14 febrero 2014

Ton, Lola, y san Valentín.

Habíamos vuelto a discutir. Uno de esos líos en que acostumbro a meterme antes de saber lo que está pasando. La cuestión es que Lola me había mandado otra vez a dormir a la oficina.  A la mañana siguiente, me levanté tarde, pero me levanté. El puto sofá me había hecho papillas las vértebras cervicales y lumbares. No sé si existen más vértebras. Lo único que había hecho en toda mi vida era complicarlo todo y trabajar de detective. Era todo cuanto podía hacer. Lo que es otra forma de decir que todo cuanto podía hacer  se reducía a muy poco. Y si dejaba de ser detective, no tendría ni sería nada. Era un hecho duro de afrontar: el que no fuera más que una nulidad que no hacía nada bien. Y a esta preocupación se sumaba otra más. Que pudiera perder el amor de Lola, porque había empezado a sospechar últimamente que los clientes no estaban del todo satisfechos conmigo. Que  esperaba que hiciera algo más que sonreír, bromear y mirar  las piernas de las mujeres que acudían a la oficina buscando ayuda,  o no sé qué. Y, la verdad, no sabía qué hacer al respecto. Lo mejor es que tomes una decisión, Ton — pensé para mí—, porque si no lamentarás no haberlo hecho. De modo que me puse a pensar y pensar, y luego pensé un poco más. Y decidí que no sabía qué mierda hacer. Así que como ya era la hora de comer me fui al restaurante de la esquina. Era 14 de febrero, San Valentin, y ahí estaba, sentado solo frente a un plato de pescado frito y un pan de centeno. Estaba demasiado fastidiado para comer una comida en condiciones; demasiado preocupado por mis preocupaciones. Terminé la comida y fui al lavabo de caballeros. Me lavé las manos y la cara, asintiendo al tipo que estaba  de pie, leyendo el periódico, a dos metros de mí.  Llevaba un  traje estampado de color mandarina tango mezclado con tonos azules y verdes y calzaba unas zapatillas deportivas de color vitaminas. No, no era Justin Bieber, tampoco Joe Jonás, pero se acercaba bastante.  Me dirigió una mirada prolongada y sus ojos volvieron a lo que hacían momentos antes. No sonrió ni dijo nada. Asentí hacia el periódico que leía el individuo.

— ¿Qué le parecen los chinos esos? —dije—. ¿Cree usted  que acabaran con los tibetanos y con el Dalai Lama?

Gruñó, pero siguió sin decir nada. Me sequé las manos con  el secador automático, a pocos pasos de él. La cosa era que yo quería echar una meada. Pero no estaba seguro de que debiera entrar en el retrete. La puerta no estaba cerrada del todo, o sea que debía de estar vacío, sin embargo, el tipo seguía allí y quizá quisiera hacer lo mismo que yo. Así que, aunque el lugar estuviera vacío, no habría sido muy educado anticiparme. Esperé un rato. Esperé, removiéndome y retorciéndome, hasta que ya no pude esperar más.

—Perdón —dije—. ¿Espera para entrar en el retrete?

Pareció sobresaltarse. Me lanzó una mirada grosera y habló por primera vez.

— ¿Le importa mucho?
—Claro que no —dije—. Lo que pasa es que quiero entrar y pensé que usted iba a hacer lo mismo. Es decir, pensé que había alguien dentro y que usted estaba esperando…

Miró la puerta del retrete entreabierta. Me miró luego a mí, entre perplejo y molesto.

— ¡Por el amor de Dios! —dijo. ¿No  ve que hay alguien dentro? ¿No ve que el retrete está ocupado por una mujer desnuda  que lleva una perrita  Yorkshire en brazos?
—¡Ah sí! —exclamé—. ¿Y cómo se ha atrevido una mujer a utilizar el lavabo de caballeros?
—Por  la perrita Yorkshire —dijo—. También tenía que mear el animalito.
—Pues desde aquí no veo a ninguno de los dos —dije—. Es curioso que no pueda verlos en un lugar tan pequeño.
— ¿Me está llamando embustero? ¿Dice que no hay una mujer desnuda con una perrita Yorkshire en brazos ahí dentro?

Dije que no, por supuesto que no. De ningún modo había dicho nada parecido.

—El caso es que me urge bastante —dije—. Lo mejor será que vaya al lavabo de mujeres.
— ¡Ni lo piense! —dijo—. Nadie me llama embustero y se marcha tan campante.
—Yo no —dije—. No he querido decir lo que usted insinúa. Yo sólo...
— ¡Ya, claro! ¡Le voy a enseñar quién dice la verdad! Se va a quedar usted ahí hasta que salgan la mujer y la perrita Yorkshire.
— ¡Pero tengo que mear! —dije—. Es decir, tengo verdaderas ganas, y…
—Pues usted no sale de aquí —replicó—. No saldrá hasta que vea que digo la verdad.

Bien,  el caso es que yo no sabía qué hacer. No lo sabía. Puede que vosotros lo supierais, pero yo no. Durante toda mi vida me he comportado tan amable y educadamente cómo se puede comportar una persona normal. Siempre he creído que si  era simpático con los demás, vaya, pues que los demás serían simpáticos conmigo.  Por fin, cuando ya estaba a punto de cabrearme, entró un tipo que sin pensarlo se metió en el retrete y cerró la puerta.  No lo pensé y  salí. Me fui de allí a tanta velocidad que no tardé nada en llegar al lavabo de señora, y oriné: y, creedme, fue un alivio. Volví  a mi mesa,  por el otro pasillo, para no encontrarme otra vez con el tipo del traje estampado de color mandarina tango mezclado con tonos azules y verdes, cuando vi a  Jessica Carolina, una amiga de juventud.  Estaba segurísimo de que ella también me había visto, pero hizo como que no. Vacilé durante un minuto junto al asiento que estaba a su lado, y entonces me crucé de brazos y me senté. No lo sabe nadie,  nunca lo he dicho,  porque procuramos mantenerlo en secreto, pero Jessica Carolina  yo tuvimos una gran intimidad en otro tiempo. El caso es que nos hubiéramos casado de no ser porque su padre me puso tantas pegas. Así que esperamos y esperamos a que el viejo se muriera. Y entonces, una semana más o menos antes de que ocurriera, Lola me enganchó. Desde entonces no había visto a Jessica Carolina salvo un par de veces en la calle. Quería decirle que lo sentía y hacer lo posible por explicarme. Pero ella no me daba ninguna oportunidad. Y si hacía ademán de detenerla, cruzaba a la otra acera.

—Hola, Jessica  —dije—. Bonita mañana.

La boca se le tensó un poco, pero no dijo nada.

—Ha sido una agradable casualidad encontrarte aquí —dije—. ¿Qué haces, si es que no te molesta la pregunta?

Respondió. Lo preciso.

—Comer. Esto es un restaurante.
—Claro. No he hecho más que buscar la oportunidad de hablarte, Jessica—dije—. Quería explicarte ciertas cosas.
— ¿De veras? —me miró de soslayo—. A mí me parece evidente la explicación.
—No, no —dije—. Sabes que nadie podía gustarme más que tú, Jessica. Nunca he querido casarme con nadie que no fueras tú, ésa es la verdad. Te lo juro. Te lo juraría sobre un montón de Biblias, Jessica.

Parpadeó precipitadamente, como solía hacer para contener las lágrimas. Le cogí la mano, se la apreté y vi que le temblaban los labios.

—En... entonces, ¿por qué lo hiciste, Ton? ¿Por qué tú...?
—Eso es precisamente lo que quería contarte. Lo que pasa es que es muy largo, y... mira, bonita, ¿por qué no te vienes contigo, nos metemos en un hotel durante un par de horas y...?

Sí, vale, ya sé que era San Valentin, pero era precisamente lo que no tenía que haber dicho. En aquel momento era lo menos indicado. Jessica Carolina se puso pálida. Me miró con ojos fríos como el hielo.

— ¿Es eso lo que piensas de mí?—dijo—. ¿Es eso lo único que quieres... lo único que has querido? Casarte conmigo no, oh, por supuesto que no, no te basto para el matrimonio. Sólo llevarme a la cama y...
—Por favor, nena —dije—, yo...
— ¡No te atrevas a camelarme, Ton!
—Pero si no estaba pensando en eso, en lo que tú creías que yo pensaba —dije—. Lo que pasa es que llevaría mucho rato explicar lo que ocurrió entre Lola y yo, y supuse que necesitaríamos un lugar para...
—Ni lo pienses. ¿Comprendes? Ni lo pienses —dijo—. Ya no me interesan tus explicaciones.
—Por favor, Jessica. Déjame por lo menos...
—Te diré una cosa, Ton, y será mejor que abras las orejas. Como vuelvas a hablarme de hoteles y sexo  va a haber jaleo. Jaleo del bueno. No voy a callarme, ya me conoces, y a buen entendedor, con pocas palabras basta.

Sus palabras se metieron en mi cabeza como un enano con un soplete en una mano y una pistola en la otra. Le dije que esperaba que no le dijera nada a Lola. Por el propio bien de Lola, claro.

— ¡Lo veremos!—sacudió la cabeza y se puso en pie. Déjame pasar, por favor.


Me empujó para abrirse paso y salió hacia la puerta, la cabeza erguida, las caderas sacudiéndose y balanceándose. Cuando llegó a la puerta, quise decirle adiós con la mano, pero ella volvió la cabeza al instante, dando otra sacudida a sus caderas, y echó a andar hacia la calle. Así que aquello fue todo, y me dije que quizá no estuviera tan mal. Porque, ¿cómo habríamos podido decirnos nada tal como estaban las cosas? Lola existía, y  por tanto seguiría existiendo el problema hasta que Lola o yo muriéramos de viejos.

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