08 febrero 2014

Lola vuelve al trabajo.

Me levanté, me enjuagué la boca con mi elixir preferido, Jim Bean, me afeité y me di un baño. Aunque estábamos aún a lunes y ya me había bañado a conciencia el sábado anterior pensé que no me haría daño. Me puse luego la ropa de los  festivos, me acomodé delante del espejo y me observé cuidadosamente por todas partes para asegurarme de que no parecía un tío de pueblo. A mí no me lo pareció. Hoy era un día especial porque quería ir a ver a mi abogado para que me aconsejara sobre mis problemas, y siempre que iba a ver a mi abogado me acicalaba al máximo. Ya camino de la puerta de la calle me detuve ante el cuarto de Lola; ella había dejado la puerta entreabierta para que corriera el aire y, sin que se percatara de lo que yo hacía, eché un vistazo. Entonces entré y me la quedé mirando otro ratito. Me acerqué de puntillas a la cama y me planté a su lado para mirarla a gusto, relamiéndome y sintiendo un no sé qué. Os diré algo de mí. Y por una vez, os lo diré en serio. Hay dos cosas que no me han faltado nunca. Los problemas y las mujeres. Apenas era poco más que un niñato con pantalones cortos que las niñas empezaron a insinuárseme. Y cuanto mayor me hacía, más mujeres había. Pero también os diré otra cosa: ninguna como Lola había sabido tirar del hilo mágico de mi imaginación. De vez en cuando me decía a mí mismo: "Ton,  será mejor que hagas algo con tu vida. Así no puedes seguir,  porque si no te consumirás como una vela japonesa."
El caso es que no lo hice. Quiero decir que no hice nada para cambiar mi vida, porque mi vida era Lola. En cuanto Lola me mira a los ojos, me tiene cogido. Como digo, para volver con lo que estábamos, nunca he tenido escasez de mujeres, todas han sido de lo más generosas conmigo, pero ninguna como Lola. Digo esto para justificar la manera con que la miraba ahora mismo. Relamiéndome y sintiendo cierto cosquilleo. Es verdad que Lola era en muchos casos un poco borde conmigo,  pero también os quiero decir que  por los cuatro puntos cardinales  era como una diosa griega. Creedme, Lola era una mujer peligrosamente adictiva. Pero el problema está en mí, que soy un poco de ideas fijas. Me pongo a pensar en una cosa y ya no puedo pensar en nada más. Y quizá debería cambiar, pero ya sabéis cómo son estas cosas. Cuando estás enganchado a una mujer, cuando solo tienes ojos por una mujer…Quiero decir que es igual que comer palomitas de maíz. Cuantas más comes, más  quieres. Como la calefacción estaba a tope  no llevaba puesto nada, salvo su diminuto tanga rojo con lazos fúcsias; además, había revuelto y apartado la sábana. Estaba boca abajo, de manera que no podía verle la cara, pero su cuerpo era tan hermosamente perfecto que al mirarlo el corazón parecía querer  salirse de su ubicación natural, y tocarme el paladar.  De modo que allí estaba, mirándola, poniéndome más caliente que la caldera del Orient Express, hasta que ya no pude aguantar más y empecé a desabrocharme la camisa y a bajarme los pantalones. “A fin de cuentas” —me dije—, a fin de cuentas, Ton, esta mujer es tu mujer, así que tampoco haces nada ilegal si te frotas un poco con ella. Yo lo miraba de este modo. Bueno, supongo que ya sabéis lo que pasó. Aunque creo que no lo sabéis. Porque no conocéis a Lola y en consecuencia, no lo podéis saber. Como sea, el caso es que se dio la vuelta de repente y abrió los ojos.

— ¿Qué vas a hacer? —dijo.

Le expliqué que iba a ver a mi abogado para resolver temas fiscales de la empresa. ¡Malditos temas fiscales! Que probablemente estaría fuera hasta bien entrada la noche y que como lo más seguro era que ella y yo nos echáramos de menos, pues que quizá debiéramos estar juntos antes.

— ¡Ya! —exclamó, casi fulminándome con la mirada. ¿Y pensabas que iba a dejarme, aun en el caso de que tuviera ganas?
—Bueno —dije—, se me ocurrió pensar que quizás pudieras. Es decir, esperaba que fuera más o menos así. En otras palabras: ¿por qué no?
— ¿Por qué no?  Porque ya te dije ayer noche que hasta que no me expliques qué está pasando entre tú y la nueva secretaria de tetas operadas que has contratado sin contar conmigo, dormirás en el sofá. ¡He aquí el por qué! ¡Porque ya no aguanto tantas miraditas entre vosotros!
—Bueno —dije—, tampoco es para que te pongas así. O sea, no digo que  la mire de vez en cuando, sino que es normal que la mire cuando le dicto una carta. Bueno, el caso es que no tienes por qué echarme la culpa de haber contratado a una secretaria que tiene las tetas operadas. El mundo está lleno de secretarias con las tetas operadas.
—Es que no es solo eso: es que la rubia de bote ni siquiera sabe redactar una carta. Su ortografía es un desastre y no sabe manejar el Office. Es lo menos parecido a una secretaria que he visto en mi vida. ¡Es idiota! Pero tú siempre contratas a idiotas. Con esta ya van tres.

Bueno, aquello me dolió un poco. Siempre estaba diciendo que yo no sabía contratar, y esto me sentaba mal. Realmente, no podía contradecirla cuando decía que la chica era idiota, porque a lo mejor no era muy lista, pero ¿quién quiere una secretaria lista? Creo más conveniente contratar a una chica guapa que a una fea. Cuando uno debe pasar horas en el despacho es lo mejor. ¿Quién iba a aguantar tanto tiempo mirando a una secretaria fea? ¿Quién iba a tener ganas de ir al despacho, eh? Lo que quiero decir, qué narices, es que si hay que trabajar lo mejor es trabajar a gusto, ¿no?

—Bueno —dije—, si piensas eso, que todo lo hago mal, ¿por qué te casaste conmigo?

Se le pusieron los ojos como platos y tragó aire a bocanadas.

—Ton, no me tires de la lengua. No me tires de la lengua. Mira, será mejor que alejes ese par de tetas operadas de mi empresa, Ton. Porque no olvides que es mí empresa, Ton, mi empresa. Y en mi empresa no quiero rubias sin alma.
—Sí, claro —dije—. El problema es que no tiene alma. Lola, todas las personas tenemos alma.
—Esa rubia tetona ni tan siquiera es persona.
—Pues si no es personas, ¿qué es entonces?
—Es una rubia operada, y nada más. Hoy mismo te deshaces de ella. Ya lo hablamos ayer, o ¿sabes lo que pasará de lo contrario?
—Te diré lo que pasará exactamente —respondí—. Que entonces no pisaré el despacho.
— ¡Y tanto que lo pisarás! A partir de mañana volveré a ser  tu secretaria. Además, así ahorraremos gastos.

Me quedé pensativo unos segundos, componiendo mentalmente el nuevo escenario. Lola otra vez junto a mí. Me la imaginaba magnífica y deliciosa vestida de secretaria. Guapa, tan guapa que me dolían las meninges con sólo imaginarla. Luego rebusqué en mis bolsillos, pero no encontré ninguna aspirina ni tan siquiera medio vaso de vino tinto para templar el sistema nervioso. Finalmente le dije:

— ¿En serio? ¿Cómo en los viejos tiempos?
—Como en los viejos tiempos —Ton —dijo, inclinando la cabeza a un lado—. Y contestando tu pregunta te diré que nunca he querido casarme con nadie que no fueras tú, ésa es la verdad. ¿Por qué no te quedas unos minutos, eh?
—No sé —dije, fingiendo estar enfadado—, No estoy de humor después de todo lo que me has dicho.

No creí que fuera a responderme tan rápidamente. Pero lo hizo.

—Ven aquí—dijo, llamándome con un dedo—. Puede que yo te haga recuperar el humor, ¿eh? —Añadió cogiendo mi mano y tirando de ella para acercarme  a la cama, más…y más—.

Sus manos eran suaves como la flor de la azalea, su boca, un cálido e inefable abismo, y en sus ojos llameaba ese fuego bravío, primitivo, del animal salvaje; ojos ávidos, voraces, cuya mirada me hacía estremecer de ansias también ancestrales. Sé que pensaréis que soy un tío débil. Pues no. Y no me parece justo que lo penséis. Además, eso solo me ocurría con Lola. Pero voy al grano. No sé si por culpa de un embrujo, o simplemente por los torzales de una temporada extraña de perturbadora soledad debido a mis muchos viajes de trabajo,  el caso es que el perfume de Lola me atenazaba de nuevo. El perfume, sí,  y ese maldito reverso de perversidad que hay en los encantos sensuales del mundo de las formas y las curvas, cuya mayor cima era, a mis ojos, el cuerpo de Lola. La miré fijamente y pude percibir los muchos caminos de desconcierto y confusión que comunican, o incomunican, a dos egos tan distintos. Pero también percibí un camino que me guiaba con la sencillez de la línea recta, hacia frenesíes y porciones de un corazón enamorado. Nadie me puede culpar  por ello. Nadie. Se trata de una ley muy primitiva y referida; se trata de la magia del amor, y reside infinitamente más en el dar que en el recibir. Al fin y al cabo, cuando dos enamorados se unen, sin quererlo, ensanchan el pecho y se vacían para llenarse del otro en un santo broche de éxtasis.

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