28 enero 2013

Fracasar no es vergonzoso, lo vergonzoso es tener un amigo como Josep(Parte II)


Era tarde, pero sólo porque lo decía el reloj. La ciudad bostezaba y se desperezaba después de su copiosa cena, despertándose para comenzar a vivir. Había dejado de llover, y el cielo estaba despejado. El aire era ahora más fresco y las luces, un poco más brillantes. Lo que yo andaba buscando era una vieja casa de principio de siglo, una reliquia del pasado que tenía el número pintado en la puerta y miraba a la calle con ojos puestos en blanco. Subí los cuatro peldaños de la escalinata, encendí mi mechero, recorrí con la vista los buzones y hallé lo que buscaba. Apreté el último botón de la hilera, que pertenecía a mi amiga Marisa. Después de unos segundos de espera, oí el chasquido que hizo la puerta al abrirse, la empujé pero no entré.

-Marisa, soy yo…os esperamos aquí abajo, en el coche.

-Oh, hola Ton. Ahora bajamos-contestó ella-.

Volví al coche y le dije a Josep:

-Ahora vienen…ya verás cómo te gustará su amiga. 
-Ese no es el problema, Ton. Ya sabes que a mí me gustan todas. El problema es que no sé de qué coño voy a hablar con ella. Tú me conoces, yo solo sé contar chistes y mirar descaradamente las tetas. No soy lo que se dice un regalo para las mujeres.

-Lo sé, lo sé. Tú limítate a no meter la pata muy pronto…Oh, ahí están -añadí al verlas asomar por el portal-.

Marisa era una magnífica y deliciosa mujer, alta,  con un pelo tan negro como una noche sin luna. Guapa, tan guapa que me dolían las meninges con sólo verla. Sus manos eran suaves como la flor de la azalea, su boca, un cálido e inefable abismo, y en sus ojos llameaba ese fuego bravío, primitivo, del animal salvaje, ojos ávidos, voraces, cuya mirada me hacía estremecer de ansias también ancestrales. Su amiga en cierto modo era bien parecida, aunque su rostro fuese más interesante que hermoso. Ojos muy separados, una boca  expresiva, con labios abultados, lozanos, brillantes, una floración carmínea que escondía una dentadura blanca, perfecta,  y un pelo leonado que se extendía sobre los hombros al igual que mantequilla derretida. Iba abrigada en una trinchera de buen corte, con un cinturón que le ceñía el talle.


-Espera, espera… ¿cual es la mía?-me preguntó Josep-.

-La de la derecha.

-¿Y tiene 40 y pico? ¡Pero si tiene las orejas de una veinteañera!

-Cállate.

-Se las habrá operado-murmuró-.

Marisa me abrazó. Incluso a través del abrigo sentía la firme presión de sus pechos, seres vivos que me acariciaban tácitamente. Su boca se apartó pesarosa de la mía para que pudiera besarle la mejilla y pasar mis labios resecos por su tersa piel.

-Hola, hemos tardado un poco más porque Josep no sabía que ponerse.

-Ah, pues al final has acertado-dijo la amiga, mirándolo-.

-Josep, esta es Marisa -dije yo-.

-Hola.

-Esta es mi amiga Montse-dijo ella-.

-Que tal...encantado-dijo Josep-.

-Igualmente... me han hablado mucho de ti.

-Y a mí también me han hablado mucho de ti, y la verdad estoy gratamente sorprendido.

-Ah, sí, ¿y por qué?

-Bueno, Ton me dijo que eres abogada, profesora, y la verdad no esperaba que estuvieras tan…tan…tan…

-¿Tan qué, Josep?-preguntó Montse-.

-¡Tan buena!

Escupí la colilla que tenía en los labios. Ese capullo con el pelo engomado con un kilo de brillantina ya  la había hecho. En ese momento pensé “¡será desgraciado!”. Yo fulminé a Josep... Marisa me miró a mí... Montse miró a Marisa... y Josep bajó la mirada y murmuró:

-¿A que la he cagado?

-Sí, un poco-le susurré entre dientes-.

Entonces él volvió a la carga.

-Verás, me imaginaba a alguien un poco más…no sé…delgada, seca como la mojama…en cambio se te ve… no sé…se te ve, jugosita.

(¡Será hijoputa!-pensé para mis adentros-.)

Sin duda por la acción milagrosa de algún ángel bondadoso,  Josep pareció darse cuenta de su metedura de pata.

- Ejem…Vale…Está bien, dejémoslo…mejor empiezo de nuevo. Hola soy Josep.

La amiga de marisa, Montse,  le escrutó lentamente. Al principio había en su mirada un vislumbre de curiosidad, pero, luego, la curiosidad cedió el paso a un sentimiento extraño, hondo, indefinible. Los ojos parecían más grandes, abismos oscuros que reflejaban una perplejidad inexpresable. Y seguidamente, sin transición, en una fracción de segundo, en una rapidísima mutación quiso borrar todo aquello con una risa forzada.


-Jajaja, y yo Montse.

-Hola Montse. Tengo que confesarte que eres la primera abogada que conozco… Bueno, voluntariamente, jajaja.  ¿Mejor? –me dijo mirándome de soslayo-.

Refrené mi primer iimpulso (mi primer impulso fue soltarle un guantazo).


-Cualquier cosa es mejor que jugosita…capullo…que eres un capullo -le dije yo en tono bajo-.

-¿Os conocéis hace mucho Marisa y tú?-preguntó Josep a Montse-.

-Oh bueno, coincidimos en el gimnasio y nuestros hijos van al mismo colegio.

-Sí, y además las dos estábamos en el comité del carnaval, vendiendo galletas de anís-dijo Marisa riendo-. Por cierto me toca preparar la merienda el martes, ¿me ayudarás?-añadió mirando a Montse-.

-Claro, no hay problema-dijo ella-.

-Gracias.

Lancé una mirada rápida a  la amiga de Marisa  y vi que se humedecía los labios con la lengua.

-Bueno, ¿nos marchamos? –añadí sonriendo-.

Montse miró a Marisa. Una mirada rápida, significativa, que no supe interpretar. Ella se mordió el labio y sus dientes brillaron sobre la grana de su boca. Las dos hicieron una señal de asentimiento.
Ya en el coche, durante un par de minutos, Marisa que estaba a mi lado permaneció callada, mirando la carretera, hasta que rompió el silencio para pedirme un cigarrillo. Se lo entregué y le tendí el encendedor del tablero. Cuando hubo prendido el pitillo, le dio una prolongada chupada y lanzó por la ventanilla una bocanada de humo azulado.
Fui a decir algo sobre la noche,  la falta de alumbrado público, pero no llegó a mis labios. La luna, que se había escondido detrás de las nubes, salió el tiempo suficiente para bañar la tierra con un brillante reguero de pálida luz amarilla, que arrojaba a través de la carretera sombras sorprendentemente largas.
Montse estaba detrás con Josep. Cuando subió al coche advertí en su rostro una expresión que no había tenido antes. Sus rasgos se habían suavizado y aquella mascarilla de hielo que parecía cubrirlos se había evaporado. Podía darme cuenta de que me estaba observando. Sabía cuándo bajaba los ojos y los fijaba en su regazo y cuándo los dirigía de nuevo al retrovisor que ejercía de chivato. Fui a decir algo, pero lo pensé mejor y cerré  la boca, tragándome las palabras. Que Josep le diga algo, a ver si acaba de joderlo todo -pensé para mí-.

Al llegar a la calle Aribau, a la altura de la sala de baile, detuve el coche, bajé y  abrí la puerta trasera. Montse tenía desabrochado la trinchera y me sonreía. La prenda, muy abierta, sólo mostraba su vestido negro. Parecía hecho exclusivamente para ella; se amoldaba a su cuerpo y realzaba deliciosamente sus armoniosas formas.  Una invitación para explorar las curvas y los valles escondidos en las sombras que se movían al ritmo de su respiración. Sus piernas eran encantadoras columnas de seda, y lo bastante sugestivas para obligarle a uno a apartar los ojos de la opulenta mata de cabellos que se esparcía por sus hombros como la lava de un volcán. Alargué una mano, cogí la suya, era tan suave y fina como lo parecía,   y la ayudé a salir. Me sonrió, con una sonrisa ardorosa como el fuego. Era su modo de corresponder a mi favor. Luego  bajó los ojos y toda aquella belleza que tanto tiempo había tenido escondida bajo una máscara de frialdad y de indiferencia surgió mágicamente.
Debo reconocer que cuando la conocí por primera vez pensé, “La chica no es gran cosa. Un buen palmito, sí, y una mente despejada, pero nada más”. Ya me entienden. Y sin embargo ahora la veía deliciosamente bonita. La dureza de su rostro se había desvanecido. Su pelo era un marco argénteo que reflejaba la belleza de su rostro, y al mismo tiempo, tuve la sensación de que emanaba de toda ella  un olor limpio, acre, que parecía segregarse distintamente del perfume que llevaba.

Mientras sucedía eso, tras de mí,  se cerró la otra puerta violentamente  y creí sentir, detrás de mi cabeza, los ojos de Marisa clavarse en mi nuca como dos saetas envenenadas en curare. Me giré, la miré, y fue entonces cuando advertí el cambio que se estaba operando en ella. Esta vez no era la Marisa despreocupada o empavorecida de siempre. Era una Marisa resuelta, que se prendió de mi brazo y se apretujó contra mí con una auténtica sonrisa maquiavélica en los labios.

-Tan atento...tan dulce y encantador... como siempre-murmulló ella-.

-Sí, bueno, ya me conoces, siempre dando lo mejor de mí. Soy un hombre con muchos estratos. Como la Tierra tengo una corteza y un manto, pero a diferencia de ella mi núcleo es puro caramelo.

-Ya, pero recuerda lo que dijo Nietzsche: “Quien siempre da corre peligro de perder la vergüenza.”

(Continuará…)

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