12 junio 2012

Armand Lagardère y la Mesa de Salomon (VI)


…Mientras devoraba la carretera hacia el Aeropuerto de  Orly,  forzando el coche ligeramente para que me restara suficiente tiempo para tomarme un buen gin-tonic, antes del despegue, sólo parte de mi mente estaba en la carretera. El resto de ella, volvía a examinar, por  enésima vez, la secuencia que ahora me conducía a una cita en Suiza con Charlize. Durante el último día en Paris la había echado mucho de menos, recordándola con cierta preocupación. Pero ahora estaría cerca de ella.

Al llegar al aeropuerto de Zúrich, Charlize, como convenido,  me esperaba tras el cordón que delimitaba el espacio por donde salían los pasajeros. Su cabellera larga, rubia y  acaracolada caía sobre sus hombros, como una cascada,  brillando como oro derretido bajo las luces del hall de llegadas. Miraba presurosa, pero de una manera encantadora y animada, llevando un elegante bolso de Loewe que balanceaba ligeramente  como si fuera una extensión de su brazo. Todo parecía volar...el vuelo de su vestido, sus pies, su pelo. Estaba llena de movimiento y vida y parecía, también más alegre que la última vez que la vi. Por un momento sentí como si una  puñalada se hundiese en mi corazón. ¡Qué extraño! ¡Qué hermosamente extraño! Esto no me había vuelto a pasar desde que perdí a Lidia. Y ahora Charlize, esta chica solitaria, me había hecho padecer nuevamente esta aguda sensación de ansia, esta emoción de magnetismo animal.
Antes de llegar hasta ella, cerré mi imaginación, lo más que pude y traté de concentrarse.

-Buenos días Charlize, estás guapa y radiante. Tienes unos ojos maravillosos…debe ser el chocolate suizo.
-No he tenido tiempo de probarlo todavía…y,  Armand, empieza por ahorrarte coletillas  ingeniosas  hasta que hayamos terminado la misión.

Lancé una sonrisa mordaz al tiempo que le tendí mi mano para saludarla; ella la cogió. La medialuna de sus uñas era perfecta.

-Sí, claro…pero… ¿Me has echado de menos?

Sus ojos observaban con mirada impersonal. Luego mutaron, empezaron a brillar, y me miraron directamente, sin pestañear, con atención, como si quisiera traspasar mi mente para saber que estaba pensando en este preciso momento.

-No… ¿y tú?
-Te gusto, lo sé.
-Tendrás que darme el nombre de tu oculista…para no visitarlo. Y Armand, por favor, podrías pensar en algo más original.
-La  verdad es que te he echado de menos… ¡ya sabes cómo somos los Piscis!
-No, no lo sé. No me interesa la astrología,…estoy bien así.
-Estas muy bien así.
-¿Qué signo eres?
-No te lo diré.
-Si no me lo dices  tendré que recurrir a mi imaginación.
-Miedo me das…Soy Leo.
-¿Leo?  ¡Venga ya! … ¿en serio? …es lo que estaba imaginando. ¿Y qué ascendente?
-Ni lo sé,  ni me importa.
-Así que eres  Leo,…inteligente,…guapa…y… ¿y cuál es tu especialidad? Porque alguna tendrás,  o no podrías trabajar en el B.R.T.P.
-Etnolingüística… no sabes lo que significa -añadió con fingida maldad-.
-Etnolingüística, etnociencia, etnosemántica o etnosemántica etnográfica es el estudio de cómo diferentes culturas organizan y categorizan distintos dominios del conocimiento. Su atractivo declarado reside, según dicen,  en su promesa de conseguir dar a los informes etnográficos la precisión, la fuerza operativa y el valor paradigmático que los lingüistas imprimen a sus descripciones fonológicas y gramaticales…Eso es que dominas las lenguas-rematé pícaramente-..
-Estoy impresionada,  eres mucho más listo de lo que pensaba…por un momento pensé que eras un palurdo que solo practicaba el sexo con animales.
-Bueno...no solo. No olvides mi irresistible encanto.
-Las  mujeres tenemos una desafortunada tendencia que nos enseña a no confiar en los hombres, sobre todo si nos dicen que son irresistiblemente encantadores.

Le costaba trabajo mostrar enfado cuando mi mirada se clavaba en su rostro. Y le resultó difícil, también, negarse a acompañarla. Entonces adiviné lo que ya sabía, que existía una atracción mutua, y que ella, a través de su fingida actitud de mujer distante, intentaba retrasar lo inevitable.

-Vaya lo siento, no recordaba esa tendencia.

Me miró pensativa, se mordió el labio inferior,  y encontró mis ojos, atrevidos, que observaban con capricho cada detalle de su figura. Entonces me dijo:

-Armand, hay algo muy importante que estoy deseando preguntarte.
-Qué-pregunté curioso-.
-Se que en una relación como la nuestra no es la mujer que debe preguntarlo, pero no lo puedo remediar, y por favor antes de contestar piénsalo.
-Te lo prometo…
-Armand…

Entonces los altavoces del aeropuerto interrumpieron a Charlize, avisando que un coche, marca jaguar, interrumpía el acceso a la puerta G, y que iba a ser retirado.

-Es mi coche-dijo ella-. Pensé que por tan poco tiempo no molestaría. Vamos Armand,-añadió-.

Eché a andar detrás de ella, y nos dirigimos a la salida. Frente a la puerta esperaba un Jaguar de color burdeos. Una vez colocada mi maleta en el maletero del coche, salimos rápidamente con dirección a Zúrich.

-Charlize, ¿que ibas a preguntarme hace un momento?
-Ah, si…Armand, ¿como demonios vamos a rescatar la Mesa de Salomón, con tanta gente peligrosa metida en el asunto?

La miré sorprendido. Esta no era la pregunta que esperaba. De nuevo Charlize se escurría cual anguila resbaladiza.

-Charlize, ¿quieres que te sea sincero?
-Si eres capaz…
-No tengo ni idea.
-Es lo que pensaba-contestó irónicamente-.

Apenas recorridos unos centenares de metros por la ancha carretera, Charlize viró hacia la derecha, tomando por una vía lateral en cuya entrada se leía este aviso: ¡Prohibido el paso excepto a los propietarios y personal de servicio de aviones particulares! El coche, al llegar al nivel de los hangares situados a la izquierda del edificio principal del aeropuerto, se detuvo finalmente al lado de un helicóptero, de color blanco y azul. Estaba impresionado por el aplomo de Charlize, y no pregunté nada, solo subí por la escalera de aluminio del aparato.
            Era un helicóptero de cuatro plazas. El piloto hizo una señal con la mano, e inmediatamente el personal de tierra se retiró y las grandes palas comenzaron a girar. El aparato se elevó rápidamente.
            Charlize se sentó al otro lado del pasillo central, pero a mí misma altura. Me incliné hacia ella y, elevando la voz para dominar el ruido del motor, le pregunté:
- ¿Adónde nos dirigimos?
Ella fingió no oírme. Repetí mi pregunta, casi gritando.
- A Gstaad... a los altos Alpes -contestó Charlize. Luego, con un ademán, señaló la ventana-.
-¡Magnifico paisaje! -exclamé.
-Te gusta la montaña, ¿no es verdad?
- Me gusta muchísimo -respondí con potente voz-. Esto me recuerda el pirineo catalán. Aunque estoy deseando poner los pies en tierra.
- ¿No te encuentras bien, Armand? –Me preguntó con una sonrisa maliciosa-.
-Noto una sensación de laxitud, sin duda debido a la altura.
            Encendí un cigarrillo y miré a través de la ventanilla. A mi izquierda se divisaba el Lago de Zúrich, lo cual significaba que, en aquel momento, el aparato llevaba el rumbo este-sudeste. Luego apareció otro lago. La gran cordillera que se dibujaba a lo lejos, a la izquierda, debían de ser los Alpes Réticos. Luego giró hacia el oeste y finalmente en línea recta. Después de diez minutos pude divisar un núcleo importante de edificaciones, tenía que ser Gstaad. El aparato se encontraba ya sólo a unos treinta metros de altura sobre una pequeña planicie. Las aspas del helicóptero empezaron a girar más lentamente, pero volvieron a adquirir velocidad cuando el aparato empezó a balancearse en el aire antes de posarse en el suelo, y dio un ligero bote al chocar contra el suelo. Cesó el zumbido de los rotores... ¡Habíamos llegado a nuestro destino!

(Continuará…)

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