12 mayo 2012

Las aventuras de Ton en Cabo Verde.

…Un coche negro se acercó hasta detenerse en la puerta principal de la mansión “Villa Évora”. Eran las nueve y ya había anochecido. La lluvia de agosto golpeaba las ventanas del salón, así que las personas reunidas allí no podían ver quién conducía el vehículo. Pero había pocas dudas sobre la identidad del recién llegado.


— ¡Supongo que ahí está tu viejo amigo! —dijo el novio con satisfacción.

Vestía un elegante smoking. Miró su reloj de oro  y se tocó el canoso bigote.

—Muy puntual. Buena señal -añadió-. Admiro a los hombres que conocen el valor de la puntualidad.
—Espero que hayamos hecho lo correcto —murmuró Belén Trinkova, preocupada.

Ella estaba sentada al lado de él con un vaso de Sherry en la mano. También estaba vestida para la cena. Su vestimenta era casi tan correcta como su maduro novio, y la llevaba con una elegancia que su edad no había podido disminuir. Belén podría ser experimentada, pero, desde luego, no era vieja. De hecho, era extraordinariamente atractiva. Había algo de inocente en su cara, a pesar de que debía de estar cerca de los cuarenta y tantos. Su aspecto era de maestra de escuela o bibliotecaria. Probablemente había leído muchas novelas de Milán Kundera, pero ahora ya no, y seguía luchando interiormente por creer que los hombres eran una especie de caballeros andantes que luchaban por qué resplandecieran la verdad y la justicia. Definitivamente no era el estereotipo de “femme fatale”. Sin embargo, ningún hombre podría negar que hubiera sentido un impulso irresistible de introducir sus dedos en la melena de rizos negros que adornaba su cabeza. Parecía una mujer delgada, pero no carecía de curvas.
 El Novio bebió un trago de su Martini y miró  a Belén a través de las gruesas lentes de sus gafas.

—Hemos hablado de ello más de cien veces, Belén. No teníamos otra elección. Ton se iba a enterar tarde o temprano.  A veces hay que evitar males mayores adelantándose a los acontecimientos.

Él tenía unos cuantos años más que ella, pero sus antecedentes, como veremos más adelante, eran muy diferentes. A él no le habían enseñado de pequeño a ser elegante. Para él, vestirse para la cena significaba ponerse un smoking sin reparar en si los calcetines iban a juego. Además aquella noche se había colocado encima todo el oro de Fort Knox. Incluso lucía un medallón de Swarosky sobre su camisa de popelina con volantes.
Salimos del coche, mi inseparable amigo Abdul y yo, y nos dirigimos a la mansión. Mientras caminábamos me preguntó:

— ¿Hace mucho que la conoces?
— Sí. Se presentó en el campus de la Universidad de verano de Santander un fin de semana del año 87 para tomar apuntes… y se quedó un mes. Ha pasado desde entonces mucho tiempo. Era brillante, y muy sobresaliente en razonamiento abstracto. Me obsequiaba con acertijos matemáticos, y siempre me dejaba usar su coche. La verdad es que el hecho de que no tenía carné de conducir ayudaba mucho.

Entramos, me detuve en el umbral del majestuoso salón, y Abdul me dijo:

— ¿Y ese que está a su lado es su esposo?
— Aun no, será el numero 3. De uno se divorció, otro se suicidó. Eso fue antes de que viniera aquí, a Cabo Verde.
— Creo –dijo Abdul- que esa brillante chica no ha sido brillante en lo que a esposos se refiere.
— Creo que ha perdido algo que no encuentra, en alguna parte del camino –repliqué yo-.

Belén nos vio, se giró hacia su novio y le dijo:

— Oh, disculpa, ahora vuelvo…

Salió con paso ligero hacia nosotros, pero antes se miró en el espejo que colgaba cerca de la chimenea. Aquella noche había elegido un traje pantalón de seda negra que sabía realzaba su esbelta figura. Su melena de rizos, negros como una noche sin Luna, estaba recogida y sujeta con un pequeño foulard con la bandera de Cabo Verde, en una coleta sobre la nuca. Se observó con ojos críticos. Quería, supongo, que la encontrara sofisticada y eficiente.

— Ton, te agradezco mucho que hayas venido a mi fiesta.

La miré embelesado. Abdul también, pero él  parecía que acabara de salir de la sala de urgencias del hospital más cercano. Estaba en estado de shock.

— ¡Preciosa!
— ¿Qué?-dijo ella sonriendo-.
— ¡Preciosa! -repetí-.

Me miró asombrada, y el corazón pareció darle un vuelco.

— Ah, jajaja, gracias.
— Bonita fiesta.
— Te lo agradezco
— Y buen pianista -dijo Abdul mirando hacia el enorme piano que tocaba un músico de color… negro-.
Es Johnny “Dedos largos”, ha venido directamente desde Nueva Orleans ¿le agrada, Señor…?
Abdul, -inclinó la cabeza-, me llamo Abdul Bagud del oasis de Baghera yihad. , y he brotado de la frente de la estirpe de mi señor Mahoma, que las bendiciones sean con él.

Belén tosió discretamente.

— Encantada señor Bagud.
— Bueno, creo que iré a dar una vuelta -dijo Abdul para dejarnos a solas-.
— Sí, muy bien…, si le apetece una copa puede pedirla.
Se lo agradezco, pero no bebo nunca, mi profeta Mahoma, las bendiciones y la paz sean con él, me lo prohíbe.

Belén carraspeó.

— Ah, sí, claro, lo entiendo.
— Mi profeta Mahoma, las bendiciones y la paz sean con él, es muy estricto con esas cosas…pero aprovecharé para a hablar con el pianista-replicó Abdul mientras se alejaba-.

Belén carraspeó de nuevo, luego me miró con decisión. Era fácil leer sus pensamientos. Suspiró y me dijo:

— ¿Bailamos?

Sonreí lentamente al tiempo que sentí una oleada de excitación.

— Sí, claro, yo soy lo mejor que hay disponible -contesté mirando a mi alrededor-.
— Bien.

Nos dirigimos al centro de la sala, y la cogí por la cintura para marcarle el ritmo salsero que resonaba en el salón.

— Veo que aun sigues siendo un gran bailarín-me dijo-.

La miré pensativo.

— ¿Es eso cierto?

Ella asintió.

— Gracias, por el elogio-contesté-.
— De todos los hombres que he conocido en mi vida, tú eres el que se ha quedado en mi memoria.
— Hace mucho que nos conocemos, ¿verdad, Belén?
— Si…sabes, viéndote entrar hoy he vuelto a sentir las mismas emociones de antes.
— Dime, ¿donde fuiste después de dejarme aquella noche?
— Me fui con Pedro Jorge Ramírez.
— ¿Con quién?
— Con Pedro Jorge Ramírez, el director del diario “El Globo”…finalmente me dejó por mi mejor amiga, Eva.  Ahora me voy a casar con Ricky, ahí está, hablando con mi amiga Susana, esa bruja no me lo robará, ella no sabe trazar las curvas Besiers como yo. Es guapo, ¿no crees?
— Belén, yo solo veo a uno más en tu vida, solo eso.
— Nada de eso, te aseguro que no esta vez…Escucha, al fin pude hallar lo que buscaba. Por fin se acabó el deambular sin horizonte de mi corazón. Esta vez se enamoró.
— Ojala en esta ocasión sea en serio.

Mientras tanto, Abdul estaba con el pianista de color…negro, hablando y husmeando, creo.

— Hola, ¿qué tal? Me llamo Abdul Bagud  del oasis de Baghera yihad, y he brotado de la frente de la estirpe de mi señor Mahoma, que las bendiciones sean con él.
— Es un placer, yo soy Johnny…de Nueva Orleans.
— Abdul lo miró fijamente, como solo él sabe hacer, y le dijo:
—Johnny ¿Le gusta su trabajo?
—Me encanta.
— Se nota ¿Johnny, quien es ella? -Preguntó Abdul señalando a Belén -.
—Su nombre es Belén Trinkova, mantiene el apellido de su primer marido, un ruso muy rico de San Petersburgo. Somos amigos desde que la conocí en Nueva Orleans. Seguía culpándose a sí misma del Tsunami que asoló la ciudad  cuando la abordé. Estaba bebiendo en un rincón de la barra del “Jazz Club”. Me acerqué a ella y la invité a una copa. Luego le dije que el Tsunami no era culpa suya, que tarde o temprano tenía que pasar. Estuve más de una hora hablándole del cambio climático, y de otras desgracias naturales que habían ocurrido en el mundo. Aún recuerdo como si fuera ayer lo que me contestó: “Sí, eso me hace sentir mucho mejor.”
 Y nos hicimos amigos.

—  Ah, ¿Y por qué es tan importante, y rica?
— Por ganar un millón de euros en un premio de Infografía convocado por uno de los mafiosos más ricos de Cabo Verde. “Ricky el Porompompero”.
— Ah, ¿entonces es infógrafa?
— Lo era, ahora es “Rica”-remató Johnny-.
— Ya lo veo ¿Y qué es lo que dibujó para ganar el concurso?
— Un cargamento de alcaloides.

Abdul respiró cuidadosamente y frunció el ceño.

— ¿Cómo?
— Dibujó un cargamento de alcaloides. Lo hizo tan bien que él la pidió en matrimonio. Pero ella, en aquella ocasión, se negó. Todo el mundo cree que Ricky el Poromponpero, finalmente, accedió a aprender a dibujar y trazar “curvas Besiers”, y ella, entonces, aceptó casarse con él.
— Está bien. ¿Y... como hizo el resto de su fortuna?
— Con el millón del premio compró municiones y armas. Dicen que está mezclada en una revolución, quizás en Sudamérica, Centroamérica, o…Norteamérica.
— ¿Y las armas donde están?
 — Se cree que aquí, en Cabo Verde.

Varias horas después, la fiesta acabada, y ya de vuelta al hotel, yacía apoyado contra los almohadones, contemplando el baldaquín de mi cama. Pensaba alternativamente en tres cosas diferentes: en el reencuentro con Belén, en la historia que Abdul me había contado referente a sus actividades revolucionarias, y en Lola. De las tres, la idea de Lola durmiendo en otra cama a miles de kilómetros de distancia era lo que más me turbaba, pero decidí aparcar la idea, suspiré, y volví a pensar en Belén. La verdad era que me había sentido fascinado por ella desde el momento en que la conocí. Tal vez fuera su audacia al presentarse a un concurso de infografía convocado por un mafioso de Cabo Verde. La mayoría de la gente nunca lo habría hecho.
Sin duda, había necesitado valor. Y yo admiraba el valor.
Me coloqué de lado y lancé un gemido. Intenté decidir qué era lo que me gustaba tanto de ella. No era una gran belleza y, para ser una infografista de apellido tan sonoro, tenía una lengua muy afilada. Pero había algo en ella que me atraía sin remedio y, después de pensar un rato en ello, creí haber descubierto lo que era.
Había reconocido en Belén el mismo deseo ingenuo de ayudar a los débiles e inocentes que yo tuviera en el pasado y que me condujo a meterme en tantos líos. Aquello explicaba, sin duda, que, de ser verdad,  se hubiera metido en temas revolucionarios. Estaba haciendo todo lo posible por proteger a los más débiles y desprotegidos.
Estaba claro que Belén Trinkova no había aprendido todavía que el trabajo de caballero andante era una pérdida de tiempo y una tarea que nadie solía agradecer.
Miré el reloj de la mesilla de noche y, al ver lo avanzado de la hora, intenté olvidar mis pensamientos y dormir. Un rato después, convencido de que aquello no me iba a resultar fácil, decidí que, ya que no podía dormir, podía empezar a dibujar. Antes o después tendría que descubrir si era capaz de hacerlo.

(…Continuará)

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