Amanecí
en casa de mi amigo Paco. Él estaba en el extranjero y me había dejado
disfrutar de su chalet durante esos días de feria. Al bajar las
escaleras, me salió al encuentro el aroma del café recién hecho. Al
parecer, Yolanda se había levantado temprano. Inhalé profundamente y
sonreí con placer. Cuando abrí la puerta de la cocina, la sonrisa
seguía todavía en mi rostro.
—Buenos días, nena —dije—. Ese café huele maravillosamente.
—Gracias —replicó ella, desde el otro extremo de la estancia—. Siempre suelo hacer buen café. Sírvete una taza.
Me
detuve y la miré. Estaba apoyada contra la encimera con una taza de
café en la mano derecha y una revista en la otra. Estaba muy sexy, casi
más que cuando la conocí. Su cabello castaño oscuro brillaba a la luz
del sol que entraba por la ventana.
—Gracias —dije, cogiendo la taza que me ofreció—. Parece que eres muy madrugadora.
—Parece que tú también —sonrió ella, mirándome a los ojos—. Una cosa más que tenemos en común.
Ella tomó un sorbo de café.
Antes
de que Yolanda pudiera darse cuenta de mis intenciones, dejé la taza
sobre la mesa y tendí los brazos hacia ella. Me miró sorprendida.
— ¡Ton!
La atraje hacia mí con gentileza y no pudo reunir fuerzas para resistirse. Su curiosidad era más poderosa que su sentido común.
—Anoche quise hacer esto —le murmuré.
Incliné
la cabeza y mis labios rozaron suavemente los suyos. El beso contenía
una invitación y una promesa de algo más. Las cosas ya eran bastante
complicadas en aquel momento en mi vida sin necesidad de añadir además
una relación explosiva a mis problemas. Pero la noche anterior había
sido muy especial. La alegría de aquella experiencia no me había
abandonado todavía por completo. Si cerraba los ojos, podía todavía
revivir aquel glorioso momento.
Ella levantó la cabeza casi al momento, y me miró con ojos brillantes.
— ¿No lo hicimos todo ayer noche?
—
No, y no de este modo, porque me pareció que era demasiado pronto —le
murmuré, pasándole los brazos en torno al cuello—. Tú estás
acostumbrada a tomar decisiones rápidas sobre la gente, y yo también.
Nos parecemos mucho, Yolanda. Sabes cómo mirar a los ojos a una persona
y descubrir si te está engañando, la vida te ha llevado a ello, pero a
mí también se me da muy bien. Llevo tanto tiempo separando la mentira
de la verdad que en mí es como una segunda naturaleza.
—Tienes razón —replicó ella, sin aliento—. Los dos tenemos esa habilidad. Así que, ¿cómo sabré si me dices la verdad sobre ti?
— ¿Y cómo lo sabré yo? -repliqué rapidamente-.
Yolanda
sonrió con nerviosismo, apretó los labios. Aquélla no era la primera
vez que le insinuaba que no me fiaba. Tenía que admitir que, desde mi
punto de vista, tenía sentido. Después de todo, ella fue la que me
abordó sin conocerme de nada, y hacía poco que acababa de separarme.
La
voz de mi yo resentido al otro lado de mi córtex cerebral era como un
constante zumbido, pero si uno la escuchaba el tiempo suficiente se
convertía en una sorda y sarcástica rechifla que impulsaba a millones y
millones de impulsos eléctricos a los empeños más inútiles, y
entonces, por suerte, esta rechifla tomaba su forma definitiva: una
explosión de risa despectiva ante las pequeñas tragedias de la vida, la
sangre que mana de una herida abierta es una cosa divertida, y la
muerte sólo la más pesada de las bromas.
—Tendrás
que creerme-dijo-, o por lo menos intentarlo. Ahora disculpa. Será
mejor que me marche ya. No quiero que sigas pensando que lo que pasó
anoche entre tú y yo fue solo una aventura más surgida de mis
incontrolables necesidades emocionales. Tengo que darme prisa, Ton, mi
amiga estará preocupada al ver que no he dormido en casa. Por cierto,
la mermelada está a punto de acabarse. Será mejor que la pongas en la
lista de la compra.
Bebí un trago de café y sonreí.
—Lo
haré. Pero recuerda que, si necesitas de nuevo un guía, estaré
encantado de ayudarte. No busques a otro. Hay mucho sinvergüenza
suelto.
Yolanda sonrió.
—Gracias.
Lo tendré en cuenta. Ha sido una noche maravillosa, Ton. Te llamaré
—dijo, bajando los escalones en dirección a su coche.
Moví la cabeza con tristeza teatral.
—Eso lo dicen todas.
Yolanda me miró furiosa.
—En mi caso, da la casualidad de que es cierto. Te llamaré.
—Sí, probablemente lo harás, solo bromeaba —repuse, ayudándola a sentarse en el asiento anatómico del coche.
—A
pesar de lo que pienses, te puedes fiar de mí, no soy una “destroza
corazones” —repuso ella, poniendo el motor en marcha. Dame la
oportunidad de demostrártelo—se apresuró a decir—. Dame sólo tiempo.
Es todo lo que te pido. ¿De acuerdo?
Le
toqué el rostro con gentileza y me incliné hacia ella. Le acaricié el
labio inferior con el pulgar. Luego bajé mi boca hasta la de ella y la
besé.
Sentí que todo mi cuerpo reaccionaba intensamente. Una oleada de deseo me recorrió de nuevo por completo.
Cuando
ella se movió al fin, fue sólo para pasarme los brazos en torno al
cuello. Me di cuenta de que me costaba trabajo mantener el control. El
efecto que Yolanda tenía sobre mi era electrificante. Me sentía
hambriento de ella, pero no quería que lo notara. Me acordé que tenía
que avanzar despacio, conocerla más, pero no estaba seguro de poder
conseguirlo. Nunca me había ocurrido algo así con mujer alguna. Cuando
levanté la cabeza para mirarla, vi que sus ojos expresaban deseo.
Percibí su rendición y me sentí maravillado. Comprendí que me estaban
ofreciendo un regalo maravilloso y no me atreví a arruinar aquella
experiencia exigiendo más de lo que ella estaba dispuesta a darme en
aquel momento. Nos miramos un momento en silencio y vi que la
expresión de sus ojos empezaba a cambiar. Comprendí que estaba
pensando que la noche no había terminado aún, que era solo el
principio. Sus ojos luminosos y chispeantes así lo expresaban.
—
¿Por qué no arrancas ya el coche, Yolanda? Yo seguiré en Valencia
hasta el lunes. Hablaremos de lo nuestro por la noche, si quieres.
Ella vaciló un momento y luego asintió con rapidez.
—Tienes razón, hasta la noche, Ton.
La
observé mientras se alejaba y tuve que hacer un enorme esfuerzo de
voluntad para no retenerla, pero sabía que debía dejarla marchar. Los
dos teníamos que pensar. Los dos necesitábamos tiempo. Yo más que ella.
Y como escribió Doménico Cieri: Aunque somos nuestro
propio tiempo, a veces somos el tiempo de otros y otros son nuestro
tiempo, a veces sin quererlo, a veces queriendo, a veces durmiendo, a
veces despiertos. Además, no sería un tiempo
desaprovechado, el recuerdo de su cuerpo temblando en mis brazos en el
maravilloso orgasmo que había conocido la noche pasada sería más que
suficiente para acompañarme aquel soleado día de principio de otoño en
mis fantasías adobadas en testosterona.
(Continuará…)
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