21 agosto 2012

“Cómo envejecer”, de Bertrand Russell


A pesar del título, este artículo tratará, en realidad, de cómo no envejecer, que, a mis años, es un tema mucho más importante. Mi primer consejo sería que escogiesen ustedes sus antepasados cuidadosamente. Aunque mi padre y mi madre murieron los dos jóvenes, me he portado bien, a este respecto, por lo que se refiere a mis otros antepasados. Mi abuelo materno, es verdad, se extinguió en la flor de su juventud, a la edad de 67 años; pero mis otros tres abuelos vivieron más de ochenta años. Entre mis ascendientes más alejados, sólo puedo encontrar uno que no alcanzase una gran longevidad, y ése murió de una enfermedad que es ahora rara: la decapitación. Una de mis bisabuelas, que fue amiga de Gibbon, vivió hasta los noventa y dos y, hasta sus últimos días, fue el terror de sus descendientes. Mi abuela materna, después de tener nueve hijos que vivieron, uno que murió en la infancia y bastantes abortos, en cuanto se quedó viuda se consagró a la causa de la educación superior para las mujeres. Fue una de las fundadoras del Girton College, y trabajó obstinadamente para que el ejercicio de la medicina fuese abierto a las mujeres. Solía relatar que se encontró en Italia, con un caballero anciano que parecía muy triste. Le preguntó la causa de su melancolía y él respondió que acababa de separarse de sus dos nietos. «¡Bendito sea Dios! —exclamó ella— Tengo setenta y dos nietos y, si me pusiera triste cada vez que me tengo que separar de alguno de ellos, llevaría una existencia deplorable». « ¡Madre desnaturalizada!» replicó él. Pero, hablando como uno de esos setenta y dos, prefiero la fórmula de mi abuela. Después de los ochenta, ésta, como hallara alguna dificultad para dormirse, se pasaba, desde la medianoche hasta las tres de la madrugada, leyendo divulgación científica. Creo que nunca tuvo tiempo para darse cuenta de que estaba envejeciendo. Esta, según pienso, es la receta adecuada para permanecer joven. Si ustedes pueden ser todavía útiles en actividades amplias e interesantes y se preocupan vivamente por ellas, no se verán obligados a pensar en el hecho meramente estadístico del número de sus años y, aún menos, en la probable brevedad de su futuro.

Por lo que se refiere a la salud, nada útil puedo decir, puesto que tengo escasas experiencias en materia de enfermedades. Como y bebo lo que quiero, y duermo cuando no puedo permanecer despierto. Nunca hago nada pensando que será bueno para la salud, aunque, en la práctica, lo que me gusta hacer es en su mayor parte saludable.

Psicológicamente, existen dos peligros contra los que hay que estar vigilante cuando se llega a viejo. Uno de ellos consiste en absorberse indebidamente en el pasado. No se debe vivir de memorias, lamentándonos por el buen tiempo pasado, tristes por los amigos que murieron. Nuestros pensamientos deben estar dirigidos hacia el futuro y hacia cosas en las que se pueda hacer algo. Esto no siempre es fácil; el propio pasado es un peso que va gradualmente creciendo. Es fácil pensar, para sí, que nuestras emociones solían ser más vividas de lo que son ahora, y nuestra mente más penetrante. Pero, si esto es cierto, debe olvidarse, y, si se olvida, probablemente no será cierto.

Otra cosa que se debe evitar es adherirse a la juventud con la esperanza de aspirar vigor de su vitalidad. Cuando sus hijos crezcan, querrán vivir sus propias vidas, y si usted continúa interesándose tanto por ellos como cuando eran pequeños, es muy probable que le consideren una carga, a no ser que posean una insensibilidad no corriente. No quiero decir que no deberíamos ocuparnos de ellos, sino que nuestro interés debe ser contemplativo y, si es posible, filantrópico y no demasiado emotivo. Los animales llegan a ser indiferentes ante sus pequeños en cuanto éstos pueden bastarse por sí mismos; pero los seres humanos a causa de su prolongada infancia, hallan esto difícil.

Creo que a los que tienen preocupaciones impersonales intensas, que impliquen actividades apropiadas, les será más fácil conseguir una vejez afortunada. En esta esfera es, realmente, donde resulta fructífera una larga experiencia y donde la sabiduría que nace de la experiencia, puede ejercitarse sin que sea opresiva. No sirve para nada decir a los niños en proceso de educación que no comentan errores, pues, por un lado, no le harán ningún caso y, por otro, los errores forman una parte esencial de la educación. Pero, si usted es uno de ésos que son incapaces de tener preocupaciones impersonales, se dará cuenta de que su vida está vacía, a no ser que se preocupe de sus hijos y de sus nietos. En ese caso, comprobará que, si bien usted puede aún ser de alguna utilidad material para ellos, puede pasarles regularmente cierta suma o hacerles «jerseys», no debe esperar que se diviertan en su compañía.

Algunas personas ancianas están oprimidas por el miedo a la muerte. Durante la juventud, este sentimiento está justificado. Los jóvenes que tienen razones para temer que los maten en alguna batalla, pueden justificadamente sentir amargura al pensar que se les ha robado lo mejor que la vida es capaz de ofrecer. Pero, en un anciano, que ha conocido las alegrías y las tristezas humanas, que ha terminado la obra que le cabía hacer, el temor a la muerte es algo abyecto e innoble. El mejor modo de superarlo —por lo menos, ésta es mi opinión— consiste en ampliar e ir haciendo cada vez más impersonales sus intereses, hasta que, poco a poco, retrocedan los muros que encierran al yo, y su vida vaya sumergiéndose crecientemente en la vida universal. Una existencia humana individual debería ser como un río: al principio, pequeña, estrechamente limitada por las márgenes, fluyendo apasionadamente sobre las piedras y arrojándose por las cascadas. Lentamente el río va haciéndose más ancho, las márgenes se apartan, las aguas corren más mansamente y, por último, sin ningún sobresalto visible, se funden con el mar y pierden, sin dolor, su ser individual. El hombre que, en su vejez, sea capaz de considerar su vida de esta manera, no sufrirá el temor a la muerte, pues las cosas que él estima seguirán existiendo. Y, si con la decadencia de la vitalidad aumenta la fatiga, no será mal recibido, entonces, el pensamiento de que está próxima la hora del descanso. Yo desearía morir en pleno trabajo, sabiendo que otros continuarán lo que yo ya no puedo hacer, y contento al pensar que se hizo lo que fue posible hacer.

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