01 junio 2012

El primer encuentro (Primera parte)

Duele mucho el desamor, pero más duele dormir con él. Te despiertas y el dolor se acrecienta, de forma que intentas volver a dormir. Hay un dolor espiritual, interior, una tortura que el cuerpo se esfuerza en dominar y que dominaría si no fuera porque el dolor anímico es aún más intenso. Un rosario de pensamientos te obsesiona, te atormenta, hasta que el cerebro alucinado busca cualquier especie de alivio. Pero no se produce ese alivio. Es como una hoguera que lo envolviera a uno, lenguas de fuego titilantes, cada vez más cerca, que quemaran las carnes. El cerebro grita para confortarte, pero si lo logra, viene de nuevo el tropel de pensamientos y el dolor se hace más agudo, más intenso, y uno tiene que luchar desesperadamente hasta que la mente vence y se tiene la sensación de que el despertar tampoco es la escapatoria.
¡Qué raras son algunas mujeres!- pensé-. Chicas bonitas, capaces de todo en un momento dado y, al momento siguiente, ya están jodiéndote la vida, dejándote tirado como una colilla. Eso sí, una colilla manchada de carmín.
Uno no es un pardillo en eso del amor, eso lo llevo repitiendo fracaso tras fracaso, pero mi experiencia la llevo colgada de mi espalda, como un farolillo rojo, y como dijo Confucio: solo sirve para alumbrar el camino recorrido. Aún recuerdo, palabra por palabra, lo primero que le dije aquella noche de luna  lunera en aquel antro donde nos cobijamos: “Nena, eres una chiquilla encantadora. Y bonita como un sueño. Bonita como para parar un tren. No sé si eres sincera conmigo, pero aunque lo fueras, no me fiaría. Podría enamorarme de ti como un demente y, seguramente ocurrirá, no obstante, seguiría sin fiarme.”
Proféticas palabras que no me impidieron lanzarme al vacío, porque sabía que esa chica lo iba a ser todo para mí. Así soy yo, y así me va.
Dicho esto, vayamos a la historia. Todo empezó una noche aciaga del mes de Septiembre. Era sábado por la noche, la feria del mueble de Valencia estaba en sus estertores, y yo tenía ganas de fiesta. Conducía el coche por el paseo asfaltado que llevaba a la entrada de “Les fleurs du mal”, un club nocturno punto de encuentro de los náufragos y desertados de la noche Valenciana. Me detuve enfrente. De algún lugar de dentro del local, el viento me trajo risas de mujeres y los débiles acordes de una melodía conocida. Creo que era un soul, concretamente el Put your spell on me. A dos metros de la puerta, un borracho, sentado en el bordillo de la acera, se desahogaba vomitando en el arroyo, entre sus piernas.

       Paré el motor y salté a la acera, tratando de decidir cuál era la mejor fórmula para entrar en el local. En estas cavilaciones, oí el sordo rumor de unos neumáticos en el paseo y, al volverme, vi avanzar hacia mí un deportivo de color negro que al llegar a mi altura se detuvo, después de saludarme con un breve toque de claxon.
Apearse de un coche tan bajo es algo que las mujeres no suelen hacer airosamente, pero, en esto, esta chica era una excepción. Sin que pareciera proponérselo, convirtió el acto en un espectáculo. No porque exhibiera mucho, todo lo contrario, pero era tanto lo que podía mostrar que no pude resistirme a ver si se producía o no la exhibición… Y si quiero ser sincero, aún cuando no ocurriera nada, seguro que no me sentiría defraudado por ello.

La hermosura es una cosa rara. Como la que tienen todos los recién nacidos, estén o no bien formados. La que posee cualquier mujer en un momento dado, cuando responde al ideal que uno se ha formado. Es algo impalpable, imponderable, subjetivo. Es una superposición de cualidades, algo que no puede describirse, pero que se reconoce al instante que se tropieza con ella. Y esta mujer del coche negro la tenía.
Admiré su figura esbelta, arrogante. La gabardina beige que llevaba puesta parecía hecha exclusivamente para ella; se amoldaba a su cuerpo y realzaba deliciosamente sus armoniosas formas. Sus piernas eran encantadoras columnas de seda, y sus curvas suaves lo bastante sugestivas para obligarle a uno a apartar los ojos de la opulenta mata de cabellos color castaño claro que se le escapaba por debajo del glamuroso sombrero “Borsalino”. En cierto modo era muy atractiva, aunque su rostro fuese más interesante que perfecto. En sus ojos llameaba ese fuego bravío, primitivo, del animal poderoso, ojos ávidos, voraces, cuya mirada me hacía estremecer de ansias también ancestrales. Su boca pecadora era expresiva, con labios abultados, lozanos, brillantes, una floración carmínea que escondía unos dientes blancos y perfectos.
Me sonrió, haciendo con su boca una curva tan atractiva que llegué a olvidarme del cuerpo que la sustentaba. Su boca era llena y húmeda, como si acabaran de mojarla, una boca jugosa, suculenta, con voluntad propia, y siempre ansiosa.
Caminó hacia mí, contra la brisa suave, sonriendo levemente. Y cuando sonreía, las comisuras de su boca temblaban un poco y su mirada aún era más ansiosa.

—Hola. ¿Vas a entrar aquí? —me gritó señalando en dirección a la entrada del Club.

Le contesté del mismo modo que ella hizo la pregunta. Sin rodeos, abiertamente.

—No. He venido para quedarme delante. Y hacer compañía a ese borracho. Lo siento.

Su sonrisa se hizo más amplia, sus dientes asomaron por debajo de las suaves curvas y, durante un instante,  me observó inquisitivamente, frunció el ceño con una mezcla de curiosidad y de perplejidad y  de un modo adorable la risa llenó su garganta.
Parecía una niña, una hermosísima niña que hubiese crecido demasiado y alcanzado las formas opulentas de una mujer, pero que lo siguiera siendo, con su sonrisa maliciosa y traviesa. Su boca seguía siendo una cosa húmeda, deliciosamente roja, firme, y, sin embargo, pronta a vibrar como las cuerdas de un violín en el instante que fuera tocada.

—Por de pronto, eres distinto de la gente que conozco, eres irónico —me dijo.

No le contesté y me tendió la mano.

—Me llamo Yolanda.

Le sonreí y se la estreché.

—Y yo Tony.
—Vaya, tuve un novio que se llamaba como tú.
—Diste en el clavo, hace un momento. Soy distinto… seguro.

Me apretó fuertemente la mano y su risa cascabelera apagó todos los ruidos en torno nuestro.

—Sabes, llegué a Valencia hace poco, no conozco a nadie todavía. Me hospedo en casa de una amiga, pero esta noche ha quedado con su novio, y ya ves, aquí estoy yo, intentando conocer la ciudad y, sin guía.

Le sonreí y dije:

—Pues yo soy como un perro lazarillo.

La sonrisa que jugueteaba en torno a sus labios se hizo más tierna. Y sin soltarla, caminamos juntos hasta la entrada. Pude percibir que su cuerpo, tan cercano al mío, estaba artificialmente contraído por el frescor de la noche, y observé el truquito de su lengua que dejaba sus labios húmedos y expectantes. Aparté mis ojos de ella, empujé la puerta del Club que se hallaba entreabierta, y entramos.
 Había, por lo menos, una docena de individuos alineados contra el mostrador del bar, hablando en voz alta. Los chistes y las obscenidades amenizaban sus charlas, ornamentadas por los chillidos histéricos de las mujeres que les acompañaban.
Yolanda se quitó la gabardina y la arrojó a una silla. Jamás me cansaría de mirarla, pensé entonces. Era todo lo que uno podía ambicionar, una mujer cuyas emociones podrían ser duras, blandas o pavorosas, pero que fueran lo que fueren eran precisamente lo que uno necesitaba. Era la belleza primitiva, diabólica, de la jungla, con la sofisticación de la ciudad. Como ya he dicho al principio, lo iba a ser todo para mí, y la suave luz del local se reflejaba en una sortija que ceñía su anular, una sortija que seguramente  le habían regalado.
Pedí unas bebidas, y seguidamente me disculpé para ausentarme unos minutos e ir a los servicios. No tenía ganas de orinar, solo quería ver si seguía manteniendo mi buen aspecto. Cuando volví Yolanda estaba esperándome en un rincón de la barra. Había hombres que también estaban esperando y aprovechaban la ocasión para mirarla. Algunos de ellos habían tomado posiciones estratégicas para lanzarse al ataque en el caso de que la persona que ella esperaba no se presentase. Al divisarme me sonrió y fue como si su boca viniese a mi encuentro a través de la sala.
Su pelo era como una llama viva, ardiente y vivaz como toda su persona. No hay muchas palabras para describir a Yolanda, tal como yo la conocí entonces. Era un peregrino conjunto de perfecciones. No había fragilidad en ella, y su esbeltez era la de un felino musculoso y bien nutrido; sus hombros eran modélicos, y sus caderas, deliciosamente combadas, recordaban la armonía de una ánfora griega. Estaba perezosamente sentada, y había doblado la pierna exquisitamente formada que tensaba la falda alrededor de su muslo.
Le sonreí y me alargó la mano. La mía la envolvió tiernamente; y sin soltarla, le pregunté:

— ¿Has esperado mucho?

Me apretó el brazo contra el suyo.

—Más de lo que acostumbro a esperar a nadie. Cinco minutos.
—Supongo que los valgo.
—Pues supones mal.
— ¡No lo puedo remediar, y tú estás encantada! —exclamé por fin.

Me dio un codazo cariñoso.

— ¿Cómo lo sabes?
—    No lo sé —le dije—. Estoy fanfarroneando.

La sonrisa apareció de sus labios.

— ¡Maldito seas, Ton, no te burles de mi! -me dijo-.
—    Nos acabamos de conocer y ya me has cambiado el nombre. ¿Qué más sabes hacer?
—    Me gusta más Ton. Tony es demasiado largo, y cuando grito, o gimo,  me gusta usar nombres cortos. Es más efectivo. Pero no sé por qué digo esto. Es verdad, no te conozco, ni tú a mí. Esto no tiene sentido.
¿Qué podía contestarle? Le acaricié la mejilla y le pellizqué la oreja, por fin le dije, sonriendo:
—Hay cosas que no tienen sentido. Ocurren, sencillamente.

Se inclinó hacia el camarero, le dijo algo que no llegué a entender, y se arrellanó en su asiento.
Pareció que el acercamiento gradual de los dos venía lentamente, como viene el sueño cuando uno está demasiado cansado. Primero, con morosidad, luego, con rapidez creciente y, por último, con un impulso súbito, arrebatado. Sus brazos me rodearon, mis manos la estrecharon fuertemente y mis dedos se hundieron en la masa sedosa de su pelo. Miré su boca, que no estaba ahora húmeda sino mojada, y ella me dijo:

—Ton, ¡maldita sea tu estampa! ¡Me gustas, y ya está!

Su boca estaba muy cerca de la mía y era demasiado tentadora. Mis dedos se enredaron como por ensalmo en sus cabellos y, súbitamente, aquellos labios  deliciosos, se hallaron a milímetros de los míos, y muy pronto ya no hubo distancia entre ellos.
El delicioso ardor fue precisamente el que esperaba. Su boca era un nido blando, cálido y vibrante. Saboreé suavemente la dulzura acre de sus ansias hasta que se hicieron demasiado frenéticas y hube de apartarme de ella.
Algunas se echan a temblar, otras lloran, y muchas formulan en el acto sus quejas; pero ella se limitó a cerrar los ojos, a sonreír, a abrirlos de nuevo y a retreparse, laxa, junto a mí. Las puntas de sus dedos acariciaron mi rostro, y actos seguido cogió dos cigarrillos, los encendió y me puso uno en los labios.

— ¿Sabes que no se puede fumar aquí?-le dije -.
— ¿Y qué? ¿Me van a detener? Además, le he pedido permiso al camarero y me ha dicho que si no hacemos mucho humo nos dejaba. Así que ya sabes, te tragas el humo y punto… Y no cambies de tema, Ton,  dime: ¿por qué te has apartado de mí?
—Nena, eres una chiquilla encantadora. Y bonita como un sueño. Bonita como para parar un tren. No sé si eres sincera conmigo, pero aunque lo fueras, no me fiaría. Podría enamorarme de ti como un demente y, seguramente ocurrirá, no obstante, seguiría sin fiarme.


(Continuará...)

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