...A las ocho, mi reloj biológico tocó a
rebato, y me desperté. Él nunca me
fallaba, ni necesitaba baterías o cargadores que nunca se encuentran cuando los
necesitas. Me levanté y me dirigí a la ventana. Corrí la cortina. A esta hora
el sol alcanzaba los árboles, convirtiendo en oro blanco las ramas más altas.
Espléndido día-pensé-, y fui al aseo. El lavabo y la bañera estaban
inmaculados, los frascos de gel y champú dentro de una cestita de mimbre junto
con el gorrito de ducha y los utensilios de limpieza bucal, el vaso de dientes
estaba metido en una bolsa de plástico para su protección, y el asiento del
váter inmovilizado por una banda de papel que decía saneado. Siempre me ha
gustado esa sensación de estreno, de ser el primero, que te brindan los buenos hoteles.
Me duché, me vestí sport para la ocasión y salí a desayunar. Entré en el
“bistró” de la esquina. Tenía aire acondicionado. Era tan típico de Paris como
el hotel donde me alojaba. Me tomé un café con leche y un “pain au raisin” por
veinte francos. Paris no es barato. Luego cogí mi coche y enfilé la calle en
dirección a Vincennes. A las diez menos cuarto aparcaba en la avenida de Olmos
que bordeaba el hipódromo. Lo primero que me sorprendió fue la verde
majestuosidad del lugar. Después la marea humana que corría de un lado a otro;
mozos de establo, jockeys, personal auxiliar, y los que supuse curiosos y
apostantes habituales. Había caballos por todas partes; caballos que eran
sacados de los camiones para caballerías que los habían transportado hasta allí,
para luego repartirlos por los distintos establos, y conducirles posteriormente
a las pistas de ejercicio, cercanas a la pista de carreras. Todo ese gentío
merodeaba por las instalaciones y se podía oír en el aire el piafar y algún
ocasional relincho de los caballos cubiertos con mantas, que iban acompañados de sus correspondientes mozos, quienes llevaban las riendas agarradas
a la altura del bocado y hablaban con suave dureza a sus respectivos caballos.
Era una mezcla de hipermercado Carrefour
y balneario de Rocafort. A pesar de no sentir ningún interés por los caballos,
debo reconocer que me fascinaba el ambiente. Me volví apoyando mi espalda
en las vallas de madera blanca que
rodeaban la pista y miré hacia arriba, a la tribuna H, la reservada a los principales
propietarios y los más pudientes, buscando con la mirada a Armentierres, pero
solo vi el sol reflejándose en los gemelos y los relojes de pulsera de oro de
los allí presentes, y a pesar de que no creía en gente como aquella, la buena
suerte y el dinero parecía envolverlos desde todos los ángulos.
Entonces sentí como me agarraban el brazo
y con energía me despegaban de la valla.
-Cuidado Armand-me dijo- han dado la
salida a la primera carrera y en un suspiro estarán aquí-.
Me separó unos metros de la pista. Lo
miré sorprendido. Era Armentierres. Seguía
manteniendo la misma pesada figura autocrática y continuaba vistiendo
según los cánones de la pequeña burguesía francesa de mediado del siglo XX. Su
barbilla y mejías estaban como siempre cuidadosamente afeitadas y sus ojos,
algo pequeños y redondos miraban a su alrededor con una mirada sabuesa que
parecía reprender. Luego dirigí la mirada
a la pista, y un escalofrío me recorrió la espalda. Llegaban los caballos
como una exhalación, mostrando los dientes, los ojos desorbitados por el
esfuerzo, sus poderosos cuartos traseros batiendo la pista y su aliento
saliendo a borbotones de sus grandes orificios nasales. Los jockeys que los
cabalgaban iban arqueados sobre los estribos, la cabeza baja, casi tocando el
cuello del caballo, y el cuello estirado. Un segundo más tarde habían desaparecido en un remolino de ruido y
tierra.
-Me alegro de verle, señor-dije
expulsando con un par de manotazos los pequeños lunares de barro arenoso
que habían impactado mi chaqueta nueva
de lienzo beige, tras el paso del
séptimo de caballería. Siempre oportuno-añadí con una sonrisa-.
-Ven conmigo, quiero presentarte a
alguien-dijo llevándome hacia la tribuna.
Allí nos esperaba un tipo de unos cuarenta años,
alto, corpulento. Su aspecto era duro como el acero. Su rostro era anguloso y
su cabello rubio y arreglado muy corto. Sus cejas eran equilibradas, y debajo
de ellas, se encontraban unos ojos claros de mirada adusta y segura por demás.
Vestía un traje de lino, llevaba la chaqueta sin abotonar, y una camisa blanca.
Su aspecto era de un hombre duro y capaz. Desde luego no parecía un arqueólogo
ni un experto en civilizaciones antiguas. No, este tipo había pasado tiempo en
lugares menos recomendables – pensé para mí –.
-Buenos días
señor Lipheimer –dijo Armentierres-, le presento a Armand Lagardère, nuestro
mejor hombre en el B.R.T.P.
-Mucho gusto
señor Lagardère.
-Armand-añadió
él-, el señor Lipheimer es comandante
del servicio secreto israelí: el Mossad. Vamos a trabajar conjuntamente en esta
misión.
-Perdón señor,
¿pero que tenemos que ver nosotros con el Mossad?-pregunté extrañado-¿Desde cuándo
nuestra sección interviene en asuntos de
seguridad nacional? ¿Porque de eso debe tratarse si el Mossad está implicado,
no?
- El comandante
Lipheimer ha convencido al ministro del
interior de lo contrario. Y te recuerdo que nosotros dependemos de él. La mesa
de Salomón no es un problema de seguridad nacional para nosotros, pero lo es
para Israel. Tenemos la información que
Van Haneggen nos ha proporciona, y el Mossad quiere recuperar la Mesa
del poder para su gobierno, ¿Cuál es el problema?
-Ninguno
señor-repliqué, pensando más en la posibilidad de volver a enfrentarme a
Charles Dumesnier, que en colaborar con el Mossad-.
Entonces
Lipheimer sacó una pitillera de plata del bolsillo de su americana.
-¿Un cigarrillo?-preguntó ofreciéndome uno-.
-Sí, gracias.
-Y usted señor
Armentierres?
-No, gracias,
solo fumo en pipa, ordenes de mi mujer -replicó sacando su pipa y
empezando a llenarla-.
-Ah, siendo así…
-Tengo entendido
que ha estado usted retirado el último año por motivos personales-me dijo con
un tono que delataba el conocimiento de mi reciente retiro del servicio
activo-.
-Así es-dije
secamente- He descansado poco. Es curioso-añadí expulsando una bocanada de humo
del cigarrillo recién encendido- creía que los israelís solo fumaban, los que
fuman, tabaco americano. ..Este es turco, ¿verdad?
-Efectivamente,
lo lio yo mismo, me relaja mucho. ¿Como lo ha sabido?
-El olor es Inconfundible.
-Oh…Y dígame
señor Lagardère, ¿hasta qué punto llega
su pericia en el delicado tema de la mesa de Salomón?
-No mucho, solo
que es parte de un gran cuento llamado “Antiguo testamento”.
-Y no le gustan
los cuentos señor Lagardère?
-Los cuentos y yo
somos uno, señor Lipheimer. Yo mismo soy un cuento.
-Armand-interrumpió Armentierres sacándose la
pipa de la boca.-, por qué no le explicas al señor Lipheimer que sabes
realmente de la Mesa de salomón?
-Pues claro-dije
sonriendo y también obediente-, aunque estoy seguro que él sabe mucho más de la
leyenda que yo. Dicen las escrituras-añadí dirigiéndome a Lipheimer- que en la época posterior a Abraham, templos,
santuarios, y monumentos fueron levantados por la voluntad de reyes, grandes
sacerdotes, y la genialidad de sus
arquitectos, junto a los músculos y la fuerza de sus súbditos. Era un tiempo en
que cualquier cosa podía ocurrir…y ocurría. Era un tiempo de dioses y semi
dioses. Era un tiempo de muerte. También era un tiempo de magia; cuando los hombres
jugaban con cosas más allá de sí mismos. Con el paso de los años, los hombres
sabios, los sacerdotes de la nueva
religión hebrea aprendieron a usar el poder de Dios, y así defenderse de la bestia. Aquí es cuando aparece el Arca
de la alianza y más tarde la Mesa de Salomón. Dicen los escritos que quien
quiera que poseyera la mesa de Salomón, tenía que protegerla para así atacar al
corazón del mal. Lucifer, el ángel caído no era todo poderoso, incluso él
estaba sujeto a las leyes de Dios. Pero como es sabido, siempre ha habido
hombres que han preferido el poder a la espiritualidad y al honor…Y
Lucifer conociendo esta faceta del ser
humano ha utilizado a esos hombres. Con solo tocarles, les marcaba la cara así
como el alma, y conseguía que la maldad siguiera golpeando como la luz del sol.
Ahora viene lo interesante-dije con tono misterioso-, Lucifer ordenó a esos
hombres robar y ocultar la Mesa del poder para poder seguir haciendo el mal en
la tierra.
Y tras hacer una
pausa - añadí con una sonrisa que delataba mi incredulidad en la misma-:
-Creo que más o
menos, esta es la historia.
-Es reconfortante
ver que hay algo en lo que no eres
experto, Armand-replicó Armentierres irónicamente-.
-Estoy
equivocado, o usted no cree en la existencia y el poder de la Mesa, señor
Lagardère?-preguntó seriamente Lipheimer-.
-Solo creo en lo que veo, y en la lógica cartesiana, empirista y tecnicista como sustentación de mis creencias…aunque todo es revisable-concluí-. También he de decirle que este trabajo me parece atrayente en mi vuelta a la actividad.
-No te equivoques con este trabajo, Armand -dijo Armentierres tajante-. Cuando te dije que puede ser duro, no estaba siendo melodramático.
-Hay mucha gente peligrosa que todavía no ha conocido, usted, señor Lagardère-inquirió Lipheimer-, y puede que ahora los conozca. Algunos son muy eficientes dentro de su negocio-remató amistosamente-.
-¿Y qué pinto yo en todo esto, señor?
-dije mirando a Armentierres a los ojos-.
-Como ya le adelanté, tiene usted una
cita en Gstaad (Suiza) con Van Haneggen, justo mañana. Se reunirá con él para
empezar. Luego, cuando sepa si realmente tiene la Mesa de salomón, se pondrá en
contacto con Lipheimer y juntos prepararan la operación de rescate. Al menos
esa es la idea.
Se detuvo,
me miró y dijo:
-¿Qué te parece?
-Me parece
fantástico señor. Al igual que Edgar
Allan Poe, tengo una gran fe en los tontos; confianza en sí mismo lo llaman
algunos. –rematé, mirando de soslayo a Lipheimer, quien me devolvió la mirada
con una sonrisa educada-.
(Continuará…)
No hay comentarios:
Publicar un comentario