16 mayo 2012

Aprendiendo de Krishnamurti y Cortázar.

Ayer leí una frase de Jiddu Krisnamurti: “No es saludable estar muy adaptado a una sociedad profundamente enferma”, y me hizo pensar. También leí en el muro de una amiga un relato, o artículo, de Julio Cortázar que me gustó sumamente. Y decidí fundir los dos. Que me perdonen si lo leen desde el más allá, y si no, también. Hace años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la inadaptabilidad me parece un tema muy desagradable, especialmente si es el inadaptado quien lo expone.
Puede que la palabra inadaptado sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y calentita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de emplear cualquier otra como desarraigado, aislado, descentrado o rebelde y que después los mismos amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero ser un inadaptado, lo pone a uno completamente aparte, es cierto, y aunque tiene sus cosas malas es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma adaptabilidad e inclusión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va bien. Lo triste es que todo va mal cuando uno es un inadaptado, por ejemplo en las reuniones sociales, yo voy a esas reuniones con mi pareja y algún amigo, hay comentarios, conversaciones idiotas, superficiales o pueriles y es seguro que apenas empiece a oírlos voy a encontrar que todos son una “puta mierda”. Me exaspero o me irrito enormemente, los diálogos o los gestos o las risitas me llegan como visiones sobrenaturales, me “cagoentó”, reprendo hasta romperme las cuerdas vocales y a veces me lloran los ojos de pura rabia, y en todo caso me entristezco de vivir y de haber tenido la mala suerte de ir esa noche a esa mierda de reunión,  donde gentes insignificantes y ordinarias están diciendo con esas sonrisas de lelos ignotos cosas que a mí me la traen al pairo, inventando un lugar de imbecilidad discrecional y de encuentro, algo que les ayuda seguramente a rellenar  de momentos insulsos sus miserables vidas en las que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el tiempo. Nada.
      Y así estoy desilusionado y tan aburrido que cuando llega el momento de ir al buffet me levanto desencantado y sigo pitando a los personajillos, y le digo a mi pareja que esos malabaristas de la superficialidad son los que manejan el mundo y que su conversación hablando de restaurantes “Chics” y cruceros carísimos es absolutamente inaguantable. Mi pareja me mira y asiente, pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que su irritación y su fastidio no han sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo que también  ha resoplado pero nunca como yo, y también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e inteligencia que toda esa gente es el fiel reflejo de nuestra sociedad y que los allí presentes no son mala gente, pero que desde luego no hay gran humanidad en las ideas, sin contar que los colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas y cosas. Cuando mi pareja o mi amigo dicen eso --lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad-- yo comprendo que soy un inadaptado, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que lo decepciona algo que pasa, de modo que la caída repentina en la inadaptabilidad le llega como al corcho que se ha pasado años en el sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y no es más que corcho. Me gustaría defender a los imbéciles superficiales o a los que les ríen las "gracietas", porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi pareja me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan infausto como a mí me parecía (pero en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente estaba transportado por lo que ocurría como inadaptado que soy, y me bastaba para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi pareja o con mis amigos porque sé que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por el desánimo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de retener todavía las últimas chorradas del gordo sudoroso que se arrastraba como babosa en mitad del jardín, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio que admitir la brillantez de lo que he oído y que sólo me ha decepcionado porque no acepto cualquier cosa o persona que tenga colores y formas tan uniformes. Recaigo en la conciencia de que soy un inadaptado, de que cualquier cosa basta para aburrirme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he padecido y sufrido esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros inadaptados que han estado escuchando  o haciendo ver que escuchaban, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tan pocos los inadaptados que esa noche se han dado cita en esa casa para beber y cenar y joderse. Lo peor es que a los pocos días vuelvo a otra reunión y me pasa lo mismo, y la crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con lo que tan sensata e inteligentemente han visto y dicho mi pareja o mis amigos. Ahora estoy seguro de que no ser un inadaptado es una de las cosas más importantes para la vida feliz de un hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido, por ejemplo acabo de ver un pulpo que nadaba en uno de los acuarios de aquella casa maravillosa, y era de una hermosura tan suprema que no pude menos que observarlo y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su plasticidad, la tenebrosidad petulante de sus ojos, esos ocho tentáculos poderosos que braceaban en el agua del acuario y que se iban abriendo paso hasta perderse en la corta distancia de esa cárcel acristalada. Mi entusiasmo no nace solamente del pulpo, es algo que el pulpo cuaja de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, el sándwich de mortadela italiana, los botones para encender o apagar la luz (una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de delicia que no debería terminar más. Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota e inadaptado, pero eligen las palabras) y que no es posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den Indiana jones en busca del arca perdida? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es realmente un inadaptado, se gasta cuando uno es inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y por eso aunque yo corra de un lado a otro del acuario para ver mejor el pulpo, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si me gusta como cantan los tres tenores el Nessum Dorma. Ahora que lo pienso la inadaptabilidad debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. La inadaptabilidad debe ser una especie de presencia y recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrecita amarilla, ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la vía muerta de aquella estación, ahora me gusta ese cartel arrancado y sucio. Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el inadaptado perfecto en su inadaptabilidad que no sabe que es un inadaptado y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase imbécil lo devuelva a la conciencia de su inadaptabilidad y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un inadaptado tiene que vivir, claro que hasta la visión de otro pulpo u otro cartel descolorido y ajado, y así siempre.

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