13 agosto 2012

¡Ay, el Amor!


Decía Nietzsche que lo que se escribe durante el insomnio es lo más sincero o lo más trivial que un hombre puede escribir, sin que en ocasiones puedan distinguirse. Trivial porque bien puede no ser más que el mero relleno del tiempo, el elixir para atraer el sueño. Lo más sincero porque en un estado de vigilia total es cuando uno, en virtud de la desesperación, está más capacitado de enfrentarse a sus propias creencias, ésas que ningún hombre es lo bastante valiente como para reconocer en su interior.

A lo que a mi refiere, no sé si un embrujo, o los torzales de una temporada extraña de perturbadora soledad, el caso es que el perfume de la presencia femenina me atenaza de nuevo. Lo percibo en las sinuosidades de los rostros plácidos que me cruzo en las calles. Yo procuro caminar fijando mi atención en mis subterráneos pensamientos, ciñéndome a los deberes más estrictos, pero allí también está, y con un estatismo aún más amargo. Casi diría  que el clima llameante tampoco ayuda, y las piernas y los pechos se vuelven crueles. Y es entonces, tal vez por triste melancolía, que recuerdo unos versos de Jean Nicolás Arthur Rimbaud, uno de los más grandes poetas franceses del movimiento simbolista junto a Mallarmé, que dicen así:

“En el atardecer del verano caminaré por los senderos
Picoteado por el trigo pisando la hierba menuda:
Soñador, notaré su frescura en los pies.
Dejaré que el viento bañe mi cabeza desnuda.

 No hablaré, ni pensaré en nada,
Pero el amor infinito invadirá mi alma.
Y partiré lejos, muy lejos, como un bohemio
en libertad y feliz, como en compañía de una mujer.”

Sí que hay, es cierto, un reverso de pesadez en los encantos sensuales del mundo de las formas, cuya mayor cima es, a ojos de los hombres, el cuerpo femenino, pero me resisto a señalar con el dedo trémolo al simbolismo de Eva, como un fanático cualquiera, o recordar a las cinco falsarias con las que Mara tentó al Sakyamuni. No hay nada perverso y maligno en la mujer en sí misma: contrariamente, es el símbolo de toda doctrina que requiere un cierto grado de iniciación en las grandes y no tan grandes tradiciones. Tara, por ejemplo, para los budistas tántricos; María Magdalena para el cristianismo; Fátima para el Islam; la Virgen María para ambos dos, y, en la polimorfa India, cada Deva tiene su shakti, hasta un número casi infinito.

Por eso ella, y solo ella, no es mero capricho de mi sinrazón, que tal vez también, quién sabe, es, ante todo, la percepción de que hay, entre los muchos caminos de desconcierto y confusión que comunican, o incomunican, a dos egos tan distintos, un camino que nos empuja a lo mismo con la sencillez de la línea recta, hacia frenesíes y porciones del corazón enamorado. Si mi corazón, no yo, que también, la ha querido escoger, ha sido sin duda porque ese camino existe y no es tan dramático como establecen las creencias en apariencia sensatas.
Por eso ella es ella y no es otra. ¿Pero como determinar que ella es ella y no es las demás?  El amor lo determinará; un par de conversaciones, una muestra de gestos distraídos, una sonrisa abierta como el firmamento sobran para deducir con la sutileza del corazón quién, del círculo circunstancial de las formas, es el complemento de la forma a la que reconoceremos entre todas las demás. Cierto es que casi todos contamos equivocaciones de ese sutil corazón, pero siempre hay un trasfondo de verdad, pues en todas y cada una de ellas hay mucho de nosotros mismos. Se trata de una ley muy primitiva y referida; se trata de la magia del amor, y reside infinitamente más en el dar que en el recibir, al fin y al cabo, cuando dos enamorados unen sus manos, sin quererlo, ensanchan el pecho y se vacían para llenarse del otro en un santo broche de éxtasis.

Es por ello que, y ahora quiero hablar en general y no solo de mi,  frente a la multitud de seducciones inconscientes a las que nos vemos constantemente sometidos, es imprescindible responder no con un ascetismo riguroso, que en casos de personalidades inexpertas se vuelve nefasto, sino con una voluntad igualmente femenina y niveladora. Pues entre todas las feminidades que acechan, desequilibran y roen el alma, siempre hay una que llama con especial luminosidad, enamorando. Y créanme, no será ni más hermosa, ni más sabia, ni más santa que otras, pero sí más sugerente.

Descifrar sus misteriosos jeroglíficos es tarea del individuo que los descubre; y transformar el deseo en amor es el ardid más audaz con el que puede burlarse al diablo.

Decía Frithjof Schuon que entre el hombre y la mujer existe superioridad recíproca y que en el amor verdadero cada uno asume, respecto a su cónyuge, una función divina.

Es claro que para Frithjof Schoun todo giraba alrededor de Dios; el amor también. Y tiene su explicación: de joven, tuvo  un encuentro con un anciano, morabito para más señas, quien dibujó un círculo con radios en el suelo y le explicó: "Dios está en el centro, todos los caminos llevan a Él." Y se lo creyó. Yo, a diferencia suya, no he tropezado con ningún morabito y soy  de la escuela romántica; me gusta más la imagen de la flecha lanzada por el arco de Cupido siguiendo una línea recta. Rápida y certera, diseñando la vía del amor tormentoso y pasional. Aunque  hay otras rutas sinuosas, es verdad, y no son las mías, también es verdad,  en las que el hombre, tentado por la psique, puede conducirse hasta una meta similar. No olvidemos la sencillez del afectado, del sensible imberbe que cede al arrebato cursi, a la linda mojigatería y al éxtasis tierno sin pasión. Pura distención a mi entender. Una distensión almibarada, dulce, ingenua y acaso superficial en cierta medida… pero de intenciones púdicas y honrosas, como de cerezo en flor. Sí, lo sé, no es necesariamente pecado regodearse con romántica adolescencia en la exquisitez de un fino beso. Ni soñar con una prole unida y delectable, síntesis del humano afecto. Ni soñar con un viaje a la exótica  Bora Bora construido con decorados de cartón-piedra, de melosos colores y playas blancas legendarias. Pero a mi entender éste no es el sendero del hombre pasional,  ni el del héroe; no se obtendrán los mismos tesoros. Hay otros. Las aspiraciones deben ser altas.

Amar a quien quizá no te comprende no es sólo un acto de poético heroísmo ni, mucho menos, patrimonio de masoquistas y románticos destronados como yo. Es acaso la misión providencial de revelar la verdad esotérica que cada ser porta dentro de sí, a veces con suma luz, y que a menudo es solapada por miles de capas de vulgaridad, pecados y rutinas de los que ninguno escapamos. Cuando amo una mujer, no amo su alma en lo que tiene de particular por sí misma, sino en lo que tiene de común con su género, y ésta singularidad la amo en cuanto que todas las mujeres tienen algo de singular y comparten, por ende, el rasgo de ser peculiares. Pero finalmente, y puede parecer contradictorio, la amo porque posee un contraste dual con mi naturaleza. La amo porque nos excluimos y nos incluimos, nos complementamos, como los hermanos, como los enemigos y como los cuerpos celestes que orbitan unos sobre otros.

En fin… el amor verdadero siempre guarda algo de melancolía y al acabar piensas que te ha dejado vacío.  Y no es así, porque como dijo Ángelus Silesius: “la verdadera vacuidad es como un noble vaso que contiene néctar: tiene, y no percibes qué.”
Lástima que ella jamás lea esto, y lo vaya a saber.

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