20 septiembre 2011

Lola y Ton...La verdadera historia. (XVIII)

…Me duché y afeité en un santiamén para, a continuación tomarme una taza de café. Miré mi reloj: las 18 h. La noche anterior, Tawe, la hermana de lola, me había pedido al terminar la velada que fuera a su casa, en Vilanova i la Geltrú, para ayudarla a conectar el equipo de home-cinéma al televisor de plasma. Lola, en su afán de epatarla, le dijo durante la cena que yo era un experto en electrónica de hogar… una mentira más… Mi pericia se limitaba a saber colocar un euroconector entre una televisión y un aparato de video, y lo más cerca que he estado nunca de un equipo completo de Home-cinema, fue el día que mi amigo Roberto me invitó a su casa para ver un partido del Barça, en su nueva súper-tele compuesta de doce woofers de 30 W de potencia, que según él no necesitaban crossover.
Tawe me esperaba a las siete en su casa. En lo tocante a mi primera impresión de ella, la noche pasada, no lograba hacerme a la idea que fuese hermana de Lola, eran tan diferentes…
Subí al coche, y puse en marcha el motor. Si había una cosa capaz de templarme en situaciones como esta, era precisamente el ruido estruendoso de un motor de 420 caballos de un Porsche 993. Metí la primera, el coche dio un salto hacia delante y enfilé la calle de Josep Carner en dirección a la ronda Nord, y desde allí, hasta la C-32 dirección Sitges. Al llegar a la misma, delante de mí, se extendía un tramo de carretera semi-vacía donde los abismos del cielo y  las iluminadas formas de los edificios juntaban sus intangibles fronteras. Eché una rápida ojeada al espejo retrovisor y puse el selector del cambio de marchas en semiautomático a la vez que pisaba con fuerza el acelerador. Mi cabeza se echó con fuerza hacia atrás y sentí cómo mi espina dorsal se aplastaba contra el respaldo del asiento. Con un sonido de gadget electrónico, el selector de velocidades alcanzó la cuarta. El coche siguió acelerando: ciento cuarenta, ciento cincuenta, sesenta, setenta... Entonces apareció la salida 26 y puse el pie en el freno. El ronco rugido del motor dio paso a un ronroneo constante mientras reducía hasta los ciento diez, tomando con facilidad las escalonadas curvas que enlazaban con la carretera de Sitges que  discurría por una delgada franja costera.
Caía el crepúsculo. El sol rojizo del atardecer de aquella tarde de finales de Octubre  lucía sobre las delgadas crines blancas de las negras ondas, sin una nube sobre su órbita. Sus colores al acercarse a la línea del horizonte se mezclaban con la negrura del mar, surcándose de saetas de luz, suavemente ondulantes, al compás de las leves olas de la superficie. La brisa silbaba entre sus rayos sesgados, tristes y fríos que caían de lleno en las dilatadas pupilas sin hacer pestañear los párpados. Aquel mar de luces que se divisaba a lo lejos, a la izquierda, era Sitges, y más lejos aún, entre una bruma ligera que comenzaba a velar el horizonte, se distinguía un nuevo resplandor, más intenso: Vilanova i la Geltrú. Llegue al pueblo. Las farolas a la entrada de la dársena, se balanceaban en la cima de los frágiles soportes, mostrando sus resplandores de frígida luminosidad. Esparcidos por todo el ópalo reluciente del fondeadero, los barcos anclados flotaban casi inmóviles bajo la débil claridad de los fanales. ¡Qué espléndido panorama! – pensé para mí –.
Miré mi reloj. Eran las siete menos cuarto. Metí el coche entre la hilera de vehículos estacionados en la zona de aparcamiento, justo al lado de un deportivo color plata que llamó mi atención y salí de un salto. Eché una mirada a mí alrededor, y me dirigí primero a la dársena, donde unos rederos seguían trabajando inclinados sobre unos aparejos de pesca. La sal desecada de las redes extendidas, brillaba como escarcha bajo la luz de los fanales. Me acerqué al borde del muelle para respirar ese olor tan particular de algas y salitre y oír con mayor definición el sonido de las gaviotas que, aun a pesar de  quebrantar la regla de muchos conocida de que no vuelan al ponerse el sol, seguían sobrevolando el lugar, supongo que para reafirmar que  la razón principal de volar, es comer.
Cuando llegué a la puerta del edificio de Tawe, las luces que brillaban en el primer piso me dieron a entender que estaba en casa. Pulsé el timbre de la portería. Un instante más tarde sonó un zumbido dándome paso. Entré, y subí por la escalera.

-Soy yo… serías tan amable de abrirme-dije al llegar a la puerta.
-¡Pues claro!

Oí como quitaba la cadena. Al abrir la puerta encontré ante mis ojos a una mujer deliciosamente bella y joven.

-Entra, me dijo.
-Gracias.

Entré, y eché una ojeada a mi alrededor. En el ambiente flotaba un suave olor a perfume. A pesar de su concepción ultra moderna el saloncito resultaba acogedor. En cuanto a la decoración, quienquiera que la hubiese ideado había tenido ciertamente en cuenta la personalidad de  la propietaria. Las paredes ostentaban un ocre de inefable tonalidad salmón, que armonizaba con los oscuros cortinajes. Las ventanas impedían el paso de la claridad exterior, proviniendo la única iluminación, muy tamizada, de puntos de luz dispuestos estratégicamente en las paredes. En el suelo una alfombra de cuatro dedos de grueso neutralizaba todo ruido de pasos y de algún lugar impreciso brotaban los acordes del “Shine on you crazy diamonds” de Pink Floyd. Tawe me condujo hasta un par de sofás separados por una mesita de cristal. Con un gesto me ofreció sentarme en uno de ellos. Yo tomé asiento, y con una espontaneidad natural me dijo:

-¿Te gusta mi vestido, lo he comprado esta tarde en Barcelona?

Giró sobre la punta de los pies como una bailarina de ballet, mirándome por encima del hombro para ver mi reacción.
El vestido era de una sola pieza, de punto, y se ajustaba tanto a su cuerpo que inducía a pensar en una sirena. Tapaba, y al mismo tiempo lo insinuaba todo. Atravesó  el salón con paso airoso y volvió hacia mí. Su figura, así realzada por el vestido era soberbia, y ciertamente su apariencia, distinta a la de la otra noche. Sus pechos firmes parecían tener vida propia, y sus piernas largas y torneadas enfundadas en unas finísimas medias de fantasía me devolvieron al banquillo del equipo de “los pecadores de pensamiento sin redención”.

-Bueno, ¿es que no te gusta? –insistió ante mi mudez.
-Oh, sí, sí… ¡Es precioso, de sobra lo sabes! -sonreí encantado-.

Tawe, rio mi comentario, me cogió el brazo y me condujo a la cocina. La mesa estaba dispuesta para dos. Encima de ella, lubina con frituras francesas.

-Todo está listo hace media hora, de manera que, a sentarse y a comer -me dijo señalando una silla y atándose un delantal en torno a la cintura -.
-¿Horario americano?-pregunté yo sorprendido-.
-Sí, en EE.UU cenamos a esta hora -contestó riendo mientras servía mi plato-.

Me comí la lubina y toda la fritura. Tawe tampoco se quedó corta, pero fui yo, sin duda, quien más cenó. Tras un trozo de tarta y una taza de café, me arrellané en la silla, más satisfecho que una vaca.

-Quien haya cocinado esto, merece un premio, créeme- manifesté-.
-¡Maldita sea! Rio ella. Yo fui quien preparó la cena.
-Pues el día que decidas casarte no te faltaran pretendientes.
-En realidad es un sistema muy antiguo-replicó ella-. Verás, es muy sencillo: atraes a los hombres a tu casa, les preparas una buena cena, y antes de despedirse ya se te  han declarado.

Los dos reímos y le ayudé a recoger los platos. Me tendió un delantal que con todo disimulo colgué en el respaldo de la silla. No me hubiera visto con él. Finalmente pasamos al salón. Tawe se acomodó en un sillón, y yo casi me derrumbé en el sofá. Encendimos sendos cigarrillos, entonces, ella sonrió y dijo:

-¿Qué tal con Lola?

La pregunta me chocó.

-Muy bien. Tenemos nuestros altibajos, como todos.
-¿La quieres?
-Nos queremos-contesté yo-.

De pronto dejó de hablar y, tras una pausa, inclinando un poco la cabeza, miró su reloj y dijo:

-Perdóname, pero tengo que hacer una llamada, fúmate el cigarrillo tranquilamente, ahora vuelvo.

Apresuradamente se internó en el pasillo, desapareciendo en el dormitorio.
Estaba ya a punto de encender un segundo cigarrillo, cuando Tawe reapareció. La verdad es que me hizo bailar la cabeza. En vez del vestido de punto que antes llevaba, lucía un negligé color marfil, cuya principal característica era la sencillez. Llevaba el cabello suelto y su cara aparecía luminosa y tersa. Con una sonrisa fue a sentarse a mi lado. Yo me moví para dejarle sitio.

-Siento haberte dejado solo, pero es que la llamada era importante...
-No te preocupes, la mayoría de mujeres tardan mucho más cuando hablan por teléfono.
Tawe se rio.
-Pues yo no. Ya lo has visto.

Cruzó las piernas y se inclinó para coger un cigarrillo de la cajetilla que había sobre la mesa. Me vi forzado a volver la cabeza. No era cosa de meterse en líos amorosos con la hermana de mi novia.

-¿Un cigarrillo?-me ofreció-.
-No, gracias.

Se recostó en el sofá y envió un anillo de humo al vacio.

-Este es el Home-cinema-dijo señalando una caja de color marrón-soy un desastre para estas cosas… como mi hermana Lola, soy más de letras que de ciencias o tecnologías.

El espectáculo que ofrecía mal cubierta por el negligé de transparente tejido, no me dejaba concentrarme en lo que me estaba diciendo.

-Como ya sabrás-continuó- estudié lenguas orientales para poder trabajar en la ONU.

Tawe modificó su posición, entreabriendo sus piernas para deslizar una bajo el cuerpo, al tiempo que se acercaba más a mí. A todo esto el borde del negligé se deslizó todavía más arriba y ella no se apresuró nada en cubrirse, permitiendo deliberadamente que mis ojos se holgasen en el espectáculo de unos encantadores muslos de piel tostada. Todo ello me hizo sentir seca la boca, y agarrotada la lengua.

-Hoy en día, quien sabe manejar las lenguas, tiene mucho ganado-dije yo-.
-¿Tú crees?-contestó mojándose el labio con la punta de la lengua sonrosada y abarcándome con una mirada incendiaria de sus hermosos ojos negros.

Reparé en su boca, túrgida, humedecida y provocadora.

-No lo creo…estoy seguro-afirmé-.
-¿Sabes que Lola y yo tenemos el mismo pequeño antojo en forma de frambuesa?

Este giro en la conversación mediante el “antojo en forma de frambuesa”  me parecía sobremanera interesante, a la vez que peligroso.

-¡Qué curioso! Lola lo tiene en el hombro, ¿y tú?
-Yo no.
-¿Y donde lo tienes?
-Por qué no lo averiguas.

¡Ay, señor, esta mujer me va a buscar problemas!-pensé para mis adentros-.

(Continuará…pero mañana acaba)

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