…Mientras devoraba la carretera hacia el Aeropuerto de Orly, forzando el coche ligeramente para que me restara suficiente tiempo para tomarme un buen gin-tonic, antes del despegue, sólo parte de mi mente estaba en la carretera. El resto de ella, volvía a examinar, por enésima vez, la secuencia que ahora me conducía a una cita en Suiza con Charlize. Durante el último día en Paris la había echado mucho de menos, recordándola con cierta preocupación. Pero ahora estaría cerca de ella.
Al llegar al
aeropuerto de Zúrich, Charlize, como convenido,
me esperaba tras el cordón que delimitaba el espacio por donde salían
los pasajeros. Su cabellera larga, rubia y
acaracolada caía sobre sus hombros, como una cascada, brillando como oro derretido bajo las luces
del hall de llegadas. Miraba presurosa, pero de una manera encantadora y
animada, llevando un elegante bolso de Loewe que balanceaba ligeramente como si fuera una extensión de su brazo. Todo
parecía volar...el vuelo de su vestido, sus pies, su pelo. Estaba llena de
movimiento y vida y parecía, también más alegre que la última vez que la vi.
Por un momento sentí como si una
puñalada se hundiese en mi corazón. ¡Qué extraño! ¡Qué hermosamente
extraño! Esto no me había vuelto a pasar desde que perdí a Lidia. Y ahora
Charlize, esta chica solitaria, me había hecho padecer nuevamente esta aguda
sensación de ansia, esta emoción de magnetismo animal.
Antes de llegar
hasta ella, cerré mi imaginación, lo más que pude y traté de concentrarse.
-Buenos días
Charlize, estás guapa y radiante. Tienes unos ojos maravillosos…debe ser el
chocolate suizo.
-No he tenido
tiempo de probarlo todavía…y, Armand,
empieza por ahorrarte coletillas
ingeniosas hasta que hayamos
terminado la misión.
Lancé una
sonrisa mordaz al tiempo que le tendí mi mano para saludarla; ella la cogió. La
medialuna de sus uñas era perfecta.
-Sí,
claro…pero… ¿Me has echado de menos?
Sus ojos
observaban con mirada impersonal. Luego mutaron, empezaron a brillar, y me
miraron directamente, sin pestañear, con atención, como si quisiera traspasar
mi mente para saber que estaba pensando en este preciso momento.
-No… ¿y tú?
-Te gusto, lo
sé.
-Tendrás que darme
el nombre de tu oculista…para no visitarlo. Y Armand, por favor, podrías pensar
en algo más original.
-La verdad es que te he echado de menos… ¡ya
sabes cómo somos los Piscis!
-No, no lo sé.
No me interesa la astrología,…estoy bien así.
-Estas muy bien
así.
-¿Qué signo
eres?
-No te lo diré.
-Si no me lo
dices tendré que recurrir a mi
imaginación.
-Miedo me
das…Soy Leo.
-¿Leo? ¡Venga ya! … ¿en serio? …es lo que estaba
imaginando. ¿Y qué ascendente?
-Ni lo sé, ni me importa.
-Así que
eres Leo,…inteligente,…guapa…y… ¿y cuál
es tu especialidad? Porque alguna tendrás,
o no podrías trabajar en el B.R.T.P.
-Etnolingüística…
no sabes lo que significa -añadió con fingida maldad-.
-Etnolingüística,
etnociencia, etnosemántica o etnosemántica etnográfica es el estudio de cómo
diferentes culturas organizan y categorizan distintos dominios del
conocimiento. Su atractivo declarado reside, según dicen, en su promesa de conseguir dar a los informes
etnográficos la precisión, la fuerza operativa y el valor paradigmático que los
lingüistas imprimen a sus descripciones fonológicas y gramaticales…Eso es que
dominas las lenguas-rematé pícaramente-..
-Estoy
impresionada, eres mucho más listo de lo
que pensaba…por un momento pensé que eras un palurdo que solo practicaba el
sexo con animales.
-Bueno...no
solo. No olvides mi irresistible encanto.
-Las mujeres tenemos una desafortunada tendencia
que nos enseña a no confiar en los hombres, sobre todo si nos dicen que son
irresistiblemente encantadores.
Le costaba
trabajo mostrar enfado cuando mi mirada se clavaba en su rostro. Y le resultó
difícil, también, negarse a acompañarla. Entonces adiviné lo que ya sabía, que
existía una atracción mutua, y que ella, a través de su fingida actitud de
mujer distante, intentaba retrasar lo inevitable.
-Vaya lo
siento, no recordaba esa tendencia.
Me miró
pensativa, se mordió el labio inferior,
y encontró mis ojos, atrevidos, que observaban con capricho cada detalle
de su figura. Entonces me dijo:
-Armand, hay algo
muy importante que estoy deseando preguntarte.
-Qué-pregunté
curioso-.
-Se que en una
relación como la nuestra no es la mujer que debe preguntarlo, pero no lo puedo
remediar, y por favor antes de contestar piénsalo.
-Te lo prometo…
-Armand…
Entonces los
altavoces del aeropuerto interrumpieron a Charlize, avisando que un coche,
marca jaguar, interrumpía el acceso a la puerta G, y que iba a ser retirado.
-Es mi
coche-dijo ella-. Pensé que por tan poco tiempo no molestaría. Vamos
Armand,-añadió-.
Eché a andar
detrás de ella, y nos dirigimos a la salida. Frente a la puerta esperaba un
Jaguar de color burdeos. Una vez colocada mi maleta en el maletero del coche,
salimos rápidamente con dirección a Zúrich.
-Charlize, ¿que
ibas a preguntarme hace un momento?
-Ah, si…Armand,
¿como demonios vamos a rescatar la Mesa de Salomón, con tanta gente peligrosa
metida en el asunto?
La miré
sorprendido. Esta no era la pregunta que esperaba. De nuevo Charlize se
escurría cual anguila resbaladiza.
-Charlize,
¿quieres que te sea sincero?
-Si eres capaz…
-No tengo ni
idea.
-Es lo que
pensaba-contestó irónicamente-.
Apenas
recorridos unos centenares de metros por la ancha carretera, Charlize viró
hacia la derecha, tomando por una vía lateral en cuya entrada se leía este
aviso: ¡Prohibido el paso excepto a los propietarios y personal de servicio de
aviones particulares! El coche, al llegar al nivel de los hangares situados a
la izquierda del edificio principal del aeropuerto, se detuvo finalmente al
lado de un helicóptero, de color blanco y azul. Estaba impresionado por el
aplomo de Charlize, y no pregunté nada, solo subí por la escalera de aluminio
del aparato.
Era un helicóptero de
cuatro plazas. El piloto hizo una señal con la mano, e inmediatamente el
personal de tierra se retiró y las grandes palas comenzaron a girar. El aparato
se elevó rápidamente.
Charlize se sentó al otro
lado del pasillo central, pero a mí misma altura. Me incliné hacia ella y,
elevando la voz para dominar el ruido del motor, le pregunté:
- ¿Adónde nos dirigimos?
Ella fingió no oírme. Repetí mi pregunta, casi gritando.
- A Gstaad... a los altos Alpes -contestó Charlize. Luego, con un ademán,
señaló la ventana-.
-¡Magnifico paisaje! -exclamé.
-Te gusta la montaña, ¿no es verdad?
- Me gusta muchísimo -respondí con potente voz-. Esto me recuerda el
pirineo catalán. Aunque estoy deseando poner los pies en tierra.
- ¿No te encuentras bien, Armand? –Me preguntó con una sonrisa maliciosa-.
-Noto una sensación de laxitud, sin duda debido a la altura.
Encendí un cigarrillo y
miré a través de la ventanilla. A mi izquierda se divisaba el Lago de Zúrich,
lo cual significaba que, en aquel momento, el aparato llevaba el rumbo
este-sudeste. Luego apareció otro lago. La gran cordillera que se dibujaba a lo
lejos, a la izquierda, debían de ser los Alpes Réticos. Luego giró hacia el
oeste y finalmente en línea recta. Después de diez minutos pude divisar un
núcleo importante de edificaciones, tenía que ser Gstaad. El aparato se
encontraba ya sólo a unos treinta metros de altura sobre una pequeña planicie.
Las aspas del helicóptero empezaron a girar más lentamente, pero volvieron a
adquirir velocidad cuando el aparato empezó a balancearse en el aire antes de
posarse en el suelo, y dio un ligero bote al chocar contra el suelo. Cesó el
zumbido de los rotores... ¡Habíamos llegado a nuestro destino!
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