieber, tampoco Joe Jonás, pero se acercaba bastante.  Me dirigió una mirada prolongada y sus ojos volvieron a lo que hacían momentos antes. No sonrió ni dijo nada. Asentí hacia el periódico que leía el individuo.

— ¿Qué le parecen los chinos esos? —dije—. ¿Cree usted  que acabaran con los tibetanos y con el Dalai Lama?

Gruñó, pero siguió sin decir nada. Me sequé las manos con  el secador automático, a pocos pasos de él. La cosa era que yo quería echar una meada. Pero no estaba seguro de que debiera entrar en el retrete. La puerta no estaba cerrada del todo, o sea que debía de estar vacío, sin embargo, el tipo seguía allí y quizá quisiera hacer lo mismo que yo. Así que, aunque el lugar estuviera vacío, no habría sido muy educado anticiparme. Esperé un rato. Esperé, removiéndome y retorciéndome, hasta que ya no pude esperar más.

—Perdón —dije—. ¿Espera para entrar en el retrete?

Pareció sobresaltarse. Me lanzó una mirada grosera y habló por primera vez.

— ¿Le importa mucho?
—Claro que no —dije—. Lo que pasa es que quiero entrar y pensé que usted iba a hacer lo mismo. Es decir, pensé que había alguien dentro y que usted estaba esperando…

Miró la puerta del retrete entreabierta. Me miró luego a mí, entre perplejo y molesto.

— ¡Por el amor de Dios! —dijo. ¿No  ve que hay alguien dentro? ¿No ve que el retrete está ocupado por una mujer desnuda  que lleva una perrita  Yorkshire en brazos?
—¡Ah sí! —exclamé—. ¿Y cómo se ha atrevido una mujer a utilizar el lavabo de caballeros?
—Por  la perrita Yorkshire —dijo—. También tenía que mear el animalito.
—Pues desde aquí no veo a ninguno de los dos —dije—. Es curioso que no pueda verlos en un lugar tan pequeño.
— ¿Me está llamando embustero? ¿Dice que no hay una mujer desnuda con una perrita Yorkshire en brazos ahí dentro?

Dije que no, por supuesto que no. De ningún modo había dicho nada parecido.

—El caso es que me urge bastante —dije—. Lo mejor será que vaya al lavabo de mujeres.
— ¡Ni lo piense! —dijo—. Nadie me llama embustero y se marcha tan campante.
—Yo no —dije—. No he querido decir lo que usted insinúa. Yo sólo...
— ¡Ya, claro! ¡Le voy a enseñar quién dice la verdad! Se va a quedar usted ahí hasta que salgan la mujer y la perrita Yorkshire.
— ¡Pero tengo que mear! —dije—. Es decir, tengo verdaderas ganas, y…
—Pues usted no sale de aquí —replicó—. No saldrá hasta que vea que digo la verdad.

Bien,  el caso es que yo no sabía qué hacer. No lo sabía. Puede que vosotros lo supierais, pero yo no. Durante toda mi vida me he comportado tan amable y educadamente cómo se puede comportar una persona normal. Siempre he creído que si  era simpático con los demás, vaya, pues que los demás serían simpáticos conmigo.  Por fin, cuando ya estaba a punto de cabrearme, entró un tipo que sin pensarlo se metió en el retrete y cerró la puerta.  No lo pensé y  salí. Me fui de allí a tanta velocidad que no tardé nada en llegar al lavabo de señora, y oriné: y, creedme, fue un alivio. Volví  a mi mesa,  por el otro pasillo, para no encontrarme otra vez con el tipo del traje estampado de color mandarina tango mezclado con tonos azules y verdes, cuando vi a  Jessica Carolina, una amiga de juventud.  Estaba segurísimo de que ella también me había visto, pero hizo como que no. Vacilé durante un minuto junto al asiento que estaba a su lado, y entonces me crucé de brazos y me senté. No lo sabe nadie,  nunca lo he dicho,  porque procuramos mantenerlo en secreto, pero Jessica Carolina  yo tuvimos una gran intimidad en otro tiempo. El caso es que nos hubiéramos casado de no ser porque su padre me puso tantas pegas. Así que esperamos y esperamos a que el viejo se muriera. Y entonces, una semana más o menos antes de que ocurriera, Lola me enganchó. Desde entonces no había visto a Jessica Carolina salvo un par de veces en la calle. Quería decirle que lo sentía y hacer lo posible por explicarme. Pero ella no me daba ninguna oportunidad. Y si hacía ademán de detenerla, cruzaba a la otra acera.

—Hola, Jessica  —dije—. Bonita mañana.

La boca se le tensó un poco, pero no dijo nada.

—Ha sido una agradable casualidad encontrarte aquí —dije—. ¿Qué haces, si es que no te molesta la pregunta?

Respondió. Lo preciso.

—Comer. Esto es un restaurante.
—Claro. No he hecho más que buscar la oportunidad de hablarte, Jessica—dije—. Quería explicarte ciertas cosas.
— ¿De veras? —me miró de soslayo—. A mí me parece evidente la explicación.
—No, no —dije—. Sabes que nadie podía gustarme más que tú, Jessica. Nunca he querido casarme con nadie que no fueras tú, ésa es la verdad. Te lo juro. Te lo juraría sobre un montón de Biblias, Jessica.

Parpadeó precipitadamente, como solía hacer para contener las lágrimas. Le cogí la mano, se la apreté y vi que le temblaban los labios.

—En... entonces, ¿por qué lo hiciste, Ton? ¿Por qué tú...?
—Eso es precisamente lo que quería contarte. Lo que pasa es que es muy largo, y... mira, bonita, ¿por qué no te vienes contigo, nos metemos en un hotel durante un par de horas y...?

Sí, vale, ya sé que era San Valentin, pero era precisamente lo que no tenía que haber dicho. En aquel momento era lo menos indicado. Jessica Carolina se puso pálida. Me miró con ojos fríos como el hielo.

— ¿Es eso lo que piensas de mí?—dijo—. ¿Es eso lo único que quieres... lo único que has querido? Casarte conmigo no, oh, por supuesto que no, no te basto para el matrimonio. Sólo llevarme a la cama y...
—Por favor, nena —dije—, yo...
— ¡No te atrevas a camelarme, Ton!
—Pero si no estaba pensando en eso, en lo que tú creías que yo pensaba —dije—. Lo que pasa es que llevaría mucho rato explicar lo que ocurrió entre Lola y yo, y supuse que necesitaríamos un lugar para...
—Ni lo pienses. ¿Comprendes? Ni lo pienses —dijo—. Ya no me interesan tus explicaciones.
—Por favor, Jessica. Déjame por lo menos...
—Te diré una cosa, Ton, y será mejor que abras las orejas. Como vuelvas a hablarme de hoteles y sexo  va a haber jaleo. Jaleo del bueno. No voy a callarme, ya me conoces, y a buen entendedor, con pocas palabras basta.

Sus palabras se metieron en mi cabeza como un enano con un soplete en una mano y una pistola en la otra. Le dije que esperaba que no le dijera nada a Lola. Por el propio bien de Lola, claro.

— ¡Lo veremos!—sacudió la cabeza y se puso en pie. Déjame pasar, por favor.


Me empujó para abrirse paso y salió hacia la puerta, la cabeza erguida, las caderas sacudiéndose y balanceándose. Cuando llegó a la puerta, quise decirle adiós con la mano, pero ella volvió la cabeza al instante, dando otra sacudida a sus caderas, y echó a andar hacia la calle. Así que aquello fue todo, y me dije que quizá no estuviera tan mal. Porque, ¿cómo habríamos podido decirnos nada tal como estaban las cosas? Lola existía, y  por tanto seguiría existiendo el problema hasta que Lola o yo muriéramos de viejos.

08 febrero 2014

Lola vuelve al trabajo.

Me levanté, me enjuagué la boca con mi elixir preferido, Jim Bean, me afeité y me di un baño. Aunque estábamos aún a lunes y ya me había bañado a conciencia el sábado anterior pensé que no me haría daño. Me puse luego la ropa de los  festivos, me acomodé delante del espejo y me observé cuidadosamente por todas partes para asegurarme de que no parecía un tío de pueblo. A mí no me lo pareció. Hoy era un día especial porque quería ir a ver a mi abogado para que me aconsejara sobre mis problemas, y siempre que iba a ver a mi abogado me acicalaba al máximo. Ya camino de la puerta de la calle me detuve ante el cuarto de Lola; ella había dejado la puerta entreabierta para que corriera el aire y, sin que se percatara de lo que yo hacía, eché un vistazo. Entonces entré y me la quedé mirando otro ratito. Me acerqué de puntillas a la cama y me planté a su lado para mirarla a gusto, relamiéndome y sintiendo un no sé qué. Os diré algo de mí. Y por una vez, os lo diré en serio. Hay dos cosas que no me han faltado nunca. Los problemas y las mujeres. Apenas era poco más que un niñato con pantalones cortos que las niñas empezaron a insinuárseme. Y cuanto mayor me hacía, más mujeres había. Pero también os diré otra cosa: ninguna como Lola había sabido tirar del hilo mágico de mi imaginación. De vez en cuando me decía a mí mismo: "Ton,  será mejor que hagas algo con tu vida. Así no puedes seguir,  porque si no te consumirás como una vela japonesa."
El caso es que no lo hice. Quiero decir que no hice nada para cambiar mi vida, porque mi vida era Lola. En cuanto Lola me mira a los ojos, me tiene cogido. Como digo, para volver con lo que estábamos, nunca he tenido escasez de mujeres, todas han sido de lo más generosas conmigo, pero ninguna como Lola. Digo esto para justificar la manera con que la miraba ahora mismo. Relamiéndome y sintiendo cierto cosquilleo. Es verdad que Lola era en muchos casos un poco borde conmigo,  pero también os quiero decir que  por los cuatro puntos cardinales  era como una diosa griega. Creedme, Lola era una mujer peligrosamente adictiva. Pero el problema está en mí, que soy un poco de ideas fijas. Me pongo a pensar en una cosa y ya no puedo pensar en nada más. Y quizá debería cambiar, pero ya sabéis cómo son estas cosas. Cuando estás enganchado a una mujer, cuando solo tienes ojos por una mujer…Quiero decir que es igual que comer palomitas de maíz. Cuantas más comes, más  quieres. Como la calefacción estaba a tope  no llevaba puesto nada, salvo su diminuto tanga rojo con lazos fúcsias; además, había revuelto y apartado la sábana. Estaba boca abajo, de manera que no podía verle la cara, pero su cuerpo era tan hermosamente perfecto que al mirarlo el corazón parecía querer  salirse de su ubicación natural, y tocarme el paladar.  De modo que allí estaba, mirándola, poniéndome más caliente que la caldera del Orient Express, hasta que ya no pude aguantar más y empecé a desabrocharme la camisa y a bajarme los pantalones. “A fin de cuentas” —me dije—, a fin de cuentas, Ton, esta mujer es tu mujer, así que tampoco haces nada ilegal si te frotas un poco con ella. Yo lo miraba de este modo. Bueno, supongo que ya sabéis lo que pasó. Aunque creo que no lo sabéis. Porque no conocéis a Lola y en consecuencia, no lo podéis saber. Como sea, el caso es que se dio la vuelta de repente y abrió los ojos.

— ¿Qué vas a hacer? —dijo.

Le expliqué que iba a ver a mi abogado para resolver temas fiscales de la empresa. ¡Malditos temas fiscales! Que probablemente estaría fuera hasta bien entrada la noche y que como lo más seguro era que ella y yo nos echáramos de menos, pues que quizá debiéramos estar juntos antes.

— ¡Ya! —exclamó, casi fulminándome con la mirada. ¿Y pensabas que iba a dejarme, aun en el caso de que tuviera ganas?
—Bueno —dije—, se me ocurrió pensar que quizás pudieras. Es decir, esperaba que fuera más o menos así. En otras palabras: ¿por qué no?
— ¿Por qué no?  Porque ya te dije ayer noche que hasta que no me expliques qué está pasando entre tú y la nueva secretaria de tetas operadas que has contratado sin contar conmigo, dormirás en el sofá. ¡He aquí el por qué! ¡Porque ya no aguanto tantas miraditas entre vosotros!
—Bueno —dije—, tampoco es para que te pongas así. O sea, no digo que  la mire de vez en cuando, sino que es normal que la mire cuando le dicto una carta. Bueno, el caso es que no tienes por qué echarme la culpa de haber contratado a una secretaria que tiene las tetas operadas. El mundo está lleno de secretarias con las tetas operadas.
—Es que no es solo eso: es que la rubia de bote ni siquiera sabe redactar una carta. Su ortografía es un desastre y no sabe manejar el Office. Es lo menos parecido a una secretaria que he visto en mi vida. ¡Es idiota! Pero tú siempre contratas a idiotas. Con esta ya van tres.

Bueno, aquello me dolió un poco. Siempre estaba diciendo que yo no sabía contratar, y esto me sentaba mal. Realmente, no podía contradecirla cuando decía que la chica era idiota, porque a lo mejor no era muy lista, pero ¿quién quiere una secretaria lista? Creo más conveniente contratar a una chica guapa que a una fea. Cuando uno debe pasar horas en el despacho es lo mejor. ¿Quién iba a aguantar tanto tiempo mirando a una secretaria fea? ¿Quién iba a tener ganas de ir al despacho, eh? Lo que quiero decir, qué narices, es que si hay que trabajar lo mejor es trabajar a gusto, ¿no?

—Bueno —dije—, si piensas eso, que todo lo hago mal, ¿por qué te casaste conmigo?

Se le pusieron los ojos como platos y tragó aire a bocanadas.

—Ton, no me tires de la lengua. No me tires de la lengua. Mira, será mejor que alejes ese par de tetas operadas de mi empresa, Ton. Porque no olvides que es mí empresa, Ton, mi empresa. Y en mi empresa no quiero rubias sin alma.
—Sí, claro —dije—. El problema es que no tiene alma. Lola, todas las personas tenemos alma.
—Esa rubia tetona ni tan siquiera es persona.
—Pues si no es personas, ¿qué es entonces?
—Es una rubia operada, y nada más. Hoy mismo te deshaces de ella. Ya lo hablamos ayer, o ¿sabes lo que pasará de lo contrario?
—Te diré lo que pasará exactamente —respondí—. Que entonces no pisaré el despacho.
— ¡Y tanto que lo pisarás! A partir de mañana volveré a ser  tu secretaria. Además, así ahorraremos gastos.

Me quedé pensativo unos segundos, componiendo mentalmente el nuevo escenario. Lola otra vez junto a mí. Me la imaginaba magnífica y deliciosa vestida de secretaria. Guapa, tan guapa que me dolían las meninges con sólo imaginarla. Luego rebusqué en mis bolsillos, pero no encontré ninguna aspirina ni tan siquiera medio vaso de vino tinto para templar el sistema nervioso. Finalmente le dije:

— ¿En serio? ¿Cómo en los viejos tiempos?
—Como en los viejos tiempos —Ton —dijo, inclinando la cabeza a un lado—. Y contestando tu pregunta te diré que nunca he querido casarme con nadie que no fueras tú, ésa es la verdad. ¿Por qué no te quedas unos minutos, eh?
—No sé —dije, fingiendo estar enfadado—, No estoy de humor después de todo lo que me has dicho.

No creí que fuera a responderme tan rápidamente. Pero lo hizo.

—Ven aquí—dijo, llamándome con un dedo—. Puede que yo te haga recuperar el humor, ¿eh? —Añadió cogiendo mi mano y tirando de ella para acercarme  a la cama, más…y más—.

Sus manos eran suaves como la flor de la azalea, su boca, un cálido e inefable abismo, y en sus ojos llameaba ese fuego bravío, primitivo, del animal salvaje; ojos ávidos, voraces, cuya mirada me hacía estremecer de ansias también ancestrales. Sé que pensaréis que soy un tío débil. Pues no. Y no me parece justo que lo penséis. Además, eso solo me ocurría con Lola. Pero voy al grano. No sé si por culpa de un embrujo, o simplemente por los torzales de una temporada extraña de perturbadora soledad debido a mis muchos viajes de trabajo,  el caso es que el perfume de Lola me atenazaba de nuevo. El perfume, sí,  y ese maldito reverso de perversidad que hay en los encantos sensuales del mundo de las formas y las curvas, cuya mayor cima era, a mis ojos, el cuerpo de Lola. La miré fijamente y pude percibir los muchos caminos de desconcierto y confusión que comunican, o incomunican, a dos egos tan distintos. Pero también percibí un camino que me guiaba con la sencillez de la línea recta, hacia frenesíes y porciones de un corazón enamorado. Nadie me puede culpar  por ello. Nadie. Se trata de una ley muy primitiva y referida; se trata de la magia del amor, y reside infinitamente más en el dar que en el recibir. Al fin y al cabo, cuando dos enamorados se unen, sin quererlo, ensanchan el pecho y se vacían para llenarse del otro en un santo broche de éxtasis.

07 febrero 2014

Pasión ibérica.

Lo que van a leer, aunque parezca mentira, es la conversación grabada y luego transcrita, de la conversación que Rosa, la del clavel español (Rosa, lideresa de un partido de cuyo nombre no quiero acordarme), ha mantenido esta mañana, rodeada de toda la intelectualidad y del premio Nobel Toni Cantó, en la sede de su partido, y en un gabinete de crisis sin precedentes. Para que todos ustedes comprendan lo relevante de este documento, les diré que la conversación gira en torno a la declaración UNILATERAL del cese definitivo de las obras del canal de Panamá por parte de la multinacional española SACYR. El tema no es moco de pavo, y como verán puede desencadenar una guerra de dimensiones apocalípticas. Pero vamos ya al lio. Aquí os dejo ese documento de un valor incalculable.

—Buenos días lideresa.
—Hola Cantó. ¿Qué pasa? ¿Por qué me has hecho reunir el gabinete de crisis?
—Verás, querida lideresa, tenemos un “grossen problemen”.
—¿Qué? ¿Ya no sabes hablar español? ¿Has vuelto a leer a Josep Plá?
—Ejem…no es catalán, es alemán.
—¿Y por qué me hablas en alemán, Cantó?
—Ejem…como nos has obligado a todos a leer el Mein Kamft en alemán, pues a veces me confundo, lideresa.
—Está bien. ¿Qué pasa ahora? Ya sabes que he estado con los bomberos de Málaga y no he tenido tiempo de leer las noticias.
—Sí, ya he visto el vídeo con los bomberos.
—Hay que ver lo buenos que están los bomberos de Málaga. Me he puesto más caliente que una pistola de juguete.
—Ejem…sí, la verdad es que está muy buenos, pero…pero…lo que tengo que decirte es…
—¿Qué pasa? ¿Tan grave es la cosa? ¿Los catalanes se han atrevido a levantar un Castell de 5 de 9 amb folres sin pedir permiso?
—Es mucho peor, querida lideresa. Los panameños se han rebelado contra SACYR. El estandarte de España en América latina.
—¿Y? Que les apliquen en el artículo 155 de la constitución y a tomar por culo.
—Es que Panamá es un país independiente, querida lideresa. Ya no pertenece a España.
—¿Ah no? ¿Desde cuándo?
—Si mi memoria no me falla, no olvides que lo estudié en tercero de la Eso, creo que desde 1821, querida lideresa.
—Putos panameños. ¡Qué se han creído! Hace dos días iban todavía vestidos con plumas del ave del paraíso y ahora quieren un pulso con nosotros. Se van a enterar. Ahora mismo llamo a Rajoy y le digo que envíe las fuerzas de intervención rápida del ejército.
—Ejem…verás, querida lideresa, nuestra fuerza de intervención rápida no está operativa por falta de presupuesto.
—Pues les mandamos a la Legión. Ya verás tú. En cuanto esos panameños vean a la cabra al frente se cagan en los pantalones.
—Tampoco hay cabra, querida lideresa. Como sabrás, ahora los legionarios deben pagarse el menú, y como andan justos de dinero se comieron a la cabra.
—¡Coño! La cosa está grave entonces. Bueno, pero dime, ¿por qué no quieren los panameños pagar lo que pide SACYR?
—Verás, querida lideresa, es que dicen que SACYR ganó el concurso con un presupuesto un 6 % más bajo que la competencia, y ahora quieren cobrarles un 50 % más por terminar la obra.
—¡Serán cabrones esos panameños! ¿Pero qué se han creído? ¿No saben que es lo normal en toda obra licitada con empresas españolas? Mira, te diré qué vamos a hacer. ¡Se van a enterar esos putos panameños! ¡A mí no me conocen todavía! Toma nota, amigo Cantó…
—Le voy a enviar una carta al chino ese que se peina con la raya en medio. ¿Cómo se llama? Ah, sí…Kim Jong Un…
—Ejem…querida lideresa, ese tal Kim Jong Un es coreano, no es chino.
—¿Ah no? Bueno, es igual, tú toma nota: “Camarada Kim Jong Un, me dirijo a ti para pedirte un favor. En vista de las maravillosas relaciones existentes entre nuestros dos países he decidido, UNILATERALMENTE, recurrir a ti para pedirte prestado el ejército de guerreros de terracota de Xi’an que…
—Ejem…querida lideresa, perdona que te interrumpa, pero creo que los guerreros de Xi’an están en China y no en Corea del norte.
—¿En China? ¿Estás seguro?
—Casi seguro, querida lideresa.
—Está bien. Tacha el nombre ese y busca en la Wikipedia el nombre del mandatario chino. ¡Si es que tengo que estar en todo! Y no me interrumpas más, que se me va el hilo de mis pensamientos.
—Se llama Xi Jinping ¿Dejo lo de camarada?
—Claro, ¿no son rojos comunistas los chinos?
—La verdad es que cada día menos, querida lideresa.
—Joder, Cantó, ¿quieres escribir tú mismo la carta?
—No, querida lideresa.
—Entonces te callas y escribe lo que te dicte: Camarada Xi Jinping me dirijo a ti para pedirte un favor. En vista de las maravillosas relaciones existentes entre nuestros dos países he decidido, UNILATERALMENTE, recurrir a ti para pedirte prestado el ejército de guerreros de terracota de Xi’an que guardas con tanto cariño para con tu permiso usarlo en contra de Panamá, que como bien sabes es aliado incondicional de EE.UU…y bla bla bla…el resto lo acabas tú, Cantó.
—Querida lideresa estoy pensando que debido a pobre estado de las 8000 figuras de terracota deberíamos pintarlas antes de enviarlas a luchar contra los panameños. ¿Qué me dices?
—¿Pintarlas? Uhm, no es mala idea. Pero nada de mariconadas, que te conozco Cantó. Nada de colores pastel.
—No, querida lideresa. Yo había pensado en pintar las 8000 figuras de terracota con los colores de William Wallace, el de Braveheart.
—¿Azul y blanco?
—Sí, ¿cómo lo ves?
—¿Estás tonto? El azul y blanco está bien para asustar a las moscas, pero no para acojonar a los panameños. Los panameños descienden de los mayas, un pueblo guerrero y correoso. No, definitivamente nada de azul y blanco. Las pintaremos de color rojo sangre y amarillo oro. Los colores de los tercios de Flandes. Ya verás cómo se acojonan los cabrones. No me conocen esos putos panameños. Menuda soy yo. Si he logrado acojonar a los catalanes con el artículo 155 de la carta magna ya verás cuando esos indios vean a mis guerreros de terracota con los colores nacionales. Se van a cagar de miedo.
—Vale, ¿pero dónde voy a encontrar tanta pintura? 8000 figuras de terracota con los correspondientes caballos y carros no se pintan con la lata de pintura que nos ha sobrado después de pintar la sede del partido. No puedo pintar todo un ejército si no tengo al menos 2000 kilos de Titanlux.
—Joder, Cantó, ¡No puedes, no puedes! ¡Nunca puedes hacer nada! ¡Porque ni siquiera eres medio hombre! ¿Sabes que no soporto los borregos acobardados como tú, Cantó? ¿Y por qué me mira así, eh?
—Es por la cara que pones. Parece que fueras a matarme... nunca te he visto mirarme de esa manera, querida lideresa.
—¿Yo? ¿Yo matar a alguien? ¡Venga ya! No seas idiota. A menos que… ¿No serás catalán, no?
—No, querida lideresa, bien que lo sabes. Pero es que no sé cómo podré hacer lo que me pides.
—¡Pues tendrás que hacerlo! Llama a VOX,  el nuevo partido de la derecha español, ellos seguro que tienen miles de latas de pintura rojigualda. Tendrás que hacerlo y no intentes siquiera decirme que no.
—¿Pero, y si Ortega Lara está allí? ¿O Vidal-Quadras? Suponte que se cabrea porque queremos echar una mano al Partido  del gobierno  con eso de SACYR y... y...
— ¿De qué hablas ahora? ¡Inútil, que eres un inútil! ¡Miserable pretexto de hombre! ¡Te voy a decir una cosa, Cantó! Si Ortega Lara o Vidal Quadras están y tú no eres capaz de traerte la pintura, te haré el hombre más desdichado de mi querida España. Tiembla de pensar lo que te puedo hacer. Mira lo que les he hecho a los catalanes. Y eso es solo el principio. A mí ningún puerco bastardo me lleva la contraria.
—Lo que tú digas, querida lideresa. Haré todo cuanto me pidas siempre que creas que es una buena idea.
La reunión siguió. Rosa, la del clavel español, llevaba la voz cantante, como siempre; e interrumpía cada vez que Toni Cantó iba a decir algo. Lo único que hacían el resto de miembros del partido magenta era darle la razón, dejando caer de vez en cuando que Rosa era maravillosa y listísima. Como de costumbre.
—Conque sí, ¿eh? Puede que algún día te pegue un tiro, ¿sabes? ¿De qué hablas ahora, si puede saberse? —Le preguntó a Savater  —.
—De que deberías salir más a la calle —dijo Savater—. Ya sabes lo que habla la gente de ti y no me parece prudente con las elecciones encima, que no intentes conectar más con la gente.
—Venga ya —dijo Rosa—. Sabes muy bien que el pueblo español me adora. ¿O es que también eso te da envidia?
—Pero acordamos que...
— ¡Yo no! Yo no acuerdo nada...Yo mando. Además, sabes perfectamente que tengo a Albert Rivera  en el bote. Ese chico come en mi mano. Pero no me gusta aprovecharme de las oportunidades. Y ¡Cierra el pico de una vez! ¿Has visto hombre igual en tu vida, Toni Cantó? ¿No es para preguntarme si no estaré medio loca por haberlo metido en el partido?

Toni Cantó miró a Savater y le dirigió una malévola sonrisa. Luego Rosa, la del clavel español, le dijo a Savater que sería mejor que se fuera a su cuarto (su cuarto era su despacho dónde meditaba sobre lo humano y lo divino) si no soportaba tanta presión. Cosa que hizo Savater. Al llegar a su despacho se tumbó en el sofá y se tapó con la manta de pelo de Yak vuelta para que los zapatos no la ensuciaran. La ventana estaba abierta y podía oír el canto de los grillos, que siempre se oía después de una bronca de la lideresa. De vez en cuando se oía también el ruidoso croar de una rana, que parecía un tambor bajo que marcara el tiempo. Al otro lado de la calle alguien le daba a una bomba de agua, plum, fisss, plum, fisss, y hasta podía oírse a una madre que llamaba a su hijo: ¡Manolo, eh, Manolo! ¡Ven en seguida cabronazo! Y en el aire flotaba el aroma de la tierra limpia, el olor más agradable que hay después del olor del dinero, y... y todo era hermoso. Era todo tan condenadamente hermoso y apacible que Savater se durmió. Si amigos, se quedó dormido aunque el día no había sido de los mejores de su vida. Creo que llevaba dormido aproximadamente una hora cuando le despertó la voz de Carlos Martínez que gritaba, la de Toni Cantó que se desgañitaba y la de un tercero que hablaba a los otros dos: era Rosa, la del clavel español, que decía lo que pensaba de una manera que daba dentera. Suavemente, pero firme y tajante, como solo Rosa podía hacerlo cuando se cabreaba. Lo mejor entonces era escuchar lo que decía; lo mejor era escuchar y aprenderse de memoria lo que dijera, porque de lo contrario uno podía pasarlo pero que muy mal.
A pesar de los gritos, Savater no dijo nada. Se quedó escondido bajo la manta. Se dio cuenta de que Rosa, la del clavel español, estaba acusando los efectos de aquello…de… ¿Cómo se llama? … Bueno, es igual, no recuerdo el nombre pero es un tipo de alucinógeno que, en dosis no tóxicas, causa alteraciones profundas en la percepción de la realidad. De modo que la bronca siguió y Rosa, la del clavel español seguía gimiendo, retorciéndose, sacudiéndose y quejándose, diciendo que los putos panameños no iban a poder con ella, y menos aún con el pueblo español. Toni Cantó que aparte de servil y lameculos es muy espabilado dijo que él sabía cómo solucionar el problema de SACYR con el canal de Panamá, sin tener que pintar de rojo y amarillo a las 8000 figuras de terracota, y que sería mejor que se sentaran todos si es que querían oír la gran idea que había tenido.

—Querida lideresa, deja de hacerle daño. Suéltele la oreja al pobre Carlos Martínez. Tengo la solución.
—Con mucho gusto —dijo la lideresa—. Se me pone la carne de gallina de sólo tocarle. Si por lo menos fuera la mitad de buenorro que los bomberos de Málaga. En fin, me temo que no he sabido dominarme —dijo sonriendo y un poco rígida—.A ver Cantó, ¿qué idea quieres aportar ahora?
—Verás lideresa he pensado que como los catalanes son un poco judíos y siempre han sido buenos mediadores podríamos escribir una carta a Artur Mas, el presidente de la Generalitat catalana,  y pedirle…
— ¿Q... qué? ¡Qué?
—Bueno, espera, no te sulfures, verás, creo que…
—Cantó—dijo— ¡Eres un idiota!
—Sí —dijo él—, supongo que no tengo las cosas muy claras. Yo solo pensaba en una forma de… bueno quiero decir que creo mucho en los fueros locales, ya me entiendes, los fueros regionales y todo eso y pensé que…
—No eres completamente idiota, Cantó. ¿Por qué hablas como si lo fueras?
—¿Qué quieres decir, Rosa? Perdón, lideresa.
—Quiero decir que hasta el más lelo se habría dado que aquí quien corta el bacalao soy yo.

El pobre Toni cantó ya no sabía qué hostias hacer. El caso es que no tuvo tiempo de hacer nada, porque en el acto ella le dijo:

—Cantó, siéntate. Quiero hablar contigo.
—Creo que será mejor dejarlo para mañana —dijo él, acojonado—. Es un poco tarde y...
—¡No! Ahora, Cantó.
Carlos Martinez  y su secretaria rodearon a Rosa para calmarla y decirle alguna cosa.
—Creo... creo que Toni Cantó no quería hacer nada malo. Solo quería aportar ideas, querida lideresa — dijo la secretaria con los ojos anegados en lágrimas—. Es un hombre muy educado, lo sé, y no quería hacer nada malo, ¿verdad, Toni?

Era una de esas situaciones que la verdad nadie creería. Pero era real. Toni cantó estaba sumergido en un valle de lágrimas. Y no le culpo, porque parecía que iba a ser el invitado de honor de un linchamiento.

—Pero... pero...Pero Rosa, o sea, lideresa —balbuceó Toni Cantó—... me está esperando mi novia. Y yo...
—Déjala estar. Me temo que no es el único contratiempo que puede sufrir si no solucionamos el problema de SACYR. Y deja de temblar y llorar. No voy a hacerte nada. ¡Ahora, escucha! Ya sé qué vamos a hacer…

(Continuará… O no)

PD: Advertencia: cualquier parecido de los personajes de este diálogo con la realidad es pura coincidencia.

18 diciembre 2013

Ton vuelve a Cabo verde.

Hacía ya medio año que Lola se había marchado. Cogió la salida  y traspasó su umbral. Nunca sabré si esa pequeña pausa tras la puerta significó algo. Quizás sí, o quizás no.  Lo que sé es que empecé con un gin-tonic y acabé en un frío motel a veinte kilómetros de la ciudad y a un abismo de mi mente. Y allí  fui testigo de la muerte de una persona. Su nombre: Carlos Alberto Ben Mansur  El Hammoudi.  Todo lo que sigue, todo lo que van a leer,  es la consecuencia de aquella  muerte, trágica, y nada accidental. 

Nos encontrábamos mi amigo Abdul Bagud del oasis de Baghera yihad  y yo, sobrevolando el océano. Concretamente el famoso océano atlántico en dirección a la capital de Cabo Verde: Praia. Esta se encuentra al oeste de Senegal. Los hombres, las plantas, el cielo, la atmósfera, hasta el agua de los ríos es “distinta” en esas afiebradas tierras de sol. Un abismo en donde todo lo que conocemos se convierte en una interrogante. Ha tenido muchos nombres: el  archipiélago volcánico macaronésico de Cabo Verde, el estado soberano insular de Cabo verde, y  la República de Cabo Verde. El cielo estaba oscuro, y a poca distancia se divisaban unas nubes más negras que el alma de mi casero. La pequeña avioneta Cessna 208 Caravan se aproximaba al aeropuerto internacional de Praia.

   —Radar de Praia, aquí bonanza alfa 3, adelante… Radar de Praia, aquí bonanza alfa 3, adelante. ¡Mierda! Esta puta tormenta nos va a joder el día — dije nervioso mirando de reojo a  Abdul, quien observaba con ojos desorbitados los múltiples relojes del cuadro de control—. 

De repente el motor del avión hizo un ruido extraño y dejó de funcionar. Atrapado como por una fuerza sobrenatural, se dirigía hacia las nubes de la tormenta a más de 9 000 pies de altitud. 

    —¿Todo va bien, Tony Pachá? —Preguntó inquieto—.
    —Sí, solo que estamos perdiendo altura y no encuentro la forma de salir de esta corriente de aire frío —repliqué, pálido y sudoroso—. No funciona nada...ni esto, ni esto —dije señalando los distintos aparatos de navegación—… ¡nada! —Exclamé con desespero—.

Nos encontrábamos delante de la muerte,  cara a cara. Al frente estaba la única oportunidad de escapar, un pasillo estrecho, sin turbulencias, en medio de la tormenta, pero este se cerraba rápidamente. La brújula giraba como una peonza, los instrumentos fallaban más que el neoliberalismo actual. “Este avión pronto será una víctima más de la globalización” —pensé para mí—.

      —No controlo nada, Abdul…estamos cayendo —grité con angustia—.

La situación era desesperada, casi agónica…pero aún no estábamos muertos. Apreté fuerte  los mandos del avión. Tiré con fuerza de ellos variando así la orientación y posición de la aeronave. El cabeceo era insoportable. Al girar la palanca de mando se produjo la deflexión diferencial de los alerones: al tiempo que el alerón de una de las alas subía, el alerón de la otra ala bajaba, siendo el ángulo de deflexión mortalmente desproporcional al grado de giro del eje transversal del aparato.  Finalmente conseguí hacerme con el control sobre el timón de dirección presionando desesperadamente los pedales, consiguiendo un movimiento de guiñada hacia la derecha. Esto provocó una deflexión del viento relativo (debido a la velocidad de vuelo del avión, se entiende) hacia este lado, lo que causó una reacción que empujó el plano de deriva del aparato hacia la izquierda y,  el resultado fue un giro del morro a la derecha sobre el eje vertical de la avioneta. El tremendo viento lateral tendía a desviar el avión hacia la derecha de su ruta, pero pude corregir el efecto del mismo presionando el pedal izquierdo y girando la rueda del compensador de dirección hacia la izquierda. Finalmente  vi a mi izquierda entre las nubes, el relieve fantasmagórico de la torre de control. Sin motor ni timón de cola, decidí caer en movimiento de autorotación hasta encarar los últimos metros de caída. Sin los mandos primarios era la única solución. Luego, usando los secundario, flaps, slats y spoilers conseguiría modificar la sustentación, y entonces levantando el morro, provocaría el efecto de aerofreno necesario para mantener el aparato deflectado, corrigiendo su desviación para aterrizar con la panza del avión. Abdul por su parte seguía agarrado a su asiento, tembloroso y atemorizado, mirándome de reojo, supongo que rezando al profeta Mahoma por el éxito de mi intervención. El plan era arriesgado, las maniobras inciertas, pero no tenía nada mejor que hacer en ese momento; no quería que este maldito avión fuera mi tumba. Solo quería intentar salvar el pellejo. Bueno, y el de Abdul.

    —¿Todo bien? —me preguntó nervioso—.
    —Sí, solo que seguimos perdiendo altura, vamos directos hacia la torre de control, y no puedo sacar el tren de aterrizaje.
    —¿Entonces qué está bien, Tony pachá? —se quejó gritando—.
    —¡Basta ya, Abdul, no me seas tiquismiquis! Ni que fuera la primera vez que caes en avión.
    — ¡Por  la gloria del profeta Mahoma, las bendiciones y la paz sean con él! ¡No quiero morir!—Exclamó Abdul—.

La avioneta chocó violentamente con su parte trasera sobre la pista secundaria,  apta para culminar el peligroso aterrizaje de emergencia, y después de arrastrarse durante más de 200 metros se detuvo, justo a cuatro palmos  de un inmenso Baobab que se levantaba orgulloso y soberbio, al final de esa lengua de negro asfalto. 

   —¡Bien! ¿Qué te ha parecido? —Pregunté sonriente, a Abdul—.
   —¿Dónde estoy? —repuso medio aturdido—.
              — En la capital de Cabo Verde ¿Qué? ¿Te ha gustado mi aterrizaje? 
   — Uff…Ahora sé que Mahoma, las bendiciones y la paz sean con él,  existe —me contestó secándose el sudor de sus manos con un pañuelo blanco de encajes, poco apropiado para la ocasión—. 
   —Al final me va a gustar esto de volar—le dije—.

Me dirigí  a la puerta para abrirla y poder salir. 

   —Cerrada, debe de haberse bloqueado con el impacto—observé mientras trasteaba la cerradura—.
   —¡Vaya! —exclamó él—. ¿Cómo vamos a salir? —Preguntó nervioso—.

Entonces le di una patada a la puerta. No se me ocurrió nada mejor.

    —Deprisa ha comenzado a arder… el avión va a explotar —dije cogiéndolo de la chilaba para sacarlo de la carlinga—.

Corrimos unos metros, nos echamos al suelo, y el aparato estalló en mil pedazos.  Me volví hacia Abdul, lo miré fijamente y le dije:

     —Bienvenido a Cabo verde. 

Abdul, algo cabreado, cerró la mano,  formando un puño del tamaño y el color de una berenjena grande, para amenazarme.

     —No me mires así, Abdul. Estamos a salvo, ¿no? 
     —Soy Abdul Bagud del oasis de Baghera yihad, el que ha brotado de la frente de la estirpe de Mahoma, y te juro Tony pachá, que no subiré nunca más a un avión contigo.
     —Está bien. A propósito, no te habrás dejado el estuche de madera en el avión, ¿verdad?
     —No Tony pachá —gruñó—, lo guardo bajo la chilaba.
     —Menos mal. Entonces, vayámonos. Creo que nos espera un coche en el parking del aeropuerto.
     —Por cierto, ¿Qué es lo que contiene este misterioso estuche de madera? —Me preguntó Abdul, curioso.
     —Contiene una dentadura postiza.
     —¿Una dentadura postiza? —Gritó encolerizado—.
     —Sí, una dentadura postiza. Pero no cualquier dentadura postiza. 
     —¿Y me puedes explicar, Tony pachá, por qué llevamos una dentadura postiza a Cabo Verde?
     —Porque el dueño de esta dentadura postiza,  el señor Carlos Alberto  Ben Mansur  El Hammoudi  es el difunto esposo de la señora que nos espera, aquí, en cabo Verde.
     —¿Difunto? ¿Quieres decir que ha muerto?
     —Sí,  falleció hace tres días, por culpa de una explosión. Y de él solo queda esta dentadura postiza.
    —¿Una explosión de gas?
    —No, su coche explotó. Una bomba lapa. Por lo visto el señor Carlos Alberto  Ben Mansur  El Hammoudi   tenía muchos enemigos.  
    —Ah, ¿Y quién es la esposa? ¿Es amiga tuya?
    —Es una gran amiga. Pero tú también la conoces. Se trata de Belén Trinkova.
    —¡Por el profeta Mahoma, las bendiciones y la paz sean con él! ¿La señorita Belén Trinkova? ¿La que mantiene el apellido de su primer marido, un aristócrata ruso muy rico de San Petersburgo, porque es muy musical?  ¿La que ganó Diez millones de euros en un premio de Infografía convocado por uno de los mafiosos más ricos de Cabo Verde “Ricky el Porompompero”? ¿La amiga de Johnny “Dedos largos” el dueño del Jazz Club de Nueva Orleans? ¿La que se culpa a si misma del tsunami que asoló la ciudad de Nueva Orleans en el año 2005? ¿La que…?
     —¡Basta ya, Abdul!  Sí a todo. Y ahora ha vuelto a quedarse viuda la pobre, así que espero de ti que sepas comportarte. Me he enterado por un amigo común que  Carlos Alberto  Ben Mansur  El Hammoudi   fue el hombre de su vida...que lo quiso apasionadamente y que la noticia de su trágica muerte la ha afectado  considerablemente. 
      —Entiendo —dijo Abdul—. Debe estar muy afligida.
      —Mucho. Toca Debussy  todas las tardes, desde que se pone el sol hasta que se queda sin luz para leer la partitura, y hace ejercicios de yoga mientras toma jalea real. Cuando hablé con ella por teléfono, para decirle que le llevaría personalmente la dentadura de su querido esposo, la noté abatida. Era curioso verle así, porque ella no lo necesitaba a él. No necesitaba a nadie en realidad. Siempre tuvo estímulos y fuerzas suficientes como para no necesitar a nadie. Sin embargo, ahora,  es el dolor lo que la tiene atada a su piano de cola  y a Debussy.              
      —Pero recuerdo que ella se casó con Ricky el Porompompero, ¿no?
      —Ricky el Porompompero murió al probar un crece pelos de dudosa procedencia, así que Belén,  después de guardar un riguroso luto de 48 horas se casó con un rico terrateniente, hijo de una estirpe de rancio abolengo,  de cabo Verde: Carlos Alberto  Ben Mansur  El Hammoudi .
      —Ah,  ahora lo entiendo…espero que pueda superar esta desgracia. Le rezaré al profeta Mahoma,  las bendiciones y la paz sean con él.

Llegamos al parking del aeropuerto donde un negro,  pesado y ancho, de piernas sólidas, un poco combadas en apariencia, lo que no es frecuente entre los negros, pero fuertes como cariátides de piedra que bajo la luz de la luna parecían que sostuvieran la cúpula resplandeciente de un edificio glorioso,  nos esperaba. El pompón de su bonete de lana azul caía hacia adelante, danzando alegremente sobre su ceja izquierda y el  corto pelo ensortijado tenía un toque negro.  No oscuro… sino negro como el ala de un cuervo a media noche. Era el chofer que Belén Trinkova había enviado para recogernos y trasladarnos a su mansión a las afueras de la capital. Subimos al coche, un Rolls Royce Silver Wraith de color burdeos, y veinte minutos más tardes  se paraba en la explanada de la suntuosa mansión con forma de castillo renacentista.  Bajamos del coche, Abdul y yo. Desde ese punto, en  lo alto de la colina, bajo la débil claridad de una Luna secuestrada por un velo de nubes argénteas,  la vista era maravillosa. Las luces de la franja costera lucían sobre las delgadas crines blancas de las negras ondas marinas.  Desde aquí, la suave brisa silbaba entre la hilera de farolas que bordeaban el ancho camino de gravilla y piedras que conducía a la gran escalinata de la mansión.  Me subí el cuello de la chaqueta,  encogí  los hombros para protegerme del frescor de la noche, y, las manos en los bolsillos, me dirigí a la mansión. La luz de la luna se extendía como una sábana blanca por el cuidado césped del jardín, excepto por debajo de un grandioso baobab, donde había una oscuridad espesa como el terciopelo negro. Detrás de él había árboles más pequeños, dragos y ceibas, recortados tan cuidadosamente como el pelaje de los perros de compañía,  y después de ellos, un inmenso invernadero con techo en forma de cúpula. A continuación había más árboles y, completamente al fondo, se veían las líneas sólidas, desiguales y apacibles de las faldas de las colinas. En la mansión había luces encendidas en dos de las ventanas de la planta baja y en una de las del piso de arriba que se veían por delante. Recorrimos el sendero de piedras, unos mosquitos gigantes zumbaban endiabladamente y no picaban sino que mordían. Llamé  al timbre. Abdul me miró sin decir nada. Sujetaba el estuche de madera entre sus manos. Esperamos unos segundos hasta que un hombre alto, delgado y de pelo cano, de unos sesenta años, más o menos,  nos abrió la puerta.  Era el mayordomo. Sus ojos oscuros eran todo lo remotos que pueden ser unos ojos. Tenía la piel reluciente y se movía como un autómata. Me presenté y  dijo con voz totalmente metálica:       

     —Si quieren esperar aquí, iré a avisar a la señora.

El vestíbulo principal de la residencia tenía una altura de dos pisos. Sobre la doble puerta principal, que hubiera permitido el paso de una manada de elefantes africanos, había una amplia vidriera que mostraba a un caballero de oscura armadura rescatando a una dama atada a un árbol y sin otra ropa que una cabellera rubia muy larga y conveniente.  Había  grandes puertas acristaladas al fondo del vestíbulo y, en el lado este  una escalera exenta, con suelo de azulejos policromados, que se alzaba hasta una galería con una barandilla de hierro forjado y otra historia caballeresca recogida en vidriera. Por todo el perímetro, grandes sillas de respaldo recto con asientos redondos de tapizado rojo ocupaban espacios vacíos a lo largo de las paredes. No parecía que nadie se hubiera sentado nunca en ellas. En el centro de la pared orientada hacia el oeste había una gran chimenea vacía con una pantalla de latón dividida en cuatro paneles por medio de bisagras y, encima de la chimenea, una repisa de granito rojo  con un gran reloj  de metal con esfera de porcelana sujeta por una ave mitológica y base de mármol veteado en el centro. Sobre la repisa colgaba un retrato al óleo de grandes dimensiones. El retrato era de un oficial en una postura muy rígida y con uniforme de gala, aproximadamente de la época de las guerras napoleónicas. El militar tenía bigote  negro, ojos duros,  también negros como el carbón,  y todo el aspecto de alguien a quien no sería conveniente contrariar. Pensé que quizá fuera el retrato del abuelo de  su primer marido: el Vizconde Vladimir  Trinkov  Semiónov  Gólubev.  Todavía contemplaba los ojos negros del militar cuando se abrió una puerta, muy atrás, por debajo de la escalera. No era el mayordomo que volvía. Era una jovencita como de unos veinte años, no muy alta y delicadamente proporcionada. Llevaba una falda corta de color azul pálido que le sentaba bien. Caminaba como si flotase. Su cabello era una magnífica onda leonada. Los ojos, gris pizarra, casi carecían de expresión cuando me miraron. Se me acercó y al sonreír abrió la boca,  mostrándome sus dientes blancos,   tan blancos  y tan relucientes como el caolín, que brillaban entre sus labios finos, demasiado tensos. A su cara le faltaba color y reflejaba cierta falta de salud. Se mordió el labio y volvió la cabeza un poco mirando hacia mí de soslayo. Entonces bajó las pestañas, que casi acariciaron sus mejillas, y las levantó de nuevo lentamente, como un telón.
      —¿Quién es usted? —Preguntó muy seria ella—.
      —¿Y tú? —repliqué automáticamente—.

Sus ojos se agrandaron. Estaba confundida. Pensaba.

      —Soy Elvira, una de las hijas de la señora Trinkova —comentó.

Me quedé sorprendido. No sabía que Belén tuviera hijos y menos aún hijas. 

      —¿Cuantas sois? —Pregunté sorprendido—...sus hijas quiero decir.
      —Nueve en total.  
               —¡Caray!  Muchas son. ¿Y de qué edad a qué edad? …Quiero decir, ¿cuántos años tiene la menor?
      —16 
      —¿Y la mayor? -
      — Yo soy la mayor: 19
      —Como va a haber solo tres años de diferencia entre todas… es imposible —dije yo—.
      —Todas somos hijas adoptivas.
      —Ah, claro. Y dime, ¿no hay ningún hombre en la casa? Quiero decir que si no hay ningún hijo adoptivo.
       —No. A mi padre le gustaban las chicas —contestó ella.
       —Desde luego, no era tonto —murmuré yo—. 
       —¿Cómo dice?
       —Nada, nada.

El mayordomo volvió a  aparecer, en el mejor momento, y dijo sin entonación: “La señora le recibirá ahora mismo”.
Nos miramos un momento y el mayordomo inició la marcha. Nos condujo a través de un largo pasillo hasta el gran salón. Entramos. La blanca alfombra, que llegaba de una pared a otra, tenía el aspecto de una nevada en el lago Manitoba.  Miré al fondo, y ahí estaba ella. El espectáculo era magnifico para mi mirada que dominaba y abarcaba todo el conjunto. Estaba sentada en una esquina, de espaldas a uno de los grandes ventanales del salón, en la parte menos sombreada, donde su figura brillaba con un fulgor tranquilo y deslumbrante, acariciada por una estrecha faja de luz dorada. Bajo una frente límpida, enmarcados por los arcos simétricos de oscuras cejas de tonalidad natural, resaltaban, llenos de vida unos hermosos ojos color  cobalto,  sombreados por largas pestañas. Llevaba un tocado con un peinetón grande, que supuse de su madre que era de Durango y con apellidos de doce y trece letras,  y una mantilla negra que marcaba la intensidad del luto ,  dejando parte del cabello al descubierto.  En realidad no era una mantilla sino lo que comúnmente se llama  "velo de misa". Era de encaje, como una mantilla, pero mucho más pequeño.  El vestido era también negro,  de una pieza,  por debajo de las rodillas, con el largo de la manga hasta el codo  y un  escote  prudente. Las piernas iban cubiertas con medias, negras pero no muy tupidas y llevaba  unos zapatos también negros, cerrados, estilo salón  y de medio tacón. En la mano, unos guantes,  un discreto rosario de plata, y  un bolso, pequeño, de carey oscuro que, junto a lo anterior, le confería la belleza y elegancia de la clásica Dama española.Al mirarla, Abdul no se escudó tras su habitual mutismo. Se le iluminó el semblante como un semáforo carmesí.  Tenía los ojos  desmesuradamente abiertos. Movió la boca como para articular alguna palabra, pero ningún sonido salió de ella. El pobrecillo empezó a sudar mayúsculas gotas que descendían en reguero por sus mejillas. Fue entonces cuando por fin dijo, casi gritando de júbilo:        

     —¡Señorita Belén, las bendiciones y la paz sean con usted!

Ella se acercó a nosotros,  con paso airoso. Su silueta, así realzada por su peineta y mantilla, era soberbia. Me di cuenta de que me costaba trabajo mantener el control sobre mí mismo. El efecto que Belén tenía en mí era electrificante. Las pasiones pasadas nunca pasan, ni cesan sus ardores. La seriedad la abandonó al instante.  Sus labios se entreabrieron en una sonrisa  franca al tiempo que  puso su mano sobre la de Abdul, con una tierna presión que decía que todo iba bien. Después me miró, sus ardientes ojos echaron chispas, y dijo:

      —Hola Ton.

En sus  labios,  mi nombre no era más que un dulce murmullo en la  oscuridad. Un murmullo que me provocó oleadas de pasión.

       —Eso es todo lo que queda de los Ben Mansur  El Hammoudi —añadió, apenada,  mirando el estuche de madera que sostenía Abdul—. 
        —Nada más que eso —contesté—. Pero quiero que sepas que tu marido vivió igual que murió, Belén...al servicio del país. 

Mentí, pero las mentiras piadosas no cuenta. Además, no podía decirle que su marido murió en un motel de carretera después de echar un polvo con una cabaretera. No podía.

        —Creí que me correspondía a mí el doloroso deber de devolverte sus restos —añadí—. Lo que me sorprendió cuando hablé contigo por teléfono, hace tres días, es que supieras ya que tu marido había fallecido.  ¿Cómo lo supiste?
         —Me lo dijeron. 
         —¿Puedo preguntar quién te lo dijo?
         —El  Ubanghi-Changuii  mayor.
         —¿Quién?
         —Cuéntale a Ton lo del Ubanghi-Changuii  mayor, —dijo, mirando a su hija adoptiva  Elvira,  que estaba junto al resto de sus hermanas, sentadas cerca de la chimenea—.
       —Cada vez que muere un Ben Mansur  El Hammoudi, el Ubanghi-Changuii  mayor desciende de las montañas atravesando las colinas, tocando una triste melodía —relató la chica—.  Y siempre se le pone un cuenco doble fuera de la casa para tranquilizarle —concluyó—.
        —¿Un cuenco doble? 
        —Sí, lleno de zarzaparrilla—añadió Belén—.
        —¿Es un Ubanghi-Changuii   de verdad? —Pregunté con curiosidad—.
        —Naturalmente —dijo ella—, lleva a cabo este rito desde hace más de cuatrocientos años. 
        —Entiendo -dije, sin entender nada-.
        —Así que eso es todo lo que queda de mi esposo —Volvió a repetir,  mirando el estuche de madera.
        —Desgraciadamente… nada más —Dije yo—.
        —¿Dónde lo encontraron, Ton?
        —Apareció en un árbol a cien metros de donde estaba yo. Despegó, por así decirlo y voló como un pájaro. Pero dime, Belén, ¿crees de verdad que  una dentadura postiza debe recibir cristiana sepultura?

En aquel momento la miré con fijeza para comprobar en su mirada el efecto que habían producido mis palabras.

      —Claro que sí. Será considerada como bien...patrimonial. Elisa—dijo, entregándole el estuche—, pon esto junto a las otras reliquias de la familia Ben Mansur  El Hammoudi. 

Luego se giró hacia mí y dijo:

      —Todas las que estamos aquí sabemos que mi esposo era un hombre diferente cuando visitaba España—continuó—.  Que trataba con gentes  poco recomendables. Ya me entiendes. Pero las mujeres de la familia  Ben Mansur  El Hammoudi   no hacemos preguntas. 
      —Y qué vas a hacer ahora, Belén —pregunté—.
      —Según la tradición de la familia  Ben Mansur  El Hammoudi, cuando muere el cabeza de familia, seis vírgenes descalzas deben apresar un carnero vivo en las tierras de la familia  Ben Mansur  El Hammoudi. 
      —Y después —pregunté todo intrigado—.
      —Después, yo misma lo ejecutare.

La miré, sorprendido. Era indómita y soberbia, y en sus ojos salvajes y espléndidos, había algo augusto y majestuoso…y un puntito de crueldad femenina. 

       —¿Al carnero? 
       —Sí, al carnero. Luego las hijas le sacaran el estómago, y lo rellenaran con vísceras...
       —Vísceras lustrosas —añadió Elvira la hija mayor.
       —Lo cerraran, lo hervirán y luego lo servirán —continuó Belén—.
       —¿Y lo comerán? —volví a preguntar —.
       —Muy caliente— repuso ella, con mucho énfasis—.
       —Ya veo—dije yo—.
       —El festín empezará mañana a media noche. Haremos bajar de la montaña al Ubangui-Changuii mayor,  para avivar la sangre para la danza.
       —¿La sangre? ¿La danza?
       —Sí: El rito fúnebre de los Ben Mansur  El Hammoudi. Bailamos hasta caer al suelo. Y después de una hora de reposo el Ubangui-Changuii mayor  nos despierta al son de: vamos al Bulweria bulwerii. Y todas vamos a la caza del Bulweria bulwerii.
        —Me parece que el Bulweria bulwerii  no está de temporada.

Entonces dio un paso atrás,  me observó,  meneó la cabeza y dijo:

        —Cuando muere un Ben Mansur  El Hammoudi,  el Bulweria bulwerii  está de temporada.


(Continuará…)