05 enero 2013

Un corazón vacio es una invitación para el diablo.


Era al atardecer. Un torrente de pensamientos se amontonaba y luchaba en mi interior por ordenarse. Dicen, los románticos, que el amor es, entre otras cosas, mirar con los ojos del alma al centro mismo de la otra persona y no ver más que poesía. Otros, más sabios, que sólo conoce el verdadero amor aquel que ama sin esperanza. Finalmente están los que confunden el amor con el encoñamiento. Pero el  encoñamiento es otra cosa, aunque muchas veces el corazón no lo sabe, y si lo sabe, lo omite.
¿Conocen esa clase de mujeres que respiran peligro por todos los poros? Las ves,  y todas las sirenas de seguridad de tu cerebro se disparan, pero aun así le pides su número de teléfono. Ella era ese tipo de mujer. Se llevaría el primer premio en todos los concursos de “Femme  fatale”, pero a diferencia de las típicas vampiresas, tenía los colmillos en la mirada.  La conocí en un bar, y créanme si les digo que me pasé  5 años jugando a aquí te pillo  aquí te chupo como  aprendiz del señor de las tinieblas.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Caía el crepúsculo. El sol rojizo del atardecer lucía sobre las delgadas crines blancas de las negras ondas, sin una nube sobre su órbita. Sus colores al acercarse a la línea del horizonte se mezclaban con la negrura del mar, surcándose de saetas de luz, suavemente ondulantes, al compás de las leves olas de la superficie. La brisa silbaba entre sus rayos sesgados, tristes y fríos que caían de lleno en las dilatadas pupilas sin hacer pestañear los párpados.
Ella estaba en la terraza de aquel local de copas,  mirando el mar. Llevaba un vestido de color negro, tan negro como su conciencia, que la tapaba y al mismo tiempo lo insinuaba todo. Era la imagen viva de la voluptuosidad, una estatua de bronce caliente  que se estremecía con la brisa del estertor del día como la ultima hoja de un árbol que se muere. Me acerqué lentamente dejando que oyera mis pasos. Se quedó rígida un instante sobre sus tacones; tacones   de sexo que partían mi alma,  tacones de caderas sueltas que aventaban mi locura…Tacones para amar. Se giró, y con el gesto,  el borde del vestido ascendió rápidamente, permitiendo mostrar las redondeces de una simetría mágica, terminando en el puro deleite del color aurífero de sus muslos. Bajo una frente límpida, enmarcados por los arcos simétricos de oscuras cejas de tonalidad natural, resaltaban, llenos de vida unos hermosos ojos, expresivos y enigmáticos, asombrosos y perturbadores.

-¿Quieres un cigarrillo?-le dije -.

-Claro, gracias. ¿Te aburre esa gente  tanto como a mí, verdad?-contestó ella señalando con su mirada la sala repleta  del bar-.

-No he venido a divertirme, he venido por ti. Llevo días observándote. Eres muy deseable. No es tu rostro, ni tu físico, ni tu voz...son tus ojos, las cosas que veo en tus ojos.

-¿Y qué ves en mis ojos?

Me acerqué aún más. Olía como creo deben oler los ángeles.

- La eternidad, un atardecer en el ártico, una serenidad salvaje.  Quieres huir, pero no puedes. Afrontarás lo que tienes que afrontar. Pero no lo quieres hacer sola...

-No, no quiero hacerlo  yo sola.

En los labios de aquella chica esas palabras no eran más que un dulce murmullo en la oscuridad. Un murmullo que me provocó oleadas de pasión.
Respiré profundamente para controlar mi propio deseo y la cogí dulcemente por la cintura. Ella arqueó el cuerpo contra mi mano, y sentí como se estremecía.  Bajé la mano suavemente y le acaricié los muslos. Ella suspiró al notar la suave calidez de mi mano. Cuando la oí gemir, volví a acariciarla y noté la humedad caliente de ella en mis dedos…

…De fondo sonaba “Girl, you’ll be a woman soon”…Y la besé.


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