13 julio 2012

El sufrimiento.


Templados por la galbana de sus sordideces, el encargado de sintonizar los hechos pasados en las ficciones presentes es incapaz de no aterrarse ante cualquier clase de sufrimiento, por pequeño que sea. Cualquier aprobación necesaria para seguir cometiendo errores, cualquier golpe de la vida, son tomados como ultrajes intolerables, dignos de malevolencias y de extirpación.
¡Qué falencia de miras cortas! Filosofando únicamente en la complacencia inmediata, el  primer intruso de la tierra no logra estabilidad duradera. Y lo incuestionable es que el ego, digan lo que digan, el fanatismo de botiquín con caridad de mendrugo que pugna por el apostolado jurídico mundial para santificar un prototipo caramelizado de ser humano frente al cual toda divergencia parezca una amenaza y cualquier oposición una herejía excomulgada de la historia, y las Constituciones, necesita labrarse con cincel, como la escultura hermosa. Antes de alcanzar la Iluminación y convertirse en Buda, Siddhartha tuvo que salir de los muros de su edulcorado palacio y sentir así la indefensión, para conocer las Cuatro Nobles Verdades, que conforman el primero de los ocho pasos del Sendero emprendido por el individuo que se ha resignado al santísimo gusto de expulsar de su rutina a los intrusos ante la incapacidad mental o material de eliminarlos.
Quebrar y aronadar el apéndice invisible relleno de amor propio que se afana en estorbar al sujeto cuando pretende estar activo y se dedica a importunarlo cuando decide relajarse y los caprichos del ego supone dejar florecer la esencia que dormía oculta debajo: el legítimo Yo, el Sí impersonal y aformal que late bajo todo el Cosmos revelado y que solamente en el camino hacia la espiritualidad va desprendiéndose de dermis espurias. Una humillación sobrellevada convenientemente avienta la soberbia, que no es sino una principio excesivo de la propia homogeneidad que ha terminado por cristalizarse. Una perspectiva o una frustración nos hace pacientes, más rugosos, nos mitiga. Incluso un golpe físico es una circunstancia propicia para evitar el sufrimiento adquiriendo a través de la herida del alma por donde se desangra la razón, conciencia de la inanidad de la materia, del poco fruto que tienen los imprevistos sobre el cuerpo de uno si no le presta importancia a su mutilación.
Ahora bien, el sufrimiento demanda una guía, una regla y un arbotante que le confiera forma, de lo contrario, el desconcierto, el resentimiento y la inquina pueden emponzoñar toda inversión promisoria. La dispensa de dolor ha de ser litúrgica, de lindes metafísicos. No es lo mismo un cilicio que una algarada de profanadores y blasfemos; no todos seríamos lo bastante estoicos como para trocar el periplo infernal en un camino iniciático.
La inmolación total es la completa muerte de quien no duda ni por un momento; algo reservado a Dios o a los intercesores y mártires. Para los demás, nos están reservadas pequeñas dosis, cultivadas y seleccionadas por la práctica y por la existencia a la que están abocados la piara de náufragos. Como en la arquitectura, la resiliencia nos permite apilar y absorber energía de distorsión y reutilizarla con un rebote en trayectoria a los cielos. El hombre frívolo y disperso, el retrasado mental socialmente integrado que, entre otras escaramuzas que él supone heroicidades, destaca por su afición a perseguir el éxito amparado en la presunción de creerse adorable,  merece sufrir. Dios nos debe ese regalo.

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