30 julio 2011

Las aventuras de Ton y Lola (Perdidos en el desierto capítulo X)

…Encendí un cigarrillo y con la mente abrumada salí al jardín. De noche y desde aquí todo parecía tan bonito. Resultaba tan hermoso. Daría lo que fuera por estar allí arriba –pensé para mí-.  Millones de estrellas, y sin embargo, agujas en un pajar celestial. Existen más estrellas en el firmamento que granos de arena  sobre la tierra.  A través de telescopios gigantescos los científicos constantemente alcanzan los puntos infinitesimales de nuestro sistema solar. Buscan nuevos descubrimientos y los encuentran. Y así consiguen un mejor entendimiento de las leyes del universo.  Sin embargo yo seguía en el pleistoceno y en la oscuridad más absoluta en todo lo tocante a las mujeres. Pero Lola… ella era otra cosa. No era una copia más. Lola era como sirio, la estrella más brillante del Universo conocido. Veinte veces más brillante que nuestro sol. También como sirio, Lola era en realidad un sistema estelar binario compuesto de dos estrellas que orbitaban mutuamente alrededor de un Yo común. Y esto es lo que me atraía de ella, casi de forma enfermiza. Esa dualidad. Esa plasticidad mental y emocional que le permitía ser siempre feliz. Aristóteles dijo que la felicidad es un hábito, o el resultado de varios hábitos. Yo sabía que ella no había leído nunca a Aristóteles, pero cuanto habría aprendido él, de conocer a Lola.
Seguía fumando y mirando aquel cielo moteado de estrellas. No podía ni quería quitármela de la cabeza, y siguiendo mi instinto, di una vuelta más de tuerca a mi atormentada existencia y me sumergí una vez más en los recuerdos. Recordé como nos conocimos. Recordé como aquella agradable y placentera noche de verano de 1985 vagaba sin rumbo, buscando un último garito en el que dejar derrumbar mis sentidos. Recordé como me sentía; como un habitante de un planeta moribundo escudriñando el horizonte en busca de una charca donde saciar el ansia de seguir viviendo. El antro que tenía más próximo se llamaba “Mueve el culito”, un local sumergido en una atmósfera irrespirable de humo y vapor de alcohol, pero con fama de cobijar la bailarina más cautivadora, cuya temperatura en su ecuador era la del plomo derretido. No lo dudé más, y con lentitud y seguridad entré. Me acerqué a la barra, punto de anclaje para los náufragos de la noche, y pedí un gin-tonic. Luego me giré y dirigí la mirada al  escenario, donde la vi. Movía su espectacular cuerpo entre titánicas moles de lava y hielo artificiales que caían desde las cumbres coronadas de vapor de CO2 congelado que formaban la decoración arquitectónica de la escenografía. Recuerdo que me estremecí y palpité al contemplarla. Mirarla bailar tan sensualmente era como ver la vida extenderse, y la conciencia expandirse. Aquella mujer era lo más semejante a una diosa, y parecía tener la facultad de plegar el espacio y el tiempo, es decir, de viajar a cualquier corazón yermo y desolado sin necesidad de moverse.  Esa divinidad era Irene, también conocida con el nombre de Lola. Tenía unas piernas cálidas e interminable y una mirada calculadora que parecía desprender polvos cósmicos.  Recuerdo que en aquel momento sentí que mi corazón sufría una presión atmosférica terrible.    De todas las mujeres que había conocido, en la larga travesía de mi desierto emocional solo ella mostraba el verdor de la vegetación y el brillo del agua. Era como un oasis milagroso e inesperado, y poseía un magnetismo irresistible que no me hizo suponer que un destino terrible se cernía sobre mí, ni que desde las tinieblas del deseo carnal, empezaba a caer en un viaje sin retorno…en una noche eterna de frio perpetuo.
Terminó su actuación y se dirigió a la barra. Se sentó en el taburete de torniquete y pidió un bourbon al camarero negro con pinta de matón. Encendió un cigarrillo, y a través de las delgadas gasas de humo que ascendían parsimoniosas y cimbreantes hacia la tenue luz que coronaba su hermosa y refulgente cabellera, me miró. Aquellos dos ojos de depredadora de la noche habituados a traspasar la oscuridad me tenían apresado. Era como si una fuerza poderosa e invisible me hubiera inmovilizado. Recuerdo como primero me inspeccionó con fría brevedad. Sus ojos observaban con mirada impersonal. Luego mutaron, empezaron a brillar, y me miraron directamente, sin pestañear, con atención, como si quisiera traspasar mi mente para saber que estaba pensando en ese preciso momento. Todo eso duró muy poco…unos segundos…pero si se midiera  por mi impresión, transcurrió casi una eternidad…desde luego mucho más tiempo que el que pasó realmente…
 Entonces giró levemente sobre sí  y con un gesto de sensualidad que nunca he podido olvidar,  me dijo:
-Ven aquí.
Cogí mi copa, apagué el cigarrillo en el cenicero repleto de cáscaras de cacahuete y colillas mal olientes, y me senté a su lado, rozando su cadera involuntariamente.
-¿Como te llamas? -me preguntó mientras recorría mi cuerpo con la mirada, en una lenta declinación.
Yo la seguía mirando. Parecía envuelta en una especie de aura a la que contribuía su eléctrica belleza. Una verdadera delicia para los sentidos –pensé, mientras mis ojos chispeantes prendían la luz modelada por aquel cuerpo hermoso. Saboreé su perfección durante unos segundos antes de contestar. Quería grabar aquel lienzo iluminado en mi memoria para siempre. Era rubia, con una melena brillante y exuberante que resplandecía como el pelaje de un felino. Mis ojos se detuvieron en la suave curva de sus senos, que el amplio escote dejaba casi al descubierto. Los dorados pechos marciales de aquella mujer no cesaban de mirarme con descaro, y sus ojos de color verde, rutilantes y rodeados por oscuras y largas pestañas negras, me miraban con mayor fijeza si cabe, y debo reconocer, que aquel borbollón de sensualidad que escapaba apresurada y deliberadamente de sus rojos labios húmedos y carnosos, llegó casi a turbarme.
-Tony-contesté.
-Ves esto-me dijo señalando sus piernas ligeramente entreabiertas.
Sorprendido, bajé la mirada, y las miré. Eran como las columnas que sostenían el frontispicio de la puerta de entrada al paraíso. Luego, levanté la vista, clavé mis ojos en los suyos, y un sudor ardiente me recorrió de arriba abajo.
- Mete la mano -me dijo manteniendo el pulso de mi mirada, sin permitir tan solo un pestañeo de sus párpados pintados de argéntea purpurina.

(Continuará…)

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