12 junio 2012

Armand Lagardère y la Mesa de Salomon (III)


...Entré en la habitación, y me dirigí pensativo hacia la ventana. Miré al exterior, y sentí un ligero vacío en mi interior, una punzada al recordar a Lidia, y una sensación de soledad. Caminé hacia la cama, saqué mi Glock y le quité el cargador. Eché hacia atrás la recámara y comprobé que estaba limpia. Entonces metí de nuevo la munición y puse el seguro, luego deslicé el arma dentro de su funda, y me tumbé en la cama. Estaba cansado, no físicamente, sino mentalmente, y me dormí.
A las ocho en punto entraba en mi coche, un Porsche cabriolet bi-turbo de 420 caballos, y me dirigí al Club Café cantante, en la avenida de los Campos Elíseos, para reunirme con Charlize Breton. Me detuve  delante de la entrada principal, y el aparca coches se acercó. Tenía su nombre escrito en una placa que lucía lustrosa y pulida. Por lo visto se llamaba Pierrot. Bien podía ser el nombre de un camarero o de un vendedor de helados. Esos clubs eran así. Sofisticados y a la vez teatrales. Le entregué las llaves, y subí la escalinata del Club. Entré al vestíbulo de recepción. Estaba seguro de que aquella iba a ser una velada agradable. El gerente me atendió en persona, dándome la bienvenida con una efusiva y radiante sonrisa que hizo brillar su dentadura postiza.

 -Buenas noches, ¿puede usted indicarme la mesa de la señorita Charlize Breton?-pregunté educadamente-.
 -Ah, sí. La señorita Breton es una cliente asidua de este club.
 -De verdad…y dígame, ¿la conoce usted bien?-pregunté con maliciosa curiosidad-.
  -Oh, sí señor, es una señorita…a ver si sé expresarlo-se detuvo un segundo, y luego con una sonrisa pícara, añadió-: una señorita que levanta…pasiones.
  -Eso creo yo también-contesté mirando hacia la gran sala que se veía a mi derecha-.
  -La encontrará justo allí-dijo señalando una gran palmera que decoraba un rincón del elegante comedor-.

Atravesé con paso lento la aristocrática y espaciosa sala. Las personas allí presentes formaban esa mescolanza internacional corriente en esos lugares. La chica estaba frente a media botella de champagne Krug. Llevaba el cabello suelto en cascadas sobre la cara, el mentón descansando en la mano y los ojos pensativos y tristes mirando al vacío. Al sentarme a su lado, ella no demostró la menor emoción. Me miró una sola vez, curiosa, como estudiándome. Miró su reloj y dijo:

 -Me gustan los hombres puntuales.
-A mi no…prefiero a las mujeres.

La frase dio resultado. Su rostro se animó de pronto.

-Todavía no he encargado la cena, te esperaba -dijo-. Iba a sugerir que eligieras tú.

Sonreí. Con un gesto llamé al maître y la miré.

-¿Qué te parece caviar, algo para picar y un “Chateaubriand a la bearnesa” con un buen champagne rosado? Dicen los entendidos que es afrodisíaco-añadí sonriendo-.
-Me gusta la combinación, y puede que produzca efecto. Pero no pienso acostarme contigo… nunca lo hago en la primera cita-dijo en un tono de voz que no admitía réplica-.

¿Por qué siempre las mujeres me dicen lo mismo? Lo llevaré escrito en la frente -pensé para mí- y respondí rápidamente:

- Estamos en nuestra segunda cita, Charlize, no olvides esta mañana, en tu casa.
-La cita en mi casa no cuenta. He aceptado cenar contigo simplemente porque vamos a trabajar juntos, y porque no salgo a menudo con un francés medio catalán, pero no quiero que me mires bajo un concepto equivocado.

Sonreí, y no dije nada. Muchas veces me había funcionado. Entonces, de repente ella se inclinó hacia mí, me puso una mano sobre la mía y añadió:

-Lo siento. He sido un poco brusca. No pareces que seas como el resto de moscardones que he conocido.

Llené las copas, y sin dar importancia a su comentario, levanté la mía y la miré por encima del borde.

-¿Qué te parece si brindamos por el éxito de la misión, y de nosotros?

Charlize sonrió en una mueca sarcástica. Se bebió la copa de un trago y la dejó sobre la mesa con delicadeza.
Llegó el maître junto a un camarero y pedimos la cena.
Ella cogió su tercera copa de champagne y me miró. Después, sin prisas, la llevó a sus labios y sin dejar de mirarme,  en dos tragos, se la terminó. Dejó la copa sobre la mesa y sacó dos cigarrillos de la cajetilla al lado de su plato, inclinándose hacia la llama de la vela que ambientaba la mesa. El valle entre sus senos se abrió para mí. Ella me  miró a través del humo de los cigarrillos y me ofreció uno.

-Pensaba que no te gustaba fumar-dije, cogiéndolo-.
-Supongo que lo dices por esta mañana en mi casa. Allí no me gusta, el humo se agarra a todo.
-Eso me pasa también a mí-contesté sin bajar la mirada-.

De repente, sus ojos se encendieron y sentí como  lentamente, me recorrían. Creí adivinar lo que me querían decir: “Me gustas, pero no quiero que me hagan daño otra vez”.
Entonces llegó el camarero con el caviar, y rompió el hechizo del plácido y silencioso oasis que Charlize había construido alrededor nuestro. Me eché hacia atrás en mi silla. El camarero nos sirvió el champán y  lo probé. Estaba frío y tenía un ligero sabor a frambuesas. Era  perfecto para acompañar el caviar.
Durante un rato comimos aquellas huevas de esturión en silencio. La observaba sin decir nada. Me gustaba como comía, como bebía, como miraba. Me gustaban sus silencios… y esos picos de melancolía que asomaban de vez en cuando a sus ojos. De repente sentí que no quería que el tiempo corriera, solo deseaba que se detuviera, o por lo menos que cayera en un lento y dulce declinar, en un  sueño controlado que lo suspendiera transitoriamente. Los dos sabíamos lo que queríamos. Los dos conocíamos el final de la historia… y sabíamos que nada la podría cambiar.

-No me has dicho nada bonito de mi vestido… ¿Te gusta? –preguntó curiosa-.
- El trapito es un sueño, y tú lo sabes. Me encanta el  negro. En especial sobre una piel trigueña como la tuya, y me gusta que no lleves demasiadas joyas. Esta noche eres la mujer más bonita de Paris.

Ella se echó a reír, mirándome con aprobación.

-¡Por Dios! -exclamó -. Es lo mejor que me han dicho hoy.

Tenía una sonrisa preciosa y una voz cadenciosa y envolvente. La miraba admirado. ..Y fue entonces cuando  cometí el gran error de la noche.

-¿Charlize, puedo preguntarte algo personal?
-Depende-dijo ella-.
-¿Qué hacías en la organización Cobra negra?
-Simplemente trabajaba allí -contestó, dando el tema por cerrado. -


Comprendí que mi pregunta era demasiado estúpida para ser contestada. Y menos en este momento.

-¿Y Qué sabes de Van Haneggen?
-En realidad no es un mal tipo, excepto que es tan retorcido que si le das la espalda lo más probable es que te agujeree la chaqueta. Dentro de la organización era el encargado de las mafias del este. Hay otros más peligrosos, matones profesionales. Tipos duros. –Me miró y sus ojos se endurecieron-. Ya los conocerás -dijo con sorna-. Supongo que te gustarán, son tu tipo.

 Bebió un poco de champán. Su humor había cambiado otra vez. Ahora por culpa mía.

-Bueno, estos son los tipos para los que tú trabajabas-repliqué yo-.
-Sí, tienes razón. Pero ya es pasado. Créeme, es mucho más difícil y peligroso salir que entrar en la organización.  Y yo elegí hace tiempo salir.
-Lo sé, y lo valoro en su justa medida. Cualquier otro se lo hubiera pensado mucho antes de abandonar el círculo. Eres valiente.
-Tú también debes de serlo, sino Armentierres no confiaría tanto en ti.

Bajé los ojos y me entretuve encendiendo un cigarrillo. Noté  la mirada de Charlize pegada a mí. Cuando levanté la vista, sus ojos volvían a ser cándidos.

-Es solo un trabajo más… Y tengo una cuenta pendiente-repliqué-.
-Sí, con Charles Dumesnier, lo sé. Armentierres me ha explicado lo que te pasó el año pasado. Pero si estás planeando algo sin contar conmigo, mejor que lo olvides.

La llegada de los “Chateaubriands” acompañados de espárragos y salsa bearnesa interrumpió a Charlize. Finalmente cuando llegaron los licores y el café, la forcé a retomar la conversación donde la había dejado.

-La organización Cobra negra no es mi objetivo...
-Armand, vamos a trabajar juntos, no lo olvides-interrumpió ella- y este trabajito no va a ser fácil. Te estoy diciendo que esta gente no es estúpida, son profesionales. Si realmente Van Haneggen tiene la mesa de Salomón, no sabe donde se ha metido. La organización va a ir  por él, y Dumesnier también…Y nosotros estamos en medio.
-No te preocupes, en peores situaciones me he encontrado-dije bebiendo un trago largo de mi copa-.

Estaba irritada, absolutamente encendida con la falta de respeto que demostraba tener por la peligrosidad de la misión y de la organización de traficantes.

-Armand no tienes ni idea de qué es  Cobra negra. Te aseguro que esto se halla por encima de tus otras misiones. Tendrás que desprenderte del traje de Armani, y bajar a los infiernos.
-Ya veo-dije sonriendo-. Crees que esa gente es realmente peligrosa, ¿verdad?
-Puedes apostar la vida -contestó ella llanamente.

El tema me estaba aburriendo, y sabía que yo tenía la culpa de haber matado la velada al preguntarle por su pasado dentro de la organización. Charlize me miraba malhumorada, y yo presentía que esto acabaría mal.

-¿Vamos a otro sitio? –pregunté sabiendo que la respuesta podía no gustarme-.
-Mejor no -respondió ella con voz seca-. Llévame a casa. Me estoy poniendo tensa. ¿Por qué diablos no has buscado un tema de conversación mejor que esos malditos matones?

Pagué la cuenta y en silencio salimos del fresco ambiente del restaurante al calor húmedo de la noche parisina, con su olor a gasolina y a asfalto caliente.
Trajeron el coche, y ella se instaló en el asiento. Se sentó  apoyando toda la espalda y la nuca  en el cuero envolvente, mientras con la mirada alzada contemplaba las mortecinas sombras entre las luces de las farolas.
No dijo nada en todo el trayecto. Por mi parte todo lo que quería era decirle a aquella chica: «Me gustas mucho. Ven conmigo. Los dos estamos solos, y no hay nada peor que eso”. Pero no quería ser un aprovechado con ella. Ya no quería ser el Armand que acudía a las fiestas privadas de la jet set parisina, el que usaba y llegaba a las mujeres a través del corazón para luego olvidarlas sin tan siquiera perder el tiempo en  inventar una mentira piadosa.  Todo esto estaba enterrado. Lo enteré cuando me di cuenta que un hombre de verdad, a diferencia de los animales, necesitaba algo más que sexo y compañía. Necesitaba sentir amor y ternura. Lidia fue quien me recondujo al sendero luminoso de los sentimientos y las emociones compartidas, aunque en el fondo creo que es lo que siempre deseé. Solo que me di cuenta demasiado tarde.
Paré el coche delante de la verja de su casa y la ayudé a bajar. Mientras recogía su bolso del asiento trasero para dárselo, ella permaneció de pie sobre el pavimento, dándome la espalda. Atravesamos el jardín en el tirante silencio de una pareja de novios después de una pelea nocturna. Llegamos a la puerta, ella se inclinó, metió la llave en la cerradura y abrió de un empujón. Entonces se dio la vuelta y dijo:

-Escucha, Armand...

Había empezado en tono amonestador, pero se interrumpió y me miró directamente a los ojos. Pude ver que sus pestañas estaban húmedas. De repente, ella me echó los brazos alrededor del cuello y con su rostro muy cerca del mío me dijo:

-Todo lo que te he dicho y mi enfado posterior es porque me gustas y no quiero que te pase nada.

Entonces me atrajo hacia ella para besarme, larga y fuertemente en los labios, con ternura furiosa en la que casi se respiraba amor. Pero cuando mis brazos  la estrecharon y quise devolverle el beso, su cuerpo se tensó y se escurrió del abrazo poniendo fin al momento de abandono y debilidad. Con la mano en el pomo de la puerta abierta, se volvió y me miró. El brillo sensual y la mirada felina habían vuelto a sus ojos.

-Ahora, aléjate de mí. Nos volveremos a ver en Zúrich, el jueves -dijo con falsa fiereza, y cerró la puerta de golpe, echando luego la llave.

(Continuará…)

No hay comentarios:

Publicar un comentario