Era
el mes de septiembre, uno de esos septiembres maravillosos en que el
verano parece que no va a terminar nunca. El Paseo de la Malvarrosa de
cuatro kilómetros de largo, aparecía todo engalanado de banderas y
gallardetes, y sobre esta playa, la más larga de Valencia, todavía
seguían en pie los toldos de alegres colores, extendiéndose hasta la
línea de mar.
Todo esto me
producía, sin saber por qué, una profunda emoción. Este espectáculo me
recordaba mi propia infancia casi hasta el punto de hacerme llorar: la
finísima arena de la playa que, seca y caliente, me producía la
sensación acariciadora del terciopelo, o que me lastimaba al crujir
entre mis pies cuando estaba mojada; aquellos preciosos montoncitos de
conchas que siempre tenía que dejar en la playa sin poder llevármelos a
casa; la delicia de nadar y nadar sin descanso sobre las danzantes olas,
y también mi enojo cuando me decían que ya era hora de salir del agua.
Con
un gesto de impaciencia, encendí un cigarrillo y arrojé estos recuerdos
sentimentales al archivo de las cosas muertas y enterradas hacia ya
mucho tiempo en mi memoria. Ahora ya era un hombre, con una experiencia
de largos años vividos plenamente, y ahora era Yolanda la que ocupaba
mis pensamientos. Durante las últimas horas la había echado mucho de
menos, recordándola con cierta preocupación. Había recibido tres
mensajes alegres e insustanciales que ella me había enviado desde su
móvil. El último era para citarme aquí.
El sol se acercaba ya a la línea del horizonte. Uno tras otro, casi en
tropel, se iban retirando rápidamente los numerosos bañistas. Y desde un
extremo al otro de la playa, los vigilantes del servicio de salvamento
daban su último aviso anunciando el fin de su horario de servicio. La
música de los altavoces enmudeció bruscamente en mitad de un compás, y
el inmenso arenal de la playa quedó desierto en un abrir y cerrar de
ojos.
Por fin, cuando la anaranjada
esfera del sol tocaba ya la superficie del mar, de repente... ¡la vi!
Como surgida de la nada, apenas tuve tiempo de captar más que unos
cuantos detalles -unos brazos bronceados por el sol, un lindo rostro
trigueño con ojos oscuros muy brillantes, chispeantes de pura animación,
y labios pintados en un rosa intenso, un vestido blanco de corte
sencillo, una cabellera cobriza que le caía hasta los hombros que ella
se peinó hacia atrás con ambas manos al verme, sentado en la mesa de la
terraza del Café de la Playa. Un camarero recogía las monedas de la mesa
contemplando aquella diosa azteca que se acercaba. Su brillante
cabellera flameaba como una bandera al viento, azotando suavemente sus
mejillas.
Me levanté y fui hacia ella;
le cogí una mano y, suavemente, la atraje hacia mí. Tenía los dedos
fríos, pero su cuerpo era cálido y anhelante. La miré unos instantes,
aparté suavemente unos mechones de cabello de su rostro, alcé su
barbilla y deslicé mis dedos por entre su densa melena, y cuando mis
dedos acariciaron sus mejillas sonrió, bajó los ojos y toda aquella
belleza que me tenía cautivado surgió mágicamente. Al mismo tiempo, tuve
la sensación de que emanaba de toda ella un olor a fricción, un olor
limpio, acre, que parecía segregarse distintamente del perfume que
llevaba.
Sus ojos eran grandes y
oscuros, óvalos suaves bajo las delicadas cejas; su boca, exquisitamente
dibujada, de carnosos labios, pronta a la sonrisa. Acaricié con mis
dedos su hombro terso y ella, reclinando la cabeza, entreabrió sus
labios. Yo me incliné, la besé, y vi que un imperceptible
estremecimiento recorría su cuerpo. Me miró, con una expresión gozosa
en su rostro; después atiesó su cuerpo, y mostró, por la forma en que
llamearon sus ojos, ese loco deseo de manifestar su agradecimiento de un
modo u otro. Esta vez no era la “femme fatale” segura de sí misma o
suficiente de la noche pasada. Era una mujer calmosa, tímida, que se
prendió de mi brazo y se apretujó contra mí con una auténtica sonrisa en
los labios.
— ¿Adónde vamos, Ton?
Era
la segunda vez que me llamaba así, y me gustó la forma de pronunciar mi
nombre. La voz era baja y suave, una voz que jamás olvidaría aunque
viviera un millón de años. Era como un clarín de gloria.
—Adonde tú quieras —repliqué.
—Entonces sigamos la puesta de sol.
Y echamos a andar por el ancho paseo, sin prisas, como un par de enamorados.
Mientras
caminábamos, sus ojos me escrutaron lentamente. Al principio había en
su mirada un vislumbre de curiosidad, pero, luego, la curiosidad cedió
el paso a un sentimiento extraño, hondo, indefinible. Los ojos parecían
más grandes, abismos oscuros que reflejaban ansias secretas
inexpresables.
—Me pareces un hombre excelente, Ton. No he conocido a muchos como tú, si es que he conocido a alguno, que lo dudo.
—No
te fíes de tus primeras impresiones, Yolanda —le dije—. Muchas veces,
me he preguntado si era un sentimentaloide y no he hallado la respuesta
adecuada. En este momento, eres para mí una mujer enormemente
interesante, y esta actitud mía, nada desinteresada, podría darte una
falsa impresión de mi persona. Soy lo bastante leal para prevenirte. Soy
un sujeto del que no puede uno fiarse por completo.
Su sonrisa se extendió por todo el rostro.
—Tú no me engañas. Te lo acabas de inventar. Acabas de retratarte con la iimágen que tienes de mí.
—Sí, es verdad.
— ¿Me quieres?
—Mucho
—le dije—. Tú eres para mí la más guapa y adorable de las chicas. Te
quiero, por cómo eres ahora, reflexiva, insegura, comedida y al mismo
tiempo por como eras ayer por la noche, lanzada, decidida, disoluta y
descarriada. —Le sonreí y puse mi mano sobre la suya—. Bueno. No soy
únicamente un tipo romántico ya lo irás viendo.
—No me importa, todo lo contrario.
Me
hizo un guiño cariñoso, sus dedos se enlazaron tiernamente con los
míos, y recogí de sus labios, levemente, el tierno beso que temblaba en
ellos. Noté que su cabello olía a heno recién cortado; su boca, a
frambuesa, y su cuerpo, a selva tropical. Con la caída del sol se había
levantado un poco de viento, que gemía en torno a nosotros. Todo esto
creaba una atmósfera especial, un estado anímico en que los abrazos
adquirían mayor intimidad y calor de nido; ahora ya éramos algo más que
dos desconocidos: teníamos la sensación de ser verdaderos enamorados.
Volvimos
a quedar en silencio. Yolanda respiraba ahora a un ritmo normal,
completamente regular, y pensé: "¡Qué extraño me parece todo esto! Aquí,
lejos de mi casa, a una distancia abrumadora de mi entorno más querido;
aquí, en esta ciudad, hasta ahora extraña para mi, en este preciso
momento, hay paz, quietud, calor de nido, felicidad, y por lo tanto
muchos de los elementos que constituyen el verdadero amor"."¡Diablos!"-
pensé súbitamente-, jamás encontraré otra chica como ésta. Tiene todo
cuanto yo he deseado siempre encontrar en una mujer. Es guapa, dotada de
un espíritu de aventura, intrépida, fértil en recursos, siempre
interesante. Y Creo que ella me quiere.
Me
di cuenta de pronto de que estaba enamorado. Y pronuncie las palabras
que nadie habría podido esperar que salieran de mi boca.
— Yolanda, te quiero. ¿Quieres que lo intentemos?
Ella se puso muy pálida. Levantó los ojos, fijando en mí una mirada interrogante. Sus labios temblaban.
— ¿De verdad hablas en serio?
— Completamente en serio. Con todo mi corazón.
Ella ocultó la cara entre las manos. Cuando las retiró, brillaban
lágrimas en sus ojos, lágrimas que nunca hubiera imaginado. Se las secó
rápida y furiosamente con el dorso de la mano.
— Perdona, Ton, si te he asustado. ¡Esto es precisamente lo que yo
tanto soñaba! ¡Así, tan de repente, me ha producido una emoción
tremenda...! ¡Pues claro que quiero intentarlo! Pero no quiero hacerte
aquí ninguna escenita. Bésame una vez más y llévame a casa.
Entonces
la miré, y vi una hermosa muñeca con el pelo cobrizo y ojos singulares
que habían visto mucho mundo y muchas cosas extrañas. Pero, ahora, y
aquí, parecía feliz.
Y yo
también. Entonces recordé estas hermosas palabras de Nietzsche: ¿De
dónde surgen las pasiones repentinas de un varón por una mujer, las
pasiones hondas, entrañables? De lo que menos, de la sola sensualidad;
pero cuando el varón halla juntos en una sola criatura el desamparo, la
debilidad y, a la vez, la altanería, en su interior es como si su alma
quisiera desbordarse: queda conmovido y ofendido en un mismo instante.
En ese punto brota la fuente del gran amor.
FIN.
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