12 junio 2012

Armand Lagardère y la Mesa de Salomon (V)


...A las ocho, mi reloj biológico tocó a rebato, y me  desperté. Él nunca me fallaba, ni necesitaba baterías o cargadores que nunca se encuentran cuando los necesitas. Me levanté y me dirigí a la ventana. Corrí la cortina. A esta hora el sol alcanzaba los árboles, convirtiendo en oro blanco las ramas más altas. Espléndido día-pensé-, y fui al aseo. El lavabo y la bañera estaban inmaculados, los frascos de gel y champú dentro de una cestita de mimbre junto con el gorrito de ducha y los utensilios de limpieza bucal, el vaso de dientes estaba metido en una bolsa de plástico para su protección, y el asiento del váter inmovilizado por una banda de papel que decía saneado. Siempre me ha gustado esa sensación de estreno, de ser el primero, que te brindan los buenos hoteles. Me duché, me vestí sport para la ocasión y salí a desayunar. Entré en el “bistró” de la esquina. Tenía aire acondicionado. Era tan típico de Paris como el hotel donde me alojaba. Me tomé un café con leche y un “pain au raisin” por veinte francos. Paris no es barato. Luego cogí mi coche y enfilé la calle en dirección a Vincennes. A las diez menos cuarto aparcaba en la avenida de Olmos que bordeaba el hipódromo. Lo primero que me sorprendió fue la verde majestuosidad del lugar. Después la marea humana que corría de un lado a otro; mozos de establo, jockeys, personal auxiliar, y los que supuse curiosos y apostantes habituales. Había caballos por todas partes; caballos que eran sacados de los camiones para caballerías que los habían transportado hasta allí, para luego repartirlos por los distintos establos, y conducirles posteriormente a las pistas de ejercicio, cercanas a la pista de carreras. Todo ese gentío merodeaba por las instalaciones y se podía oír en el aire el piafar y algún ocasional relincho de los caballos cubiertos con mantas, que iban  acompañados de sus correspondientes  mozos, quienes llevaban las riendas agarradas a la altura del bocado y hablaban con suave dureza a sus respectivos caballos.
Era una mezcla de hipermercado Carrefour y balneario de Rocafort. A pesar de no sentir ningún interés por los caballos, debo reconocer que me fascinaba el ambiente. Me volví apoyando mi espalda en  las vallas de madera blanca que rodeaban la pista y miré hacia arriba, a la tribuna H, la reservada a los principales propietarios y los más pudientes, buscando con la mirada a Armentierres, pero solo vi el sol reflejándose en los gemelos y los relojes de pulsera de oro de los allí presentes, y a pesar de que no creía en gente como aquella, la buena suerte y el dinero parecía envolverlos desde todos los ángulos.

Entonces sentí como me agarraban el brazo y con energía me despegaban de la valla.
-Cuidado Armand-me dijo- han dado la salida a la primera carrera y en un suspiro estarán aquí-.
Me separó unos metros de la pista. Lo miré sorprendido. Era Armentierres. Seguía  manteniendo la misma pesada figura autocrática y continuaba vistiendo según los cánones de la pequeña burguesía francesa de mediado del siglo XX. Su barbilla y mejías estaban como siempre cuidadosamente afeitadas y sus ojos, algo pequeños y redondos miraban a su alrededor con una mirada sabuesa que parecía reprender. Luego dirigí la mirada  a la pista, y un escalofrío me recorrió la espalda. Llegaban los caballos como una exhalación, mostrando los dientes, los ojos desorbitados por el esfuerzo, sus poderosos cuartos traseros batiendo la pista y su aliento saliendo a borbotones de sus grandes orificios nasales. Los jockeys que los cabalgaban iban arqueados sobre los estribos, la cabeza baja, casi tocando el cuello del caballo, y el cuello estirado. Un segundo más tarde  habían desaparecido en un remolino de ruido y tierra.
-Me alegro de verle, señor-dije expulsando con un par de manotazos los pequeños lunares de barro arenoso que  habían impactado mi chaqueta nueva de lienzo beige,  tras el paso del séptimo de caballería. Siempre oportuno-añadí con una sonrisa-.
-Ven conmigo, quiero presentarte a alguien-dijo llevándome hacia la tribuna.
Allí nos esperaba un tipo de unos cuarenta años, alto, corpulento. Su aspecto era duro como el acero. Su rostro era anguloso y su cabello rubio y arreglado muy corto. Sus cejas eran equilibradas, y debajo de ellas, se encontraban unos ojos claros de mirada adusta y segura por demás. Vestía un traje de lino, llevaba la chaqueta sin abotonar, y una camisa blanca. Su aspecto era de un hombre duro y capaz. Desde luego no parecía un arqueólogo ni un experto en civilizaciones antiguas. No, este tipo había pasado tiempo en lugares menos recomendables – pensé para mí –.


-Buenos días señor Lipheimer –dijo Armentierres-, le presento a Armand Lagardère, nuestro mejor hombre en el B.R.T.P.
-Mucho gusto señor Lagardère.
-Armand-añadió él-,  el señor Lipheimer es comandante del servicio secreto israelí: el Mossad. Vamos a trabajar conjuntamente en esta misión.
-Perdón señor, ¿pero que tenemos que ver nosotros con el Mossad?-pregunté extrañado-¿Desde cuándo nuestra sección interviene en  asuntos de seguridad nacional? ¿Porque de eso debe tratarse si el Mossad está implicado, no?
- El comandante Lipheimer ha convencido  al ministro del interior de lo contrario. Y te recuerdo que nosotros dependemos de él. La mesa de Salomón no es un problema de seguridad nacional para nosotros, pero lo es para Israel. Tenemos la información que  Van Haneggen nos ha proporciona, y el Mossad quiere recuperar la Mesa del poder para su gobierno, ¿Cuál es el problema?
-Ninguno señor-repliqué, pensando más en la posibilidad de volver a enfrentarme a Charles Dumesnier, que en colaborar con el Mossad-.

Entonces Lipheimer sacó una pitillera de plata del bolsillo de su americana.

 -¿Un cigarrillo?-preguntó  ofreciéndome uno-.
-Sí, gracias.
-Y usted señor Armentierres?
-No, gracias, solo fumo en pipa, ordenes de mi mujer -replicó sacando su pipa y empezando  a llenarla-.
-Ah, siendo así…
-Tengo entendido que ha estado usted retirado el último año por motivos personales-me dijo con un tono que delataba el conocimiento de mi reciente retiro del servicio activo-.
-Así es-dije secamente- He descansado poco. Es curioso-añadí expulsando una bocanada de humo del cigarrillo recién encendido- creía que los israelís solo fumaban, los que fuman, tabaco americano. ..Este es turco, ¿verdad?
-Efectivamente, lo lio yo mismo, me relaja mucho. ¿Como lo ha sabido?
-El olor es Inconfundible.
-Oh…Y dígame señor  Lagardère, ¿hasta qué punto llega su pericia en el delicado tema de la mesa de Salomón?
-No mucho, solo que es parte de un gran cuento llamado “Antiguo testamento”.
-Y no le gustan los cuentos señor Lagardère?
-Los cuentos y yo somos uno, señor Lipheimer. Yo mismo soy un cuento.
-Armand-interrumpió Armentierres sacándose la pipa de la boca.-, por qué no le explicas al señor Lipheimer que sabes realmente de la Mesa de salomón?
-Pues claro-dije sonriendo y también obediente-, aunque estoy seguro que él sabe mucho más de la leyenda que yo. Dicen las escrituras-añadí dirigiéndome a Lipheimer- que  en la época posterior a Abraham, templos, santuarios, y monumentos fueron levantados por la voluntad de reyes, grandes sacerdotes,  y la genialidad de sus arquitectos, junto a los músculos y la fuerza de sus súbditos. Era un tiempo en que cualquier cosa podía ocurrir…y ocurría. Era un tiempo de dioses y semi dioses. Era un tiempo de muerte. También era un tiempo de magia; cuando los hombres jugaban con cosas más allá de sí mismos. Con el paso de los años, los hombres sabios, los  sacerdotes de la nueva religión hebrea aprendieron a usar el poder de Dios, y así defenderse  de la bestia. Aquí es cuando aparece el Arca de la alianza y más tarde la Mesa de Salomón. Dicen los escritos que quien quiera que poseyera la mesa de Salomón, tenía que protegerla para así atacar al corazón del mal. Lucifer, el ángel caído no era todo poderoso, incluso él estaba sujeto a las leyes de Dios. Pero como es sabido, siempre ha habido hombres que han preferido el poder a la espiritualidad y al honor…Y Lucifer  conociendo esta faceta del ser humano ha utilizado a esos hombres. Con solo tocarles, les marcaba la cara así como el alma, y conseguía que la maldad siguiera golpeando como la luz del sol. Ahora viene lo interesante-dije con tono misterioso-, Lucifer ordenó a esos hombres robar y ocultar la Mesa del poder para poder seguir haciendo el mal en la tierra.

Y tras hacer una pausa - añadí con una sonrisa que delataba mi incredulidad en la misma-:

-Creo que más o menos, esta es la historia.
-Es reconfortante ver que hay algo en lo que no eres  experto, Armand-replicó Armentierres irónicamente-.
-Estoy equivocado, o usted no cree en la existencia y el poder de la Mesa, señor Lagardère?-preguntó seriamente Lipheimer-.

-Solo creo en lo que veo, y en la lógica  cartesiana, empirista y tecnicista como sustentación de mis creencias…aunque todo es revisable-concluí-. También he de decirle que este trabajo me parece atrayente en mi vuelta a la actividad.

-No te equivoques con este trabajo, Armand -dijo Armentierres tajante-. Cuando te dije que puede ser duro, no estaba siendo melodramático.

-Hay mucha gente peligrosa que todavía no ha conocido, usted, señor Lagardère-inquirió Lipheimer-, y puede que ahora los conozca. Algunos son muy eficientes dentro de su negocio-remató amistosamente-.

-¿Y qué pinto yo en todo esto, señor? -dije mirando a Armentierres a los ojos-.
-Como ya le adelanté, tiene usted una cita en Gstaad (Suiza) con Van Haneggen, justo mañana. Se reunirá con él para empezar. Luego, cuando sepa si realmente tiene la Mesa de salomón, se pondrá en contacto con Lipheimer y juntos prepararan la operación de rescate. Al menos esa es la idea.

Se detuvo,  me miró y dijo:

-¿Qué te parece?
-Me parece fantástico señor. Al igual que  Edgar Allan Poe, tengo una gran fe en los tontos; confianza en sí mismo lo llaman algunos. –rematé, mirando de soslayo a Lipheimer, quien me devolvió la mirada con una sonrisa educada-.

(Continuará…)

No hay comentarios:

Publicar un comentario