11 septiembre 2011

Lola y Ton...La verdadera historia. (XII)

…Habían transcurrido unos diez minutos desde que el cuerpo de Rachid se estrellara como un saco de tupinambos sobre el maltratado y polvoriento suelo de aquel campamento improvisado.

-¿Estás bien? –Pregunté levantando su cabeza y sacudiéndole el polvo de su estropajosa melena-.

El pobre temblaba como una hoja en otoño,  en medio de agudos gemidos .

-¡Venga, levántate! Si no lo haces te obligaré a patadas -dijo Abdul, blandiendo sus puños-.

Rachid captó las intenciones que había en sus palabras y su gesto, y replicó con semblante asustado:

-¡Cuidado con lo que haces, Abdul!
-Voy a arrancarte el corazón para ofrecérselo al profeta Mahoma, las bendiciones y la paz sean con él.

Rachid lo miró, se incorporó y salió a escape como un conejo asustado

Miré breve y seriamente a Abdul.

-¡Cállate de una vez! -grité autoritariamente-, y olvida al pobre chico. Él no sabía que las abejas eran tus pequeñas amigas. Y aunque lo hubiera sabido, ¿crees que después de fumarse toda la huerta de esta mierda de isla, las habría distinguido de una pareja de dragones? Venga Abdul-dije agarrándolo por el hombro en señal de amistad-, ¿no ves que ya lo has asustado bastante? Eh! Vamos, tenemos mucho trabajo, y pocas horas de sol para llegar a la cima. No quiero más peleas entre Rachid y tú, ¿entendido? –Añadí dándole una palmada en la espalda-.
-¡Está bien, Tony pashà!…pero él empezó-remató frunciendo el ceño-.
-Lo sé. Bueno, problema resuelto-concluí yo-. ¡Tawe, por favor, ven aquí! Quiero preguntarte algo -dije llamando su atención con un gesto de mi mano-.

Ella se acercó.

Con solo verla se me hizo la boca agua. Esta vez llevaba puesto un vestido de gamuza color verde oliva, y muy ajustado. Sus cabellos semejaban una cascada que bañaba sus hombros. Con una sonrisa más brillante que el mismo sol dijo:

-Claro…pregúntame…lo que quieras.

Este comentario último, lo pronunció con una entonación, y unos silencios tan sensuales,  que provocó en mí una reacción química… o biológica… ¡O qué sé yo! La cuestión es que sus ojos acompañaron a sus palabras con una mirada perforadora. ¿Como podría explicarlo?  Como una saeta traspasando un trozo de manteca colorada…Sí…eso es…así me sentía yo…como un trozo de manteca colorada.
Lola, que no se perdía una, se acercó. Me acarició la cara con la mejilla, y me susurró al oído:

-¡Venga Ton!… pregúntale algo facilito tipo: ¿Te gustan los niños?
-Los adoro. Algún día quiero tener media docena de ellos-replicó Tawe, demostrando su agudeza auditiva-.

Silbé disimuladamente.

-¡Eh, calma!..¡No quiero más peleas! -Exclamé secamente- (pensando para mí, que esta conversación, de prolongarse, o seguir por esos derroteros, podía acabar mal). Además –añadí mirando a Tawe-, no estoy seguro de poder ganar tanto dinero. Seis bocas, son muchas bocas que alimentar.
-Bueno, ¿y qué?…yo trabajo-replicó ella mirando de soslayo a Lola-.

No quise entrar al trapo y proseguí.

-A ver, Tawe, mi pregunta es esta: ¿Que sabes de esta isla, y de sus orígenes?

Lola, con un mohín de enojo, me miró fijamente, y despeinándome de un cariñoso manotazo dijo:

-Dime, ¿esta es realmente la pregunta que te interesa?
-Ahora mismo, sí -dije con una sonrisita-.

Lola me miró enfurruñada. Por su parte, Tawe no pudo evitar reír. Luego, antes de responder, reflexionó un instante mi pregunta. Finalmente, contestó:

-¿Ves esto? –Me dijo mostrándome un medallón antiguo que colgaba de su cuello-.
-Parece una efigie griega-contesté mientras la tocaba con la yema de los dedos-, y su visión es más bien aterradora.
- ¡Y lo es!  Esta es la tierra de los muertos, el único destino al que ningún mortal puede escapar- dijo señalando con el dedo la cima del volcán, y este –añadió,  mostrando la figura de su medallón-, es su señor: Sedah. Un dios tan temido que nadie osa pronunciar su nombre.
-Explícate.
-Cuenta la leyenda que el dios Océano y su hermana Tetis tuvieron trescientas hijas, las Oceánidas, que luego se extendieron por todos los mares y los abismos marinos. Una de ellas, Dóride, fue madre de otras cincuenta ninfas de agua, las Nereidas, llamadas así en honor a su padre Nereo, de la raza de los Viejos del Mar, creada también por Océano y Tetis.
Las Nereidas habitaban en el Mar Mediterráneo, y cada una de ellas representaba una de las formas de este mar. Por ejemplo, Talía la sirena verde, y Glaucea, la azul. Dinamenea simbolizaba el vaivén de las olas, y Cimodaré, la calma. Una de las Nereidas, Anfitrite, fue amante de Poseidón y madre de los Tritones. Las Nereidas protegían a los barcos, y no cantaban para atraer a los marinos, sino para complacer a su padre. Los antiguos describieron a las Nereidas con el cuerpo cubierto de escamas y formas de pez.
-¿Sirenas?-inquirí yo-.

Me sonrió con una mirada soñadora.

-Sí.  A partir de aquí, el mito de la Sirena fue creciendo por todo el mundo como las ondas en la superficie calma del agua...
-Lo cierto es que recuerdo haber leído que hasta en los mapas del Renacimiento podía leerse la frase “Hic sunt sirenae” (Aquí están las sirenas) escrita en medio de las áreas destinadas a los océanos-interrumpí yo-.
-¡Así es! El hombre que surcó el Atlántico, Cristóbal Colón, también aseguraba que él y sus hombres las vieron, aunque no tan bellas como cuentan las historias.

Lola escuchaba con avidez, mirándola fijamente. La examinaba como si fuese una rival, y a ella le tocara encontrar sus puntos débiles.

-Muchas crónicas de reyes refieren la existencia de sirenas capturadas –interrumpió Lola-, y aún cercanos nuestros días navegantes y exploradores relatan encuentros con mujeres marinas, como una que apareció en la Antártida en 1823 u otra en las Bahamas en 1869. La primera tenía los cabellos verdes, la segunda, azules… ¡Tonterías! –Remató con burla-.

Tawe no hizo caso…ni la miró, pasó su comentario por alto, y añadió:

-Mientras se encontraba frente a las Antillas, el navegante genovés creyó divisar tres de estas criaturas que bailaban en el agua. Eran feas y mudas, pero él descubrió en su mirada una cierta "nostalgia de Grecia".

Se volvió y se encaró a Lola.

-El último encuentro moderno fue en 1869, en las Bahamas –efectivamente -. Concretamente aquí, en Orotava. Seis hombres que se dirigían en canoa hacia una bahía divisaron una sirena de deslumbrante belleza, con los cabellos azules flotando sobre sus hombros y las manos hendidas. Ésta emitía unos grititos de sorpresa al ver a los marinos y desapareció poco después, sin dejar que se acercaran.
-¡Alto! ¿Insinúas que esta isla es la morada de unas criaturas mitológicas y legendarias?-Pregunté incrédulo-.
-Sí…pero ahora viene lo mejor…

Tawe hizo una pausa y prosiguió:

- Dóride y Nereo no solo tuvieron cincuenta hijas; también tuvieron un hijo: Sedah. Él fue quien fundó aquella maravillosa y legendaria civilización de la que habló Platón: La Atlántida. Pero Sedah, cometió una equivocación. La más grande de las equivocaciones. Se enamoró de Anfitrite, la amante de Poseidón, y éste, al conocer la traición, destruyó el continente, engulléndolo bajo el manto poderoso y eterno de las aguas oceánicas, dejando, como recuerdo, lo que ahora se ve: Orotava –dijo abriendo sus brazos y señalando a su alrededor-. Esto, es todo lo que queda del mítico continente perdido. Y las entrañas de este volcán,-añadió señalando el cráter a la distancia-,  el reino que Poseidón otorgó a Sedah, como premio a su deslealtad… y  como castigo eterno. Debes de creer que estoy loca, ¿No?

Emití un silbido. Luego esbocé una sonrisa.

-En absoluto, Tawe. Yo también he creo siempre en el mito de la Atlántida. Pero será mejor que no se lo digas a tus amigos psiquiatras de Florida. Mi mente es más abierta que la de ellos…ya lo sabes.

Consulté mi reloj, se estaba haciendo tarde.

-Será cuestión de apresurarse si queremos coronar la cima antes del atardecer.

Todos asintieron. Hasta Lola, que me obsequió con una aviesa sonrisa.

-¿Quieres que te ayude con la mochila?-le pregunté al ver que le costaba trabajo cargarla-.
-No.

Lancé una sonrisa mordaz al tiempo que decía:

-¿Seguro?
-Sí.
--Si quieres algo de mí… ya sabes…

Sus ojos mutaron, empezaron a brillar, y me miraron directamente, sin pestañear, como si quisieran traspasar mi mente, y saber que se cocía dentro.

-Te quiero a ti.

Me miró pensativa, se mordió el labio inferior, y encontró mis ojos de color miel oliva, atrevidos, que observaban con capricho cada detalle de su figura. Le costaba trabajo mostrar enfado cuando mi mirada se clavaba en su rostro. Y le resultó difícil, también, negarse a acompañarla. Entonces adiviné que la seguía amando.

(Continuará…)

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