Duele
mucho el desamor, pero más duele dormir con él. Te despiertas y el
dolor se acrecienta, de forma que intentas volver a dormir. Hay un
dolor espiritual, interior, una tortura que el cuerpo se esfuerza en
dominar y que dominaría si no fuera porque el dolor anímico es aún más
intenso. Un rosario de pensamientos te obsesiona, te atormenta, hasta
que el cerebro alucinado busca cualquier especie de alivio. Pero no se
produce ese alivio. Es como una hoguera que lo envolviera a uno,
lenguas de fuego titilantes, cada vez más cerca, que quemaran las
carnes. El cerebro grita para confortarte, pero si lo logra, viene de
nuevo el tropel de pensamientos y el dolor se hace más agudo, más
intenso, y uno tiene que luchar desesperadamente hasta que la mente
vence y se tiene la sensación de que el despertar tampoco es la
escapatoria.
¡Qué raras son algunas
mujeres!- pensé-. Chicas bonitas, capaces de todo en un momento dado y,
al momento siguiente, ya están jodiéndote la vida, dejándote tirado
como una colilla. Eso sí, una colilla manchada de carmín.
Uno
no es un pardillo en eso del amor, eso lo llevo repitiendo fracaso
tras fracaso, pero mi experiencia la llevo colgada de mi espalda, como
un farolillo rojo, y como dijo Confucio: solo sirve para alumbrar el
camino recorrido. Aún recuerdo, palabra por palabra, lo primero que le
dije aquella noche de luna lunera en aquel antro donde nos cobijamos:
“Nena, eres una chiquilla encantadora. Y bonita como un sueño. Bonita
como para parar un tren. No sé si eres sincera conmigo, pero aunque lo
fueras, no me fiaría. Podría enamorarme de ti como un demente y,
seguramente ocurrirá, no obstante, seguiría sin fiarme.”
Proféticas
palabras que no me impidieron lanzarme al vacío, porque sabía que esa
chica lo iba a ser todo para mí. Así soy yo, y así me va.
Dicho
esto, vayamos a la historia. Todo empezó una noche aciaga del mes de
Septiembre. Era sábado por la noche, la feria del mueble de Valencia
estaba en sus estertores, y yo tenía ganas de fiesta. Conducía el coche
por el paseo asfaltado que llevaba a la entrada de “Les fleurs du
mal”, un club nocturno punto de encuentro de los náufragos y desertados
de la noche Valenciana. Me detuve enfrente. De algún lugar de dentro
del local, el viento me trajo risas de mujeres y los débiles acordes de
una melodía conocida. Creo que era un soul, concretamente el Put your
spell on me. A dos metros de la puerta, un borracho, sentado en el
bordillo de la acera, se desahogaba vomitando en el arroyo, entre sus
piernas.
Paré el motor y
salté a la acera, tratando de decidir cuál era la mejor fórmula para
entrar en el local. En estas cavilaciones, oí el sordo rumor de unos
neumáticos en el paseo y, al volverme, vi avanzar hacia mí un deportivo
de color negro que al llegar a mi altura se detuvo, después de
saludarme con un breve toque de claxon.
Apearse
de un coche tan bajo es algo que las mujeres no suelen hacer
airosamente, pero, en esto, esta chica era una excepción. Sin que
pareciera proponérselo, convirtió el acto en un espectáculo. No porque
exhibiera mucho, todo lo contrario, pero era tanto lo que podía mostrar
que no pude resistirme a ver si se producía o no la exhibición… Y si
quiero ser sincero, aún cuando no ocurriera nada, seguro que no me
sentiría defraudado por ello.
La
hermosura es una cosa rara. Como la que tienen todos los recién
nacidos, estén o no bien formados. La que posee cualquier mujer en un
momento dado, cuando responde al ideal que uno se ha formado. Es algo
impalpable, imponderable, subjetivo. Es una superposición de
cualidades, algo que no puede describirse, pero que se reconoce al
instante que se tropieza con ella. Y esta mujer del coche negro la
tenía.
Admiré su figura esbelta,
arrogante. La gabardina beige que llevaba puesta parecía hecha
exclusivamente para ella; se amoldaba a su cuerpo y realzaba
deliciosamente sus armoniosas formas. Sus piernas eran encantadoras
columnas de seda, y sus curvas suaves lo bastante sugestivas para
obligarle a uno a apartar los ojos de la opulenta mata de cabellos
color castaño claro que se le escapaba por debajo del glamuroso
sombrero “Borsalino”. En cierto modo era muy atractiva, aunque su
rostro fuese más interesante que perfecto. En sus ojos llameaba ese
fuego bravío, primitivo, del animal poderoso, ojos ávidos, voraces, cuya
mirada me hacía estremecer de ansias también ancestrales. Su boca
pecadora era expresiva, con labios abultados, lozanos, brillantes, una
floración carmínea que escondía unos dientes blancos y perfectos.
Me
sonrió, haciendo con su boca una curva tan atractiva que llegué a
olvidarme del cuerpo que la sustentaba. Su boca era llena y húmeda,
como si acabaran de mojarla, una boca jugosa, suculenta, con voluntad
propia, y siempre ansiosa.
Caminó hacia
mí, contra la brisa suave, sonriendo levemente. Y cuando sonreía, las
comisuras de su boca temblaban un poco y su mirada aún era más ansiosa.
—Hola. ¿Vas a entrar aquí? —me gritó señalando en dirección a la entrada del Club.
Le contesté del mismo modo que ella hizo la pregunta. Sin rodeos, abiertamente.
—No. He venido para quedarme delante. Y hacer compañía a ese borracho. Lo siento.
Su
sonrisa se hizo más amplia, sus dientes asomaron por debajo de las
suaves curvas y, durante un instante, me observó inquisitivamente,
frunció el ceño con una mezcla de curiosidad y de perplejidad y de un
modo adorable la risa llenó su garganta.
Parecía
una niña, una hermosísima niña que hubiese crecido demasiado y
alcanzado las formas opulentas de una mujer, pero que lo siguiera
siendo, con su sonrisa maliciosa y traviesa. Su boca seguía siendo una
cosa húmeda, deliciosamente roja, firme, y, sin embargo, pronta a
vibrar como las cuerdas de un violín en el instante que fuera tocada.
—Por de pronto, eres distinto de la gente que conozco, eres irónico —me dijo.
No le contesté y me tendió la mano.
—Me llamo Yolanda.
Le sonreí y se la estreché.
—Y yo Tony.
—Vaya, tuve un novio que se llamaba como tú.
—Diste en el clavo, hace un momento. Soy distinto… seguro.
Me apretó fuertemente la mano y su risa cascabelera apagó todos los ruidos en torno nuestro.
—Sabes,
llegué a Valencia hace poco, no conozco a nadie todavía. Me hospedo en
casa de una amiga, pero esta noche ha quedado con su novio, y ya ves,
aquí estoy yo, intentando conocer la ciudad y, sin guía.
Le sonreí y dije:
—Pues yo soy como un perro lazarillo.
La
sonrisa que jugueteaba en torno a sus labios se hizo más tierna. Y sin
soltarla, caminamos juntos hasta la entrada. Pude percibir que su
cuerpo, tan cercano al mío, estaba artificialmente contraído por el
frescor de la noche, y observé el truquito de su lengua que dejaba sus
labios húmedos y expectantes. Aparté mis ojos de ella, empujé la puerta
del Club que se hallaba entreabierta, y entramos.
Había,
por lo menos, una docena de individuos alineados contra el mostrador
del bar, hablando en voz alta. Los chistes y las obscenidades
amenizaban sus charlas, ornamentadas por los chillidos histéricos de
las mujeres que les acompañaban.
Yolanda
se quitó la gabardina y la arrojó a una silla. Jamás me cansaría de
mirarla, pensé entonces. Era todo lo que uno podía ambicionar, una
mujer cuyas emociones podrían ser duras, blandas o pavorosas, pero que
fueran lo que fueren eran precisamente lo que uno necesitaba. Era la
belleza primitiva, diabólica, de la jungla, con la sofisticación de la
ciudad. Como ya he dicho al principio, lo iba a ser todo para mí, y la
suave luz del local se reflejaba en una sortija que ceñía su anular,
una sortija que seguramente le habían regalado.
Pedí
unas bebidas, y seguidamente me disculpé para ausentarme unos minutos e
ir a los servicios. No tenía ganas de orinar, solo quería ver si
seguía manteniendo mi buen aspecto. Cuando volví Yolanda estaba
esperándome en un rincón de la barra. Había hombres que también estaban
esperando y aprovechaban la ocasión para mirarla. Algunos de ellos
habían tomado posiciones estratégicas para lanzarse al ataque en el
caso de que la persona que ella esperaba no se presentase. Al divisarme
me sonrió y fue como si su boca viniese a mi encuentro a través de la
sala.
Su pelo era como una llama viva,
ardiente y vivaz como toda su persona. No hay muchas palabras para
describir a Yolanda, tal como yo la conocí entonces. Era un peregrino
conjunto de perfecciones. No había fragilidad en ella, y su esbeltez
era la de un felino musculoso y bien nutrido; sus hombros eran
modélicos, y sus caderas, deliciosamente combadas, recordaban la
armonía de una ánfora griega. Estaba perezosamente sentada, y había
doblado la pierna exquisitamente formada que tensaba la falda alrededor
de su muslo.
Le sonreí y me alargó la mano. La mía la envolvió tiernamente; y sin soltarla, le pregunté:
— ¿Has esperado mucho?
Me apretó el brazo contra el suyo.
—Más de lo que acostumbro a esperar a nadie. Cinco minutos.
—Supongo que los valgo.
—Pues supones mal.
— ¡No lo puedo remediar, y tú estás encantada! —exclamé por fin.
Me dio un codazo cariñoso.
— ¿Cómo lo sabes?
— No lo sé —le dije—. Estoy fanfarroneando.
La sonrisa apareció de sus labios.
— ¡Maldito seas, Ton, no te burles de mi! -me dijo-.
— Nos acabamos de conocer y ya me has cambiado el nombre. ¿Qué más sabes hacer?
—
Me gusta más Ton. Tony es demasiado largo, y cuando grito, o gimo, me
gusta usar nombres cortos. Es más efectivo. Pero no sé por qué digo
esto. Es verdad, no te conozco, ni tú a mí. Esto no tiene sentido.
¿Qué podía contestarle? Le acaricié la mejilla y le pellizqué la oreja, por fin le dije, sonriendo:
—Hay cosas que no tienen sentido. Ocurren, sencillamente.
Se inclinó hacia el camarero, le dijo algo que no llegué a entender, y se arrellanó en su asiento.
Pareció
que el acercamiento gradual de los dos venía lentamente, como viene el
sueño cuando uno está demasiado cansado. Primero, con morosidad,
luego, con rapidez creciente y, por último, con un impulso súbito,
arrebatado. Sus brazos me rodearon, mis manos la estrecharon
fuertemente y mis dedos se hundieron en la masa sedosa de su pelo. Miré
su boca, que no estaba ahora húmeda sino mojada, y ella me dijo:
—Ton, ¡maldita sea tu estampa! ¡Me gustas, y ya está!
Su
boca estaba muy cerca de la mía y era demasiado tentadora. Mis dedos
se enredaron como por ensalmo en sus cabellos y, súbitamente, aquellos
labios deliciosos, se hallaron a milímetros de los míos, y muy pronto
ya no hubo distancia entre ellos.
El
delicioso ardor fue precisamente el que esperaba. Su boca era un nido
blando, cálido y vibrante. Saboreé suavemente la dulzura acre de sus
ansias hasta que se hicieron demasiado frenéticas y hube de apartarme
de ella.
Algunas se echan a temblar,
otras lloran, y muchas formulan en el acto sus quejas; pero ella se
limitó a cerrar los ojos, a sonreír, a abrirlos de nuevo y a
retreparse, laxa, junto a mí. Las puntas de sus dedos acariciaron mi
rostro, y actos seguido cogió dos cigarrillos, los encendió y me puso
uno en los labios.
— ¿Sabes que no se puede fumar aquí?-le dije -.
—
¿Y qué? ¿Me van a detener? Además, le he pedido permiso al camarero y
me ha dicho que si no hacemos mucho humo nos dejaba. Así que ya sabes,
te tragas el humo y punto… Y no cambies de tema, Ton, dime: ¿por qué
te has apartado de mí?
—Nena, eres una
chiquilla encantadora. Y bonita como un sueño. Bonita como para parar
un tren. No sé si eres sincera conmigo, pero aunque lo fueras, no me
fiaría. Podría enamorarme de ti como un demente y, seguramente
ocurrirá, no obstante, seguiría sin fiarme.
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